En “Dos notas sobre Moby Dick”, César Aira afirma que el monstruo es tan singular que nadie que lo haya visto podrá resistirse a la tentación de narrarlo o dibujarlo; que es tan singular que se parece a la literatura, que intenta con una “obra” detener parcialmente el ciclo infinito de las versiones y las repeticiones ―y casi nunca lo consigue. “El escritor es un especialista en monstruos, y toda gran obra literaria está bañada en la atmósfera de melancolía de una extinción inminente”, escribe el autor de Cómo me hice monja. Como la ballena de Melville y como la propia novela, que aunque sea cervantina y enciclopédica, “también quedó como un género con un solo individuo”.
Eso es cierto, pero también es incierto. Porque esa obra maestra y tan singular se ha traducido a muchos idiomas y en cada uno de ellos es un individuo monstruoso de la misma especie, aunque con su música y su semántica propias. Dice Aira que la primera frase, “Call me Ishmael”, no debería traducirse como “Llamadme Ismael”, sino como “Podéis tutearme”.
Con una opción o con la otra se abren las dos vías de una bifurcación genética, que nos llevan a dos seres muy distintos. La circulación internacional de la literatura se puede ver como un mapa como el que tenía Charles Darwin en su cabeza después de viajar por todo el mundo a bordo del Beagle. Un mapamundi de viajes y mutaciones, es decir, de traducciones. Una larga historia que empezó con las primeras lenguas animales de la prehistoria y que tal vez culmine cuando aprendamos a hablar balleno.
Quizá la más llamativa de todas las traducciones de Moby Dick sea la de Ognen Čemerski al macedonio. Antes de la suya ya existía una en ese idioma, hecha a partir de la versión en serbo-bosnio. Pero él se propuso traducir directamente del inglés y, además, superar un gran obstáculo: en macedonio no existe terminología marítima. De modo que tuvo que investigar la etimología del campo semántico del mar y los balleneros en inglés para crear las palabras adecuadas en su idioma, para representar su artesanía, su violencia, su épica.
Aunque parezca mentira, la descomunal obra de Melville no empezó a traducirse en serio hasta mediados del siglo pasado. Jean Giono terminó la versión en francés en 1939, lo que provocó traducciones a varias lenguas europeas, como el español. La primera edición crítica, publicada en Estados Unidos en 1967, provocó otra nueva ola de interés y nuevas versiones en nuestro idioma. Ahora contamos con dieciocho. En 1926 y 1930 se hicieron dos versiones en cine mudo. La de John Huston llegó en 1956 y sigue siendo la más impresionante de muchas otras. Si el siglo XX fue el siglo de las traducciones literarias y de las adaptaciones cinematográficas, el XXI va a ser el de las traducciones algorítmicas.
Sabemos que las ballenas jorobadas cantan en grupo, pero que sus individuos hacen sus propias versiones. Las canciones se transmiten culturalmente. Disponemos de grabaciones de los años 80 en los que hay tramos, secuencias que todavía perviven en las nuevas generaciones. Pero con el tiempo las innovaciones, los cambios introducidos por algunas de ellas provocarán que toda la canción sea distinta. También se producirán contagios, es decir, algunas canciones se transmitirán a otros grupos, viajarán de Australia a la Polinesia Francesa, digamos, o a Tonga.
Como el archivo de sonidos, de la ballena jorobada y de otros cetáceos, no para de crecer desde hace décadas, el Big Data ha sido capaz de entrenar a varias inteligencias artificiales que intentan descifrarlos, a través de patrones de sentido. De momento han conseguido identificar dialectos o asociar ciertos mensajes con la reproducción o la navegación. De sus muchas traductoras, quizá sea Michelle Fournet la más peculiar. Ha confeccionado un diccionario a partir de los chirridos, chillidos y gemidos. Y está diseñando un chatbot para comunicarse con sus amigas.
De las decenas o cientos de proyectos científicos y tecnológicos en todo el mundo que estudian la comunicación entre cetáceos y otros animales, e intentan traducirla, destacan dos. Earth Species tal vez sea el más conocido. Están descifrando los cantos de las aves y también investigan en la comunicación de las ballenas. Pero el proyecto CETI (Cetacean Translation Initiative), que añade al aprendizaje automático el uso de robótica, ha avanzado mucho en los últimos meses, hasta posicionarse como el más sofisticado de los que en estos momentos persiguen la comunicación interespecies.
