El azar ha querido que el mismo año en que la escritora chilena Lina Meruane ha recibido los premios Metropolis Azul y el Iberoamericano de Letras José Donoso al conjunto de su trayectoria, haya estallado en Israel y Palestina el mayor conflicto de los últimos cincuenta años. Esa casualidad trágica subraya una de las características fuertes de su figura, la de autora transfronteriza, que ha vivido largamente en ciudades como Nueva York o Berlín; y que buscó sus raíces radicantes en la tierra de sus abuelos: escribió sobre ello en Volverse Palestina (2012), que ahora es la primera de las tres partes de Palestina en pedazos (Random House, 2023).
“La cuestión del regreso a casa vuelve siempre. No importa dónde esté yo: la casa y su falta me convocan”, leemos en su segunda parte, Volvernos otros, una reflexión sobre cómo el colonialismo ocupa en paralelo el territorio físico y el lenguaje. En la tercera, Rostros en mi rostro, tras el viaje de regreso al país de los ancestros y tras el viaje por las palabras que crean un simulacro de realidad, Meruane expande la agrimensura y los alfabetos, porque finalmente el nomadismo y la condición palestina son universales, y la crónica que ensaya entra en la lógica de la traducción hasta concluir con unas líneas en árabe.
Se trata de un volumen hermano de Zona ciega (Random House, 2021), que también reúne tres piezas de no ficción, a partir de la enfermedad ocular que dio lugar a la novela Sangre en el ojo (Caballo de Troya, 2012). En ambos volúmenes se investiga en las formas de narrar no convencionales: si en Volverse palestina hay líneas tachadas o un uso político de la minúscula, en Zona ciega los fragmentos se mueven entre la cita, el microensayo, el destello poético, la anotación. Se trata, como siempre en Meruane, de encontrar una perspectiva inesperada sobre la enfermedad del cuerpo o la enfermedad del mundo. Porque su obra es siempre hospital y disección.
Tras la indignación que causó en la comunidad hebrea de Chile algunos fragmentos del libro palestino publicados en prensa, la escritora se pregunta si su crítica de las políticas israelíes –con su biocontrol militarizado o su impulso de los asentamientos de colonos, que se tachan de antisemitismo con la voluntad de neutralizarlas, como si la de Tel Aviv fuera la única democracia del mundo que está exenta de cualquier tipo de cuestionamiento– no le conllevará problemas futuros. Sin embargo, sigue escribiendo.
También el ensayo o diatriba Contra los hijos (Tumbona, 2015), o su activismo feminista le han traído contratiempos; pero ella se ha mantenido siempre firme, consciente de la necesidad de defender las ideas propias tanto cuando coinciden con las predominantes como cuando no. En ese sentido, Meruane es una intelectual clásica, que interviene políticamente en la esfera pública. Pero también es, quizá sobre todo, una maestra, en el aula y los medios, que se ha dedicado profesionalmente a la docencia y que ahora se vuelve una referencia para las nuevas generaciones. Se cierra así el círculo que abrieron con ella sus propias maestras, como Diamela Eltit o Carlos Droguett.
Esa figura, la del círculo, recorre la obra de la autora de Sistema nervioso (Random House, 2018), esa novela sobre una familia enferma que comienza con la imagen de un agujero negro. Para certificarlo, no hay más que leer los cuentos reunidos en su nuevo libro de relatos, Avidez (Páginas de Espuma, 2023). En ellos se repiten las formas circulares, sobre todo biológicas: los párpados, el ojo, el ombligo, el agujero en la carne, “el pequeño botón del deseo”. Sus personajes son casi siempre hijas que han perdido a sus padres, añoran la placenta o la incubadora, habitan un nido vacío; hermanas en tensión extrema; seres huérfanos que sobreviven en un horizonte adverso, amenazados por la soledad o la extinción.
Sus cuerpos son espacio de mutilación o podredumbre, de aberración o accidente, de heridas abiertas que supuran. Tanto en clave fantástica (la distopía carnívora de “Tan preciosa tu piel”) y de ciencia ficción (la hermana cíborg de “Doble de cuerpo”) como cuando el género es el realismo. Tras una ráfaga de voces narrativas infantiles y jóvenes, de hijas incómodas o rabiosas o abandonadas, el último cuento, “Ay”, construye magistralmente una voz de madre bífida, capaz de expresar sin puntos y aparte el amor y el recelo, el duelo y la esperanza, el reproche cruel con trasfondo de cariño: “Esa insolencia de maestra cincelada por el crédito universitario que nosotros habíamos decidido avalar con nuestro trabajo”; “un pecado de madre, un miedo terrible a perderte, qué más daba que mi sufrimiento tuviera un nombre dentro de un libro que yo no leería”.
La intensidad del texto es tal que parece alimentado por un latido autobiográfico. La abuela palestina de Meruane tuvo claro que el progreso pasaba por la educación. La escritora es perfectamente bilingüe –español, inglés– y ha podido combinar la carrera académica en Estados Unidos con las estancias de escritura y vida, gracias a las prestigiosas becas y premios que ha ganado (la Guggenheim y la DAAD, el Anna Seghers y el Sor Juana Inés de la Cruz). Su itinerario dibuja otros círculos, que traspasan el de la comunidad chilena de origen árabe o el de la Universidad de Nueva York y abarcan extensas regiones del mundo, que ha ido integrando a su universo literario.
Tras la pandemia, ha culminado en el ámbito de las letras en español lo que el crítico peruano Julio Ortega llamó durante años el turno del relevo. La canonización de autores nacidos en los años 70. En la constelación posible que forman Samanta Schweblin, Alejandro Zambra, Guadalupe Nettel, Juan Gabriel Vásquez o Mariana Enríquez, la obra de Meruane sale de América Latina y Europa y se desvía topográficamente hacia Oriente. En esos términos geográficos y por extensión políticos, tal vez tenga en Eduardo Halfon, que ha construido su poética a partir de la herencia simbólica de sus abuelos –uno libanés, el otro judío– un espejo parcial.
Su singularidad, no obstante, eclipsa las posibles convergencias (como ocurre, también, en todos nuestros coetáneos, más herederos de la unicidad de Roberto Bolaño que de los posibles rasgos generacionales del Boom). Algunas de las coordenadas de la topografía que ha dibujado en veinticinco años de libros serían la metaescritura, la conciencia extrema de la constante traducción y de la dimensión científica de lo real; el cultivo de todos los géneros; la indagación clínica en el cuerpo propio, el cuerpo social y la historia de la literatura; el impulso contracorriente y la incomodidad.
Una incomodidad que atraviesa todos los estratos: desde los órganos y sistemas corporales, a menudo desencajados o enfermos o mutantes, hasta la geopolítica global o la lucha también global por el derecho de las mujeres a decidir sobre su propia biología, pasando por el lenguaje, porque “yace la realidad, me recordé, pero la escritura zozobra cada vez que se emprende el delicado acto de otorgarle nombre”.
[Fptos: David Levenson/Getty Images]