Las cuatro palabras más temidas para un crítico de cine son: “¿Qué te ha parecido?”. Y nunca han sido más problemáticas que cuando se trata de Los asesinos de la luna, la esperada adaptación de Martin Scorsese del libro homónimo de David Grann de 2017.
En ese apasionante y magistral relato, Grann narraba con enfermizo detalle cómo un grupo de indios Osage de la Oklahoma de los años 20 fueron explotados, aterrorizados y asesinados en una serie de misteriosos crímenes. No fue una completa sorpresa que los culpables resultaron ser los vecinos blancos -políticos, hombres de negocios, amigos e incluso seres queridos- que se hicieron pasar por aliados y protectores de los Osage. Aunque el crimen acabaría siendo resuelto por agentes de una organización naciente llamada Bureau of Investigation (más tarde conocida como FBI), lo que impulsó Los asesinos de la luna fue la forma cuidadosamente calibrada por Grann de ampliar el alcance de la fechoría, a medida que lo que inicialmente parecía una ciudad animada y plural se transformaba en un microcosmos de la expansión capitalista estadounidense, en su forma más despiadada, rapaz y racista.
Scorsese, que trabaja a partir de un guión que ha escrito con Eric Roth, elimina el suspenso que Grann generó con tanta maestría en su libro. Tras un prólogo en el que se representa un ritual funerario de los nativos americanos y una introducción a modo de noticiero en donde se explican las vastas reservas de petróleo que convirtieron a los Osage en el pueblo más rico del país, pone en marcha la narración. Un tren transporta al veterano de la Primera Guerra Mundial Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio) hacia Fairfax, Oklahoma, donde pretende buscar fortuna bajo la dirección de su tío Bill “King” Hale (Robert De Niro). En los primeros 20 minutos de Asesinos de la luna, Hale le explica al poco brillante Ernest que los Osage son “el pueblo más bello y hermoso de la Tierra de Dios”, antes de añadir que se puede ganar dinero reclamando los derechos de los indios sobre el petróleo que hay bajo sus tierras tribales, mediante el matrimonio, el asesinato o cualquier otro medio necesario.
La decisión de Scorsese de exponer el plan sin rodeos priva a Los asesinos de la luna del elemento crucial del suspense: cuando Tom White (Jesse Plemons), de la Oficina de Investigación, aparece a las dos horas, el público sabe perfectamente quién es el culpable (como Scorsese ha repetido varias veces en entrevistas, esta historia es un quién-no-lo-hizo). Lo que nos queda es una taxonomía de la maldad espantosa, a veces demasiado aburrida, cuando el codicioso y estúpido Ernest sucumbe al hechizo venal de Hale, a la vez que se enamora y se casa con una mujer Osage llamada Mollie.
Interpretada con serena sabiduría por Lily Gladstone, Mollie es la conciencia moral de Los asesinos de la luna. Pero es sobre todo una víctima, lo que significa que a menudo queda relegada a un papel de sufrimiento pasivo, aunque amargamente conmovedor. Aquí los malos son los que hacen las cosas, como en las películas anteriores de Scorsese, pero ahora su impunidad no es una cuestión de cumplir deseos escapistas y de hacer diabluras. En su lugar, posee lo que probablemente ha tenido siempre: los ritmos mezquinos y pesados propios del mal en su forma más banal. Con la boca fruncida en forma de marioneta, DiCaprio ofrece uno de sus retratos anti carismáticos de boca entre dientes (más The Revenant que El lobo de Wall Street), mientras que De Niro encarna a Hale como una versión casera de uno de sus goombahs neoyorquinos. Scorsese llena el reparto de secundarios con músicos como Jason Isbell y Jack White; el más impresionante, con diferencia, es Sturgill Simpson, que aporta un bienvenido destello de humor socarrón como uno de los secuaces de Hale. (La partitura musical, del fallecido Robbie Robertson, consiste principalmente en un ostinato de línea de bajo melancólico).
No cabe duda de que Los asesinos de la luna refleja un cambio de energía que es defendible -incluso necesario- desde un punto de vista ético. Narrativamente, ese giro da como resultado una película que, todo hay que decirlo, se siente desprovista de la energía y el vigor que los espectadores asocian con el Scorsese más estimulante. En los últimos años, con películas como Silencio y El irlandés, los aficionados se han visto obligados a ajustar su metabolismo y calmar su hambre de emociones vicarias. Al igual que esas películas, Los asesinos de la luna es un asunto más lento, más metódico, a veces más aburrido.
Sin duda, los contornos generales coinciden con las películas policíacas más famosas de Scorsese. Hay momentos en los que los planes de Hale se parecen a los robos y “golpes” de Buenos muchachos, e incluso hay un par de ecos plano a plano. Pero aquí, la villanía está silenciada, tan sucia y desaturada como la paleta de colores del director de fotografía Rodrigo Prieto. A medida que el descaro y los cadáveres se acumulan, las estafas dejan de ser vuelos de fantasía arrogante para convertirse en tareas que hay que soportar. (Aquí no hay planos secuencia del club Copacabana ni solos de piano de “Layla”).
Si Los asesinos de la luna no es tan puramente placentera de ver como las películas más canónicas de Scorsese, eso no significa que carezca de belleza, ni siquiera de audacia. Algunos de los momentos más trascendentes captan el torbellino de la vida en el condado de Osage, desde sus bodas hasta sus comidas familiares; muchos tienen como protagonista a la madre de Mollie, Lizzie (Tantoo Cardinal), cuyas experiencias al borde de la muerte se representan en impresionantes vuelos de realismo mágico. El caótico pueblo de Fairfax, donde la gente va a caballo y en coches de carreras por la calle principal, es un fascinante revoltijo del Viejo Oeste y la modernidad, su barniz de optimismo y progreso coexiste de forma inquietante con el Ku Klux Klan y los disturbios raciales liderados por los blancos en Tulsa, a sólo 65 millas de distancia. Al igual que en el libro, el subtexto de Los asesinos de la luna es lo que podría haber sido, ya que un breve sueño de tolerancia y coexistencia se convierte en un ejercicio de robo cultural y financiero.
Como obra histórica y de concienciación política, Los asesinos... es irreprochable; dramatiza una grave verdad -sobre la depravación, la destrucción y el autoengaño que subyacen a la idea estadounidense- que ha permanecido enterrada durante demasiado tiempo, especialmente en el cine. Pero esa nobleza de propósitos plantea preguntas incómodas sobre lo que constituye un cine fascinante, o al menos una película fascinante de Martin Scorsese. Con 3 horas y media de duración, la película pone a prueba la tolerancia del público a los ensayos episódicos de malas acciones; para cuando llegamos al inevitable drama del tribunal (con un Brendan Fraser, presente en el reparto de manera casi distraída), los procedimientos parecen rutinarios y anticlimáticos.
En algunas entrevistas, Scorsese ha explicado que él y Roth reescribieron el guión original de Los asesinos de la luna para dar más espacio a los Osage, pero también para contar su historia desde dentro. A pesar de esos esfuerzos, su punto de vista nunca llega a ser más profundo que el de un observador alerta y atento. Y eso a pesar de su evidente apego emocional a Mollie, una conexión que se hace evidente en el epílogo de la película, en donde el director crea una escena que se siente a la vez emocionalmente distante y conmovedoramente acertada. Es sorprendente, autoconsciente y extrañamente en sintonía con esta admirable y fastidiosamente desigual película. En otras palabras, es totalmente Scorsese.
Fuente: The Washington Post
[Fotos: Gentileza Appe TV]