“Frente al anuncio de Bullrich yo posteé un meme”, dijo Javier Milei en el programa de Esteban Trebucq el último jueves por la noche, en referencia a su flamante alianza con Patricia Bullrich y Mauricio Macri. Y continuó: “Hago una pregunta. ¿Alguien vio las métricas de ese tuit? Tiene más de 250.000 likes, en mi cuenta de Instagram tiene un millón de likes”. “Pero no son votos, Javier”, respondió el periodista.
Tal vez Trebucq haya leído el libro Nosotros contra ellos (Siglo XXI Editores), de Natalia Aruguete y Ernesto Calvo, o más probablemente haya recurrido a una sentencia del más puro sentido común. En todo caso, da igual. Pero si hubiera leído el libro, habría sabido detectar los mecanismos con los que actúan las redes sociales para definir una “sensación” de realidad cuando, en todo caso, esa cantidad de “likes” marcan un límite de esa “realidad”: el campo de retroalimentación de las personas que conforman una comunidad virtual endogámica, ajena a la influencia de influencias externas, revalidada por las simpatías (“likes”) de quienes piensan de modo similar que ellos. Un club.
El libro de Aruguete y Calvo es un laborioso estudio realizado mediante investigaciones experimentales prácticas en la Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Estados Unidos y México y que logra mostrar, de manera potente, como se conforman los “batallones” leales a una conformación ideológica dada y enfrentada a otra en el campo de las redes sociales. Si el general prusiano Carl von Clausewitz definía: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”, hoy se podría parafrasear y decir: “La guerra es la continuidad de la política por otras redes”.
Los experimentos realizados en cada ciudad con dos mil participantes, en promedio, proponían la reacción de los encuestados frente a un “post” en una red social (Facebook, Twitter, Instagram) mediante el brindar un “like” al post, ir más lejos al compartirlo —o retuitearlo— o no hacer nada, ser neutral o indiferente. Sin caer en academicismos que alejarían al lector, los autores explican el experimento frente a las vacunas del COVID, en los que la presunción de la efectividad de la medicación o no, estaba planteada de antemano por la confianza o simpatía en el gobierno que brindaría tal asistencia sanitaria. Si recuerdan, hace dos años apenas la locura en redes respecto al envenenamiento de las vacunas había estallado en las redes sociales (y no solamente: ¡oh, aquellas imágenes de la periodista consumiendo dióxido de cloro frente a cámara como reacción a la propuesta de las vacunas!).
De cualquier modo, cada opinión brindada en las redes —ya fuera a favor o en contra de las medidas sanitarias, el confinamiento o las vacunas— estaba predeterminada por simpatías políticas previas. El experimento realizado por los autores en Brasil señalaba que “la gripecinha”, como era denominada por el presidente Jair Bolsonaro, y hasta la calificación de “maricas” a quienes exigían una vigorosa política sanitaria por parte del mandatario brasileño, se reproducía entre los simpatizantes del gobierno. Pero no así entre sus opositores, es decir, quienes habían votado al PT, partido del actual presidente Lula da Silva.
Los sesgos cognitivos frente a los acontecimientos de la realidad política y social están marcados del mismo modo como se producen en el deporte: los hinchas ven partidos distintos, dependiendo a qué equipo apoyen. Esto parece una verdad de Perogrullo, pero en la era de las redes sociales ese sesgo es potenciado en cantidad y calidad para la creación de comunidades cerradas que nadan plácidamente en sus mismas playas ideológicas. Una virtud del texto es que las conclusiones a las que se puede alcanzar, refieren a casos muy próximos en el tiempo, como se señaló con la pandemia; pero también con el levantamiento popular en Chile contra el gobierno de Sebastián Piñera y luego las opiniones de los votantes del ultraderechista José Kast o el actual gobernante de centroizquierda Gabriel Boric, las reformas realizadas por Elon Musk al adquirir la red social X, antiguamente llamada Twitter, e incluso el intento de asesinato de la vicepresidenta Cristina Fernández por la llamada “Banda de los Copitos”.
