En el patio del Hotel Milion, en una Buenos Aires desolada por un día feriado, Lola Pons Rodríguez habla con una didáctica precisa. Es su primera visita a la Argentina y eso, de alguna forma, la tiene fascinada. ¿Cómo no serlo para alguien que estudia la lengua, la nuestra, el español, y elige perderse en los pormenores de cada dialecto? El motivo: participar del coloquio que celebra los cien años del Instituto de Filología Amado Alonso. Ella fue la encargada de dar la conferencia de cierre.
Nació en Barcelona pero pasó toda su vida en Sevilla, Andalucía. Es filóloga, docente y catedrática en el Departamento de Lengua Española, Lingüística y Teoría de la Literatura de la Universidad de Sevilla. Y escritora, por supuesto.
Por estas días llegó a las librerías argentinas El árbol de la lengua, libro del año 2020 donde navega por los pasillos imperceptibles de nuestro idioma y cuenta secretos como que el signo de interrogación llegó en el siglo VIII, el de exclamación en el XIV y que hasta el XVIII solo eran de cierre, no de apertura. Es un decálogo de curiosidades, pero también un abordaje histórico que alumbra los diferentes contextos. Y sobre todo es una torre de ensayos con definiciones como que “el equivalente de una paleta cromática es cualquier lengua en su conjunto de variedades” y que “la lengua no existe fuera de nosotros”. Ha escrito más libros, ocho en total: El español es un mundo, el último, es de 2022.
“América es muy querida en España, pero creo que particularmente algunos países americanos suscitan una mayor adhesión entre la sociedad española por los evidentes lazos históricos y personales. Argentina y Cuba, por ejemplo, son dos países muy, muy queridos en Andalucía, que además, de la zona de la que yo provengo, Sevilla, he traído una imagen muy positiva y la he corroborado”, dice y confiesa: “Me ha parecido una sociedad de gente muy educada, con una cortesía muy cuidadosa y al mismo tiempo poco pesada. Y en ese aspecto, todo lo que tiene que ver con el trato verbal, con la deferencia hacia el otro. A mí, como lingüista, me llaman mucho la atención esas cosas: lo observo mucho”.
—¿Qué es lo que más se destaca de nuestra forma de hablar español, de nuestro dialecto, del uso de la lengua que hacemos los argentinos, al menos acá, en Buenos Aires?
—Lo más llamativo, lo más relevante a ojos de un historiador de la lengua cuando viene a Argentina es, no solo el uso cotidiano oral, como estamos haciendo aquí, del voseo, sino también la aparición de ese voseo en todo tipo de textos. Que los anuncios de la calle digan ‘tomá', ‘vení', ‘pagá' es muy llamativo, positivamente llamativo. Y también todo lo que se refiere al léxico, porque si bien es cierto que hay numerosísimos americanismos léxicos que nos separan y que diferencian el español europeo del español americano, el hecho de que además en Argentina se incluya todo ese conjunto tan rico de italianismos le da una idiosincrasia particular al geolecto de acá.
El otro día vi un anuncio de un escaparate que decía “se precisa o se requiere bachero con disponibilidad”. Y no pude evitar entrar y preguntarle al señor de dentro qué estaban pidiendo exactamente, qué tipo de empleado es un bachero. Pero fíjate, cuando entré y me contestaron y me explicaron que eso era un lavaplatos, dentro de ese mismo local, que era un precioso establecimiento de venta de especias, vi una lata grande, antigua, española. Decía “envasado en España” y vendía pimentón que se llamaba El Cid, con una figura del Cid, con su barba, con su escudo vestido de medieval. Es emocionante ver esa huella histórica del trato entre españoles y argentinos, ver la impronta italiana, ver la lengua viva.
—¿Una lengua puede ser más racista, más misógina, más xenófoba que otra? ¿Se puede pensar el tema en esos términos?
