Albertina Carri ya había filmado varios largometrajes y varios cortos antes de Los rubios. Pero fue con esa película que se convirtió en una directora de relevancia internacional. Los rubios se convirtió en un mojón en la historia del cine argentino, en una clave de acceso tanto a la nueva generación de cineastas como a la discusión política que, aún hoy, sigue viva. La película se estrenó en 2003: resonaban los ecos de la crisis del gobierno de De la Rúa, estaba presente el debate sobre el pasado y aún no se habían reabierto los juicios. En ese contexto, Carri proponía una mirada compleja, personal y, por lo tanto, incómoda.
Los rubios, decía por entonces Martín Kohan en la revista Punto de Vista, planteaba la cuestión de la identidad y la memoria —toda vez que era el film sobre una pareja de desaparecidos dirigido por una de sus hijas—, pero lo hacía “por medio de una inflexión auspiciosa, con una legítima ambición de originalidad, distinta de la secuencia que anudaría, linealmente, el testimonio, la memoria, la verdad y la identidad”. Poco después, María Moreno, abundaba en el tema: “Con desparpajo, [Carri] desechaba el discurso de los derechos humanos que homologa verdad y justicia, dejaba de lado las cuarenta horas de testimonios que ya había grabado, elegía representar el secuestro de sus padres con muñequitos de Playmobil y ponía como mentores de su obra, no La batalla de Argelia o La hora de los hornos sino las películas de Chris Marker y Jean-Luc Godard”.
Moreno mencionaba la publicación del libro Los rubios. Cartografía de una película, que en su momento había sido publicado por el Bafici. Es justamente ese libro el que ahora vuelve a editarse. Este viernes, 27 de octubre, a las 20, en el espacio ArtHaus (Bartolomé Mitre 434), la directora presenta el volumen junto a Betina González y Andrés Di Tella. Y, en el marco de esta nueva presentación, Malba Cine propone para el mes próximo una retrospectiva de la obra de Carri con la proyección de No quiero volver a casa (2000), Los rubios (2003), Géminis (2005), La rabia (2008), Las hijas del fuego (2018), Cuatreros (2018) y el mediometraje inédito Palabras ajenas y varios cortos.
“No lo sé”, dice Albertina Carri ahora en diálogo con Infobae Cultura. Y repite: “No lo sé”. Veinte años es un número icónico —tal vez por eso lo cantó Gardel— y muchos artistas suelen hacer un evento en torno al aniversario, pero Carri dice que, en otro contexto político, tal vez no hubiera aceptado. “Ahora me parece súper importante. Nunca me hubiese imaginado que mi hijo, de 15 años, iba a escuchar discursos negacionistas como los que se escucharon en los últimos meses”.
—Yo tengo una opinión sobre eso, y me gustaría saber qué te parece: siento que el debate sobre los derechos humanos quedó anclado en el período 76-83. Como si hoy no se pudiera debatir sobre los derechos humanos en la actualidad. No sé si soy claro con la pregunta.
—Sí, y yo creo que ese justamente es uno de los problemas. Parte de lo que está sucediendo tiene que ver con la cuestión de la memoria vuelta un slogan. En ese sentido, creo que Los rubios participan para que la memoria no se vuelva algo que se puede comprar en una góndola de supermercado. Ahí es donde el pueblo se termina dando vuelta y se convierte en enemigo de eso que representa el Estado. Los derechos humanos no tienen una relación única con respecto a ese genocidio que sucedió en la Argentina. Ese es un tema. Después están los derechos humanos básicos: el derecho a la vivienda, al trabajo, a la educación pública, a la salud pública. En ese sentido, el que fue muy claro y muy concreto con este derecho al futuro fue Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires.
—Hay una escena de Los rubios donde leés el informe del jurado que decide si hay que hacer o no la película. Y parece que ellos quisieran otra película. ¿De qué manera se puede pensar la memoria personal, familiar, política?
—Yo creo que la única condición que recorre todo mi trabajo es no ir al lugar que se espera, porque en el lugar esperable hay condescendencia y todo lo que sea condescendencia me genera sospechas. Tengo un sistema paranoico, podríamos decir. La construcción de memoria colectiva es muy compleja. Y en esto vuelvo a la respuesta anterior: la memoria no puede ser un eslogan, sino un espacio de reflexión. En ese sentido, son necesarias este tipo de intervenciones. Por supuesto que después de hechos tan traumáticos como una dictadura, una guerra, un genocidio, lo que se busca es una reconstrucción de una memoria histórica. Pero la construcción de la memoria colectiva también necesita de detalles como la preocupación de una hija por saber si sus padres fumaban o no, qué música escuchaban. Lo que pone en evidencia Los rubios no es solo la memoria sino también la ausencia. Me da vergüenza repetirme, pero pasaron 20 años: la memoria es un órgano vital. Y como órgano vital, respira, se mueve y se nutre también de las experiencias, tanto del pasado como del presente y también del futuro.
—Tomando a Los rubios, pero tomando todas tus películas, hay un tema que excede la cuestión histórica y es la pregunta sobre la familia. ¿Lo ves así?
—Qué problemático eso… Puede ser. La familia es un problema si la tenés, y si no la tenés también. Es un lugar desde el que me gusta reflexionar. Si la familia es una de las células desde la que se organiza la sociedad, entonces a partir de eso es que también tenemos todas las asociaciones y disturbios mentales que tenemos. Cuando hice Géminis, me impactó mucho una crítica que hablaba de “familia disfuncional”. Es un término que me causa mucha gracia, porque ¿qué es una familia funcional?: una familia funcional es realmente nociva para la subjetividad de una persona.