Desde su base en Dominica, los biólogos y los ingenieros del M.I.T. y otros centros punteros han creado un vastísimo estudio de sonido en varias hectáreas de mar abierto, con hidrófonos y con sensores en tortugas y peces robóticos, para grabar miles de horas de chasquidos de cachalotes y geolocalizar a los individuos que los profieren, con la intención de ser capaces de correlacionar el comportamiento con la vocalización a través de redes neuronales de aprendizaje profundo. Y descubrir lo que dicen.
El problema es que la traducción entre los vivos no es por naturaleza unidireccional. Buscamos siempre el espejo y el túnel: el acceso al otro para que el otro acceda a nosotros. Cuando el ser humano entienda el balleno, cuando conozcamos el sentido de los cantos de las ballenas jorobadas, buscaremos la forma de traducir nuestros idiomas al suyo. Y habrá quien lo haga para compartir su experiencia individual y expandirla. O para comunicar su admiración o su amor por los cetáceos. O para intentar salvarlos de la cacería o la violencia acústica. Pero también quien quiera usar su traductor automático humano-balleno para fines menos nobles.
Los mamíferos marinos son usados militarmente al menos desde los años 60. Su capacidad de detección de objetos en aguas profundas todavía no ha sido superada por la tecnología. La Armada de Estados Unidos entrena a lobos marinos y delfines nariz botella para que colaboren en tareas de rescate de equipo, para que intercepten a buzos que pretenden entrar en instalaciones de acceso restringido o para localizar minas submarinas. La ballena beluga está siendo también entrenada, al parecer, por el ejército ruso. ¿Qué ocurrirá cuando se pueda dirigir su comportamiento a través de mensajes expresados en su propio idioma, cuando las potencias militares hablen también balleno?
Mientras esperamos a que lleguen los primeros resultados fiables de la traducción del balleno a los lenguajes humanos, con sus usos luminosos, como la traducción de Moby Dick al balleno (me puedes tutear, Gran Ballena Blanca), y sus usos perversos, que es mejor no imaginarlos, pensemos en cómo esos animales híbridos de biología y mitología siguen generando adaptaciones y traducciones en el siglo XXI. No sólo en el campo de la tecnociencia, el bioarte o el diseño especulativo, tal vez los campos culturales en que los cetáceos son más visibles, sino también en el de la literatura y las series de ciencia ficción.
En Leviatán o la ballena (Ático de los Libros), de 2008, Philip Hoare, que nada en el mar, lagos, ríos, estanques o piscinas casi todos los días de su vida, siempre que puede en compañía de grandes mamíferos, firma una crónica de viaje por la topografía de los grandes cetáceos y una historia cultural de su representación artística, con la catedral de Melville en su epicentro.
Y en Los últimos balleneros (Libros del Asteroide), once años después, Doug Bock Clark documentó las tradiciones pesqueras de la tribu lamalerana, de la isla indonesia de Lembata, cuya economía y alimentación todavía dependen de la caza de cachalotes con arpones de bambú y barcas de remos. Al final de su libro, el autor cuenta que intentó neutralizar sus sesgos no sólo aprendiendo lengua lamelarana, sino también regresando a la isla cuando ya había escrito la obra para consultar su contenido con sus informantes: “me esforcé por ganarme el privilegio de escribir acerca de vidas muy distintas a la mías”.
También estamos descolonizando nuestra relación con las ballenas.
Lo mejor que le ha pasado al universo Star Wars en los últimos años han sido las ballenas intergalácticas o Purrgil, que han sido mostradas en la serie Ashoka en todo su esplendor. Se trata de seres semi-inteligentes que, al parecer, inspiraron a los humanos para el desarrollo de tecnologías de salto hiperespacial, que ellas pueden realizar naturalmente. Se mueven entre el espacio y el espacio profundo.
Se ha convertido en un tópico de los relatos de superhéroes el enfrentamiento con un supervillano todopoderoso, como Galacticus, el destructor de mundos. Lo que necesitamos, por supuesto, no son más narraciones del fin, sino más narraciones de traducción. Cambiar la destrucción de mundos por la traducción de mundos. Es el camino que, bioinspirándonos, señalan y cantan, en balleno, las ballenas.