—No. Y además yo estoy completamente en contra de toda consideración que suponga situar la lengua como algo externo a nosotros. La lengua no es racista, no es feminista, no es abarcadora. La lengua no es nada porque no existe fuera de ti. No es un edificio que tú contemplas desde fuera y que calificas de románico, de gótico o de barroco. No es una comida que califiques de poco hecha o de muy hecha. La lengua está en ti y por tanto, depende de cómo tú la uses. Por eso hay hablantes que son absolutamente floridos y excesivos hablando, otros que son absolutamente parcos, unos que la pueden usar con un sentido condenable y racista y otros que la usan con valor integrador. No existe fuera de nosotros el idioma. Si es cierto que hay sensibilidades, tendencias de uso que hacen que hoy nos preocupen unos hechos que antes no nos preocupaban.
—¿Cuáles son los peligros que tiene una lengua? Pienso, sobre todo, en las posibilidades de desaparición.
—Hay un tópico que yo creo que es un estereotipo que está mal entendido, que sostiene que la fortaleza de un idioma está en el número de hablantes. Y en ese aspecto, claro, el español es una lengua ganadora: tiene un número de hablantes masivo en relación con otras lenguas del mundo que están en claro peligro de extinción. La demografía, sin duda, es un factor relevante, pero no es el factor que da protección a un idioma. Creo que la fortaleza de una lengua se mide en que se pueda usar en un alto número de contextos, no solo ahora, aquí, en este café que nos tomamos, sino también que se use dentro de la escuela, que se use en la tribuna política, que enciendas la televisión y puedas ver un telediario muy serio o un programa de entretenimiento en esa lengua. En ese sentido, el español sí está en peligro. ¿Por qué? Pues porque hay un dominio funcional que estamos perdiendo, que es el del español científico.
Yo aquí estoy hablando ya con una perspectiva más europea que americana. No conozco todos los mimbres de lo que ocurre en el español de la ciencia en Hispanoamérica, pero al menos en el español europeo se está dando un fenómeno muy preocupante de que científicos españoles cuya lengua materna es el español escriben en inglés, escriben sus artículos científicos en inglés. Y eso es un problema porque nosotros teníamos como lengua científica el latín y que tengamos una lengua científica como el español le ha supuesto un progresivo avance en la adquisición de terminología. Hemos creado léxico, estructuras, géneros textuales, revistas, libros. Si empezamos a hacerlo en inglés toda esa riqueza la perdemos y dejamos de generar léxico nuevo. Al español de la ciencia hay que tomárselo muy en serio.
—¿Eso ocurre por la centralidad de las universidades de habla inglesa?
—Sí, y porque se promueve el uso del inglés como lengua franca. Hay una especie de capitalismo científico en el que al menos las universidades públicas no deberían participar, que es la competencia, porque los investigadores publican sus textos en revistas de alto impacto que pertenecen a grandes corporaciones, que pueden cotizar en bolsa, que son empresas y que imponen o estimulan la escritura en inglés. Y además, esa es una etapa donde la difusión de conocimiento no necesita prácticamente intermediarios, porque, un investigador puede subir su investigación en un archivo en PDF a la página web de su universidad. No necesitaría ni siquiera pasar por el intermediario de una revista científica. Pero entrar en esa competición de los factores de impacto de las revistas de alta visibilidad ha fomentado el uso del inglés y ha perjudicado a la publicación académica, que es algo de una gran tradición española. Las revistas argentinas y españolas de conocimiento son revistas que llevan décadas publicándose y que ahora se encuentran con que sus investigadores prefieren mandar sus originales a revistas estadounidenses o centroeuropeas.
—La pregunta obligada, aunque quizás ya algo pasada de moda, tiene que ver con el lenguaje inclusivo. ¿Como viviste toda esa discusión?
—Es cierto que ahí se ha reflejado una sensibilidad social mayor hacia la cuestión del feminismo, pero creo que hay un error de base en muchas consideraciones que se hacen sobre el sexismo lingüístico, porque la lengua no es sexista, es sexista el uso que hacemos de ella. La lengua tiene una categoría gramatical, que es el género que tienen algunas lenguas del mundo; ni siquiera la tiene la mayoría de las lenguas del mundo. El español la tiene, pero es un hecho relativamente extraño dentro del panorama de las lenguas del mundo. Y el español ha reflejado diversos avances sociales, el de las mujeres, por ejemplo, en el ámbito profesional. Hasta que no ha habido alcaldesas y doctoras y juezas no hemos generado esas palabras. Pero es la realidad la que crea la palabra, no la palabra la que crea la realidad. Podíamos poner ejemplos de cómo ha habido rasgos lingüísticos asociados al género que el español tenía en el castellano medieval y que ahora ha perdido.