—Trabajaste con María Luisa Bemberg en De eso no se habla. Quería preguntarte si justamente vos hacés películas sobre eso que no se tiene que hablar.
—Es verdad, me interesa particularmente estar en ese espacio alrededor de lo no dicho. Nunca lo había pensado, pero con esta alegoría que hiciste, me doy cuenta de que las dos primeras películas en las que trabajé como asistente de cámara son Un muro de silencio y De eso no se habla.
—¿Cómo es tu relación con la literatura? El año pasado publicaste Retratos ciegos y Las posesas, con Esther Díaz.
—Y también Lo que aprendí de las bestias, que es una novela sobre la postdictadura. Empecé a estudiar cine porque quería escribir. Estudié cine para aprender a escribir en otro formato y, en un principio, lo que creía que era escribir en otro formato era escribir guiones. Después, cuando aprendí la técnica, me di cuenta de que eso también era un corset. Se escribe de una manera muy específica, en tercera persona, en presente. Todas mis películas tienen guión y tienen muchos textos escritos antes y después de los guiones y durante la realización de la película.
—En Los Rubios hay muchos momentos en los que Analía Couceiro lee en pantalla.
—Se lee un montón, sí. Fui despuntando el vicio de la escritura alrededor del cine y la verdad es que practico más la escritura y la lectura que hacer películas, porque no podés estar todo el tiempo haciendo películas. En el último tiempo salí del closet de la escritura.
—Cuatreros también tiene un vínculo con la escritura, porque la película surge a partir de un texto de tu papá.
—El texto de Cuatreros es una lectura performática que se va convirtiendo en una videoinstalación y finalmente se hace película. Yo creo que sin dudas es una película, pero también algo de nouvelle. Por eso está la imposición de que la película tenga la voz en off
—Ahora, que se viene la retrospectiva del Malba, ¿hiciste el experimento de verlas todas juntas? ¿Encontrás un punto de diálogo?
—Las proyecciones del Malba van a ser en 35 milímetros. Yo hice en 35 desde mi primera película hasta La rabia; las dos últimas, Las hijas del fuego y Cuatreros, ya son en digital. Las volví a ver cuando las digitalicé en el laboratorio y me sorprendieron para bien, porque tenía malos recuerdos. Me parecían películas viejas. Tuve la sorpresa de que no estaban mal. Qué encuentro entre todas… Es difícil. Creo que podría decir que es algo del orden del desacato. Un desacato artístico.
—¿Qué implica ese desacato?
—Recuerdo que con No quiero volver a casa, que es una película de los 2000, una crítica decía algo así como “Nace la tercera posición”. El Nuevo Cine Argentino, ya era el Nuevo-Nuevo. Era una cosa que no encajaba dentro de los cánones que se estaban empezando a diseñar. El nuevo cine argentino nunca fue un movimiento, sino sólo una condición de contemporaneidad.
—Pero muchos de los directores del nuevo cine argentino salieron, como vos, de la FUC. No sé si compartían una estética, pero por lo menos un espacio de exploración.
—Compartíamos un espacio de exploración, pero, por sobre todas las cosas, ese nuevo cine significó el cambio en los modos de producción. Yo había sido asistente de cámara antes de dirigir mis propias películas y, por lo tanto, venía del trabajo en el cine industrial de los 90. Era un tipo de estructura a la que nosotros no teníamos acceso de ninguna manera. El Instituto de Cine estaba conducido por Julio Maharbiz. Era imposible acceder a ningún fondo de ninguna institución pública ni mucho menos de privados. De algún modo, nosotros cambiamos el sistema de producción sencillamente hablando entre nosotros y prestándonos las latas, las cámaras. Te sobraba un pucho en blanco y negro y se lo prestabas al que le faltaba, y después el otro te lo prestaba a vos. Así fue cómo hacíamos nuestras películas, armando unas especies de cooperativas no muy legales.
—Me decías lo del desacato y te interrumpí.
—Cada película fue buscando su modo de realizarse. Cuando estrené Las hijas del fuego alguien escribió que yo no existía: Albertina Carri en realidad es un comando guerrillero de mujeres que nos hace creer que siempre es la misma persona, pero son muchas. Realmente cambio película a película. En ese sentido, la búsqueda es que el tema me imponga la forma y no al contrario. No soy una cineasta con un pensamiento único acerca del cine. Voy profundizando alrededor de eso y me fascina. En realidad, el cine para mí es un problema, un espacio de duda, de reflexión. Tengo una especie de desconfianza alrededor del cine. Cada vez que termino una película, digo que es la última. Y de alguna manera, hay algún pensamiento que me invita a volver.
—¿Como mujer sentiste que tu camino en el cine fue más complejo?
—Yo soy medio bestia. Si lo hubiese evaluado, tal vez no lo hacía. Yo fui la tercera mujer foquista del país. Era muy joven cuando entré a equipos que eran claramente masculinos para hacer un trabajo que era de los hombres. Te decían que no podías, que eran cosas pesadas. ¡La VL4 era una cámara pesadísima! Me tenía que pelear con todos los grips para que me la dejaran llevar. La dificultad al pasaje de la dirección fue que no terminaba de entender cómo dar ese salto. Cuando presenté No quiero volver a casa en Montreal, fui con otro director argentino y le preguntaban todo a él y pensaban que yo era su esposa. Otra cosa que recuerdo es que un crítico dijo de mi película que “el cine debe conmover”. Estoy convencida que a un hombre nunca le hubiesen pedido eso. Aquella película es una película muy áspera. Yo sabía qué estaba haciendo y cumplí mi objetivo.
[Fotos: Gentileza Alejandra López]