Se recordará que frente a ese acontecimiento hubo quienes señalaron que había sido un simulado “autoatentado”, a la vez que surgían diversas teorías conspirativas sobre el rol directriz de dirigentes opositores en tal intento de magnicidio. Como señala el libro, “en el caso de ‘la banda de los copitos’, la polarización política inhibe muchas intervenciones socialmente relevantes, dado que la toxicidad política en las redes sociales desintegra las condiciones de un diálogo democrático”. Lo cual permite volver a las recientes declaraciones de Javier Milei, quien realizó una estimación aritmética de la cantidad de vistas y likes al posteo de su meme (un león abrazando a un pato); sin considerar que una parte sustancial podría haber compartido esa imagen en tono irónico o crítico. De cualquier modo, es probable que quienes lo hayan hecho genuinamente, marquen el límite de sus simpatizantes: se trata de un grupo cerrado, que se retroalimenta mutuamente.
Es importante leer Nosotros contra ellos, que tiene como subtítulo: “Cómo trabajan las redes para confirmar nuestras creencias y rechazar la de los otros” si se quiere encontrar una fundamentación razonable a la sospecha de incomunicación que existe en la supuesta era de la libre comunicación individual y social.
La hija de Dios
Sin embargo, y pasando a un plano completamente diferente y que pretende —¡además!— refutar todo lo escrito anteriormente, permítaseme recomendar ver la miniserie en tres capítulos llamada La hija de Dios. En el documental alojado en la plataforma HBO Max, Dalma, hija de Diego Maradona, relata a su padre desde la intimidad y amor de ese vínculo filial, atravesado por la reverberación social que produjo Maradona en la Argentina y para siempre, y también en todo el mundo, principalmente en la ciudad de Nápoles. Si siguen mi consejo, por favor, vean los tres capítulos munidos de pañuelitos de papel.
Dalma Maradona cuenta los orígenes de su padre, y el espectador asiste a su primera visita a Villa Fiorito (sorprende, la verdad, que no haya ocurrido antes) acompañado por un hermano de Diego. Ella recorre desde allí el romance de Maradona y Claudia Villafañe, una historia de amor de película, desde sus comienzos celestina mediante hasta el espectacular casamiento en el Luna Park, en 1989. La alegría social general del campeonato mundial de 1986 y las anécdotas de sus compañeros de equipo junto a los tifosi del Napoli, cuando el ídolo futbolístico decidió ir a la ciudad del sur pobre de Italia para llevar ahí también alegría y reivindicación social frente al norte de la élite industrial.
Es una experiencia muy linda y emotiva (es cierto que quizás podría haber durado menos, ya que centra la narrativa en el vínculo entre Dalma y Diego y no se dirige a otros aspectos de la gran biografía del jugador, aunque no evade, ni por asomo, la cuestión de su adicción a consumos tóxicos) y ciertamente constituye una mirada muy bella desde un prisma diferente al que usualmente se usa para describir al ídolo y su leyenda.
Dirigido por Lorena Muñoz, ya celebrada por su retrato de otra santa popular como la cantante de cumbia Gilda, con guión de Josefina Licitra y Sebastián Meschengieser y producida por Axel Kuschevatzky, la miniserie muestra cómo el espíritu de Diego sigue provocando una simpatía, admiración o amor unánimes. Hay que decirlo: más allá de cualquier red social o dispositivo contemporáneo de comunicación, la pasión por Maradona y la emoción al evocarlo (es decir, al evocarnos) es una prerrogativa de toda persona de bien. Bueno, lo que da pie a volver al principio de estas líneas. Se sabe que Javier Milei odia a Maradona. Lo ha dicho él. No se trata de una fake news ni nada por el estilo. Y bueno, el candidato no publicará un tuit recomendado esta serie. Eso seguro.