Nuestros antepasados decían cosas como la carta, la escrita y concordaban en género, como se hace en italiano o en francés. Nosotros no lo hacemos. ¿Eran nuestros antepasados más sensibles y más respetuosos hacia las mujeres porque dijeran la carta, la escrita? No, en absoluto. A mí particularmente me generan desconfianza las iniciativas lingüísticas dictadas desde la institución que sea. Creo que el lenguaje es un consenso social y tenemos muchas muestras de cómo hemos ido, por ejemplo, construyendo nuevos femeninos, como los ejemplos que he dicho. Yo no soy usuaria, por ejemplo, de los desdobles de género, no digo ‘los españoles y las españolas’, no condeno el que lo use, me parece una opción personal, pero me siento perfectamente identificada y dentro de la expresión ‘los españoles’.
—Me gustaría preguntarte por el esperanto y su búsqueda de universalidad; la lengua planificada más hablada del mundo. ¿Cómo te resultan este tipo de iniciativas?
—Bueno, el esperanto es una lengua artificial en tanto que es creada; no es natural. La paradoja del esperanto es que en cuanto se ha extendido como se extendió, en cuanto ya hubo un grupo amplio de personas que hablaban en esperanto, incluso en su momento había familias que estimulaban en su casa que sus hijos adquirieran el esperanto como lengua materna, en cuanto ha ocurrido eso el esperanto se empezó a diversificar y hubo variedades regionales de esperanto. Esto nos muestra la preciosa organicidad de esta facultad que es la lengua, porque tendemos a modificarla y hacerla variar según nuestro contexto. Yo creo muchísimo más en las lenguas naturales que en las lenguas artificiales.
Lola Pons Rodríguez es filóloga de formación. Su interés por la lengua tiene origen en la literatura. “Yo era, como tantos otros jóvenes de mi edad, una buena lectora, una gran admiradora del hecho literario”, cuenta. Durante la cursada en la Universidad de Sevilla, hubo una materia que potenció ese interés germinal: Historia de la Lengua. Y un profesor: Manuel Ariza Viguera. “Por una parte se analizaba el texto, pero había una importante relación entre ese texto antiguo y la sociedad de la que emanaba. Se analizaba la lengua siempre desde el punto de vista de los hablantes, no como algo abstracto. Allí encontré mi sitio y me hice historiadora de la lengua en Andalucía”, recuerda.
¿Y qué lugar ocupa Andalucía en esa “red de dialectos” que es España? “El lugar donde nace el seseo, una configuración fundamental también dentro del español americano”, dice sobre aquella comunidad autónoma reconocida como nacionalidad histórica. “Y es el lugar donde nace la primera gran escisión dialectal del castellano en el siglo XVI. Actualmente, en España, aunque la norma general y estándar se identifica sobre todo con el español central y norteño, estamos asistiendo a una relevante valoración de las hablas andaluzas. En ese sentido, me siento muy satisfecha porque los filólogos contemplamos los hechos lingüísticos con mucho respeto y sin los supremacismos con los que a veces se ven socialmente”.
“La lengua que es fija es la dueña del cementerio” porque “la lengua que no cambia es la lengua muerta”, afirma. Y ejemplifica: “Por eso podemos estudiar latín ahora al igual que en 1823. Y podríamos tener el mismo libro de texto porque estudiamos latín clásico, que está fotografiado en un estado fijo. La lengua está viva porque es un hecho social, es un hecho humano y los humanos no paramos de cambiar. No vestimos como nuestros padres o abuelos ni hablamos como ellos. Es natural que a veces reaccionemos mal ante el cambio lingüístico. No hay nada más viejo que decir que cada vez se habla peor, que la juventud habla muy mal. Lo vienen diciendo los romanos desde el siglo III. Si la lengua no hubiese cambiado, seguiríamos hablando latín”.
