Raúl Alfonsín, un hombre con los ideales de la Revolución de Mayo

Durante su mandato, el ex presidente de la Argentina retomó el pensamiento de los eventos de 1810, alejado de la violencia y centrado en el diálogo

Ricardo Alfonsín en su discurso de octubre de 1983

Raúl Alfonsín no sólo recitaba el Preámbulo de una Constitución sancionada en un pequeño cabildo de provincia: también evocaba a los hombres que hicieron la organización nacional, elegía al humilde cabildo de Buenos Aires en vez de la Casa Rosada para saludar el día de su asunción y cerraba su primer discurso ante la Asamblea Legislativa diciendo “con el esfuerzo de todos, en unión y libertad, que así sea”, retomando el lema instituido en los años inmediatamente posteriores a 1810.

Mi hipótesis es que estas actitudes dispersas hacen, todas juntas, a un único experimento con el tiempo: el de querer instalar un momento análogo al del Sol de Mayo. El rasgo común: el predominio de la palabra por sobre la fuerza.

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“Revolución de Mayo”, aprendemos en la escuela. “El movimiento que ha comenzado en 1810″ dice Halperín Donghi. Roberto Marfany publicó en 1958 un libro titulado El pronunciamiento de mayo.

Revolución, movimiento, pronunciamiento: hay un deslizamiento hacia un suceso cada vez más verbal.

Y es que, en efecto, lo particular del Sol de Mayo es que la violencia brilla por su ausencia. Hay reuniones febriles que duran hasta la madrugada, visitas intempestivas a la casa del virrey, próceres yendo y viniendo por las calles y, finalmente, la escena municipal que habita tantos óleos: la plaza todavía con recovas y el pueblo que parece un vecindario. Pero no corre sangre.

Cabildo 25 de mayo de 1810

Según Halperín Donghi se trató de “una transición sin violencia ni abierto escándalo; el virrey ha firmado los sucesivos documentos que atestiguan la progresiva abdicación del antiguo régimen”. En el oficio de la Junta del 25 se trata la renuncia del virrey Cisneros y en el documento se lee: “prestándose á ello con la mayor generosidad y franqueza”. Alberdi llama la atención sobre la curiosa paz de las agitaciones porteñas y la contrasta con lo ocurrido en otras ciudades del continente: “Santiago de Chile oyó silbar las balas de Maipú, a un paso de su capital; Lima oyó tronar el cañón del Callao. Quito, Caracas, La Paz, Chuquisaca, Montevideo, Tucumán, Salta, llevan en sus murallas las señales de las balas españolas y sus ojos vieron correr la sangre derramada en precio de la libertad americana. Los oídos de Buenos Aires están vírgenes de esa música de la muerte que conduce a la gloria. Solo ha oído las balas de la guerra civil. En la revolución del 25 de Mayo de 1810 no se quemó un grano de pólvora, sino la de las salvas”.

Se trató, entonces, de un hecho sin violencia en el que una fina llovizna, el uso o ausencia de paraguas y el despacho de empanadas son los actores principales. Casi una reunión, como se trasluce en esta notificación del 21 de mayo: “El Exmo. Cabildo convoca á Vd. para que se sirva asistir precisamente mañana, 22 del corriente á las 9, sin etiqueta alguna, y en clase de vecino, al Cabildo abierto, que con avenencia del Exmo. Señor Virrey ha acordado celebrar, debiendo manifestar esta esquela á las tropas que guarnezcan las avenidas de esta plaza, para que se le permita pasar libremente”.

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En realidad sí había tensión. Sí existía la posibilidad de la violencia. Cuatro días después de la notificación del 21, en la esquela del mismo 25, se lee: “En la inteligencia de que esta era la voluntad decidida del pueblo, y que con nada se conformaria que saliese de esta propuesta; debiéndose temer en caso contrario resultados muy fatales”. Y en el oficio del cabildo a la Junta: “se abriesen los cuarteles, en cuyo caso sufriría la ciudad lo que hasta entonces se había procurado evitar”. Frase siguiente: “Y los Señores, viéndose conminados de esta suerte, y con el fin de evitar la menor efusión de sangre (...)”.

