En la fascinante y exhaustiva exposición IA: Inteligencia Artificial del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona hay una pieza particularmente inquietante. Se titula Hola, ¿me buscas a mí?, la firma Nexus Studios y hace visible la estructura de las relaciones eróticas a través de aplicaciones de citas.
El nuevo Cupido del amor cibernético es representado por un robot que está siempre presente, tanto cuando estamos solos como cuando nos hemos emparejado. Cada empresa ha moldeado al suyo. Badoo utiliza el reconocimiento facial para propiciar matches según las actrices o los modelos que te gustan. Heystax analiza tus microexpresiones mientras interaccionas con candidatos y candidatas, para ir afinando lo que te mostrará en el futuro. Hay quien incluso utiliza bots para conseguir citas en Tinder o Bumble; es decir, quien ha automatizado la gestión de su vida sexual y tal vez sentimental a través de robots sin cuerpo, de puro lenguaje generado por probabilidad estadística.
Ése es el destino de la inteligencia artificial: gestionar nuestra relación con el mundo. Ser la mediadora entre el sujeto y su vida emocional y profesional. Cada vez son menos las acciones que hacemos directamente: las vacaciones son decididas en parte por Booking; la búsqueda de trabajo, por LinkedIn; el consumo cultural, por Netflix o Spotify; la vida social, por Meta o Twitch; las compras, por Amazon. Y en el centro de esas plataformas hay algoritmos cuya función es generar continuamente matches posibles entre hoteles, puestos laborales, series, podcasts, personas o bienes de consumo y tú.
Durante los últimos años hemos pasado de la lucha por la atención a la lucha por la suscripción. Y ahora estamos asistiendo al nacimiento de una nueva cultura del bot, porque tanto la atención como la suscripción reclaman nuevos traductores, negociadores, alcahuetas, adivinos. Ya no es suficiente con el administrador de contraseñas o con la recomendación automática. Estamos delegando en la IA también la redacción de nuestros emails, las conversaciones informales, las decisiones económicas, siguiendo el camino que abrieron las compañías cuando empezaron a sustituir sus servicios de atención al cliente por chatbots y llamadas automatizadas.
La despersonalización es real. En la modernidad se produjo una transición del sistema creativo de los talleres a la idea del artista único, mientras que en las fábricas ocurría lo contrario: el artesano era sustituido por la factoría en cadena. En el siglo XX pasamos de la fotografía, también individual, al cine y la televisión, por naturaleza colectivos, como si el arte tuviera que ser abducido por la lógica del resto de sistemas de producción.
Las redes sociales, aunque destacaron a ciertos autores –los show runners, los influencers, los podcasters– como caras visibles y únicas de fenómenos múltiples y en red, intensificaron esa expresión de las inteligencias en enjambre, esa generación de cantidad en detrimento de la calidad. Al entrenar con gigantescos bancos de datos a las redes neuronales de aprendizaje profundo, hemos hecho de esa expresión colectiva la base de una nueva esfera del lenguaje, textual o imaginado, superhumana, que supera cualquier idea previa de obra o proyecto colectivo.
Hay que regresar a escenarios premodernos para entender el calibre de lo que está ocurriendo, el reto de esta nueva tecnología, que a diferencia de la imprenta o la máquina de vapor, no es neutra por diseño. Y que, aunque su base es mineral y eléctrica, parece no manifestarse materialmente en nuestra vida cotidiana. Tal vez la comparación con esas dos máquinas modernas no sea tan acertada como la comparación con tecnologías más antiguas: la religión y la escritura, el lenguaje.
Ambos fueron los primeros grandes mediadores entre los seres humanos y el mundo. Desde entonces ha habido muchas interfaces influyentes: artefactos, textos, prescriptores y artistas y líderes políticos y religiosos, individuales y colectivos, escuelas e iglesias, inteligencias en red. Ninguno es comparable, ni en escala ni en influencia potencial, con la nueva inteligencia artificial. Tal vez no estemos viviendo la cuarta revolución industrial, sino la segunda revolución neolítica, pues el paso del nomadismo al sedentarismo, el nacimiento de la agricultura y de las ciudades condujeron a los sistemas de codificación de la información. Al nacimiento de una nueva intermediación entre la conciencia y la realidad, a través de un nuevo código y de una nueva idea de dios.
El crecimiento de la IA en el estricto presente no sólo expande su potencia hacia el hoy –con su intermediación en todas nuestras transacciones cotidianas– y el mañana –con su incremento de la capacidad de predicción–, sino también hacia el ayer. Si durante el renacimiento (con Flavio Biondo o Francesco Petrarca) o los siglos XVIII y XIX (a través de las investigaciones secretamente complementarias de James Hulton, Charles Darwin o Johann Joachim Winckelmann) se llevaron a cabo las dos primeras grandes operaciones de relectura arqueológica de las capas históricas, textuales, geológicas o biológicas del pasado, en estos momentos vivimos una tercera operación algorítmica.
Estamos descifrando manuscritos e inscripciones cuneiformes en idiomas muy antiguos, como el acadio, gracias a sistemas artificiales. Y también las proteínas o el ADN, que son los textos que narran el origen y la evolución de las especies, de la vida. Los algoritmos no sólo están reescribiendo el futuro, sino también nuestro pasado. Al tiempo, están expandiendo el presente de un modo alucinante, más allá de la percepción convencional del tiempo y el espacio: una inteligencia artificial de la NASA escanea la superficie de Marte para mapear todos sus lagos y cráteres; y las fotografías de agujeros negros son en verdad reconstrucciones algorítmicas de objetos astronómicos que están a cientos o miles de años luz.
En La ola que viene. Tecnología, poder y el gran dilema del siglo XXI (Debate), Mustafa Suleyman y Michael Bhaskar afirman que los nuevos fenómenos necesitan “contención, necesitan un control intensificado, sin precedentes y demasiado humano de toda la tecnoesfera”; pues sus cuatro características lo vuelven inmensamente poderoso, casi ingobernable: su impacto de inmensa asimetría; su imposible velocidad, que lo convierte en una “especie de hiperevolución”; su naturaleza multicanal, es decir, “pueden utilizarse para muchos fines diferentes”; y, por último, su “grado de autonomía mayor que cualquier tecnología anterior”.
Si no estamos ante un punto de inflexión como el que impulsó la máquina de vapor en la revolución industrial o la imprenta en el renacimiento, sino más cercano al que supusieron las estructuras urbanas que llevaron a la escritura y la religión sistemáticas y organizadas, conviene recordar los mitos que la inteligencia colectiva de la humanidad creó a partir de esas antiguas revoluciones. La Torre de Babel, la caída de Ícaro, las siete plagas, la expulsión del artista de la Ciudad. Estamos a tiempo de una revolución ética y reguladora que cambie el rumbo sesgado de la inteligencia artificial. Y que cree, por extensión, una nueva mitología.
[Foto: Getty; REUTERS/Dado Ruvic; Darwin Foundation]