—Otra cuestión es la tecnología, sobre todo en el cambio de pasar de escribir de forma manuscrita al teclado del celular. ¿Cuánto modificó eso la lengua o cuánto lo puede modificar incluso a futuro?
—Pues yo creo que muy poco, pese a la idea popular que dice que los teclados, los teléfonos móviles, las redes sociales y tal están estropeando el idioma, están modificándolo para mal, están estrechando nuestras capacidad expresivas. Pese a que eso se dice mucho, yo no lo creo en absoluto así,. Eso también se dijo cuando se inventó y se popularizó el telegrama, porque la gente para ahorrar hacía telegramas muy básicos donde ponía ‘llegué' y cosas así. Y también había cantos de sirena que decían que los telegramas iban a acabar con la comunicación rica y florida. Como cualquier persona, yo también cuando escribo con prisa, a lo mejor omito un punto final, evito una coma, pero lo relevante es no sacar esos rasgos de ese campo. Esos son convenciones que funcionan dentro de un canal que es el canal de la mensajería instantánea y que no funciona si yo te mando un correo electrónico de trabajo importante. Yo creo que lo que lo que perjudica la riqueza lingüística, lo que nos empobrece lingüísticamente es la falta de lectura. Cuando uno solo lee lo que teclea y lo que le teclean obviamente está limitado y tiende a reproducir ese discurso tecleado en otros contextos.
—Sin embargo, en El árbol de la lengua decís que la gente suele tener más confianza en las letras que en la oralidad, que en lo hablado, y que sigue teniendo un gran prestigio la palabra escrita.
—Sí, claro, prestigiamos la palabra escrita porque, como decían los latinos, scripta manent, y además le damos un gran valor casi fetichista, como decía un lingüista que se estableció aquí en Argentina, Ángel Rosenblat. Él habla del fetichismo de la ortografía, que es inevitable. Y que se da que pensamos que si, por ejemplo, tenemos dos letras distintas como la B y la V, han de ser sonidos diferentes, o que si tenemos una letra como la H será porque tiene que representar algún sonido. Bueno, eso es bonito y muestra la tendencia natural a buscar funcionalidad en cualquier hecho. Pero la ortografía tiene una parte de herencia y tiene una parte que no responde a ningún tipo de funcionalidad, sino a la tradición heredada.
—¿Y qué lugar juega en todo esto la Real Academia Española?
—Tanto la Real Academia Española como la Asociación de Academias de la Lengua Española, que están por todo el mundo, en toda América, Filipinas, Guinea Ecuatorial, tienen la labor de ofrecer productos lingüísticos, diccionario, pero también hacen gramática, ortografía, etcétera, que representan el uso estándar del idioma. Un uso que es cambiante. La normativa de la RAE hace cien años era diferente de la que hoy tenemos porque el estándar ha cambiado de cien años hasta ahora. Creo que como institución tiene un papel fundamental en el cuidado lingüístico. Tenemos que sentirnos satisfechos de que haya una institución que trabaje por la lengua, aunque sus decisiones puedan ser ocasionalmente controvertidas. Y que la decisión de las ortografías o de la definición de las palabras no está depositada en una editorial que publica un diccionario, como pasa en otros idiomas, sino en una institución académica.
—¿Otros idiomas no tienen una institución así?
—Algunos sí, por ejemplo el italiano. El francés tiene una academia. Pero en inglés no tiene. Y las decisiones en torno a cómo se grafía una palabra nueva están en el Oxford Dictionary o en el diccionario tal que publica una editorial privada. Creo que hay mucha confusión social en torno a que hace la academia, o al menos que hace actualmente la academia. No, no es un policía o no debe ser un policía que te dice cómo tienes que hablar. El diccionario no recoge las palabras correctas. El diccionario es un notario, no un policía, que fotografía la realidad. En la realidad hay de todo: palabras malsonantes, palabras despectivas, palabras arcaicas, palabras modernísimas. Todo eso lo refleja el diccionario. No te dice que las uses, te dice que existen.
—Venimos hablando de tecnología, de lenguaje inclusivo, de la producción científica, de los diccionarios. Si tuvieras que definir el momento que atraviesa el español, ¿cuál sería, si es que se puede pensarlo de esa forma?