Paul Groussac (Archivo General de la Nación)

Pero todo eso quedó en posibilidad. ¿Por qué? Escribe Paul Groussac en la página 359 de su Santiago de Liniers: “los patriotas disponían de la fuerza armada (…) pero se abstuvieron de ostentarla en los comicios, procurando, y consiguiendo, que la iniciativa popular conservase ante la historia la actitud ennoblecedora de un movimiento de opinión”. Y agrega: “nadie puede desconocer el sello de grandeza moral que esta moderación imprime en quienes la observaron, y que todos los errores subsiguientes no lograrían borrar”.

Cuando releo esta frase no puedo evitar pensar que, por algún milagro, Groussac está hablando, casi un siglo antes, de Alfonsín y del Juicio a las Juntas.

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El gobierno de Alfonsín se caracterizó, también, por el predominio de la palabra y por abstenerse del uso de la fuerza. Escribió Martín Rodríguez: “Alfonsín, como dijo Halperín Donghi, fue el jefe del monopolio del uso de la violencia legítima al precio de no usarla (...) Menem pudo dar la orden de la democracia: que un uniformado disparara contra otro”. Y el propio Rodríguez imagina “el juicio final frente al Dios laico (…) Ese día que alguna vez llegará, y frente a ese Dios, Menem dirá: yo los indulté... pero les disparé”.

Más allá de las alocuciones que se suelen recordar como hitos (la de la reunión con Reagan en la Casa Blanca, la de la capilla Stella Maris, la de la Sociedad Rural), entiendo que la fundamental es secreta y sucedió en Campo de Mayo: sentarse a hablar con los militares en la Semana Santa de 1987 puede verse como el símbolo de toda la época.

Y es en esa línea que se encuadra el Juicio a las Juntas: hacer valer la palabra de la ley. En una entrevista reciente para Infobae, Ricardo Gil Lavedra afirmó: “habría sido más fácil dar penas altísimas, pero no hubiera sido de acuerdo a la ley”.

Raúl Ricardo Alfonsín

Así como aquella página de Groussac me lleva a pensar en el Juicio a las Juntas, la postura explicitada por Gil Lavedra me hace pensar en Groussac: “nadie puede desconocer el sello de grandeza moral que esta moderación imprime en quienes la observaron, y que todos los errores subsiguientes no lograrían borrar”.

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“Todos los errores subsiguientes”: 1810 y 1983, esas dos regiones arquetípicas del tiempo argentino, comparten también el hecho de haber producido, al poco tiempo, una desilusión.

Al poco tiempo del Sol de Mayo las Provincias Unidas del Río de la Plata se precipitaron en la guerra civil, se desunieron y se dividieron en pequeños estados provinciales. Había pasado apenas una década desde 1810, pero el país ya estaba acéfalo y los paisanos que hasta ayer eran hermanos se recelaban con un rencor que parecía inmemorial. Los poetas gauchescos versificaban la discordia: “De todas nuestras provincias / se empezó a hacer distinción / como si todas no fuesen / alumbradas por un sol”.

La burbuja alfonsinista también fue breve: la Ley de Obediencia Debida y el proceso inflacionario marcaron lo que Martín Zariello llamó “el fin de la ilusión”.

Aún así ambos momentos, cada uno en su contexto, llevaron el nombre del país fuera de sus fronteras. La Revolución de Mayo retumbó todo el continente y las armas de Buenos Aires derramaron libertad en países lejanos. En cuanto al Juicio a las Juntas, ha quedado como “un regalo de la Argentina a la jurisprudencia internacional”; la cita es de la historiadora Jennifer Adair.

1983, 1810: si el tiempo siguió pasando es, como se ha dicho por ahí, problema del tiempo.