—Sí, yo creo que nosotros, como hablantes, observamos algunos cambios lingüísticos. Claro, nos damos cuenta de que no hablamos igual que nuestros padres, que los jóvenes actúan, hablan distinto de nosotros. Eso es común con otras etapas, pero por encima de nosotros está la política lingüística, que también se llama la glotopolítica, de cómo se desenvuelve el idioma en el mundo. Yo creo que hay grandes retos para el español en estos momentos. Creo que el gran reto está en América, no tanto en España. Está en prestigiar el español como lengua de herencia en Estados Unidos: que el español de Estados Unidos se convierta también en una variedad del español, que tenga un registro elaborado, que no sea solo una lengua utilizada doméstica y oralmente, que no se pierda sucesivas generaciones.
Grandes procesos de contacto lingüístico han habido y se han perdido las lenguas originarias. Porque aquí ya no hay hablantes de italiano, aunque en su momento fuera una lengua de contacto masiva. O sea, el español de Estados Unidos es indudablemente un reto. Y también lo que tiene que ver con posicionar el español en el ámbito de la inteligencia artificial. Porque es más fácil enseñar a una máquina artificialmente una lengua estándar que enseñar todas sus variedades. La máquina tiene que entenderte a ti, como argentino, y a mí, como española; tiene que entender a un bonaerense y a un cordobés. Tendríamos que intentar que en esa inteligencia artificial no solo estuviera presente el español estándar, porque ese español estándar, por otra parte, no representa ningún hablante real.
—Así como te pregunté por las particularidades de los argentinos al hablar, ¿qué particularidades tiene el español respecto a otros idiomas?
—Lo más interesante del español desde el punto de vista analítico es la pronunciación: la enorme cantidad de variación en la forma de articular algunos sonidos. Lo que ocurre con la S en español: tenemos una especie de mapa diverso interno riquísimo sobre las distintas maneras en que colocamos la lengua para pronunciar la S. Cuántas variedades de S hay dentro de América, cuántas dentro de España. En el ámbito de la gramática es interesantísimo lo que ocurre, por ejemplo, con los pasados, con ese ‘cantado’ frente a ‘canté’. En España tenemos un paradigma no compartido por todos los españoles. En América hay un paradigma muy diferente, también influido por las lenguas en contacto, por ejemplo en Paraguay está muy influido por el guaraní. Y en lo que se refiere al ámbito léxico, déjame que hable un poco como parte interesada. A mí me parece emocionante encontrar en América palabras andaluzas que ya se han dejado de decir en Andalucía. Palabras andaluzas que me suenan a mi abuelo, a mi bisabuelo, que yo entiendo pero que yo no digo ya y que las encuentras aquí, vivísimas, dichas por gente joven como tú. Y dices: este andalucismo nos une y me revive a mí cosas que yo pensaba que habían desaparecido.
—¿Qué palabras, por ejemplo?
—Encontrar, por ejemplo, escrito cosas como almojábanas. O alfajor, que es una palabra que se usa en España pero muy concreta para una cosa que solo se consume en Navidad. Ese tipo de fenómeno sí es sobrecogedor. Yo creo que hay que tener mucho cuidado con asociar la lengua a los imperios, pero sí que en cambio veo que hay una especie de hermandad emocional en los idiomas y a mí al menos me la despierta cuando vengo a América.
—La última: si hubieses nacido en un país de habla inglesa, alemana, francesa o cualquier lengua que no sea el español, ¿creés que aún así serías filóloga?
—Sí, por supuesto que sí. Para mí la filología es una manera de vivir. Yo pienso en la lengua, y no digo como un mérito, casi que al contrario, como una manía, desde que me levanto hasta que me acuesto. Me fijo en cómo habla todo el mundo. Hago fotos de todas las palabras que veo en la calle. A mí la historia de la lengua me ha dado mi sitio en el mundo. A otras personas se lo han dado otras circunstancias y otras profesiones. A mí me lo ha dado la filología. Y al cielo volteriano de los ateos le doy las gracias porque existan.
[Fotos: Maximiliano Luna]