Algo nuevo
Optimus no tiene cara. Tiene un casco satinado. Un óvalo de plástico y metal encima de los hombros. El óvalo en el que esperaríamos ver ojos, mueca, gesto, es un caparazón negro que refleja. Una curvatura. Espejado en parte, brillante. Podemos mirarnos a nosotros en Optimus, si lo enfrentamos, pero no a él. Podemos sacarle una foto, si queremos, con el pulgar presionando la superficie tersa del teléfono, a nuestras caras, viéndose en la ausencia de su cara.
Optimus es un robot. No hay nada en él que no sea eso. Todo partes y piezas y circuitos. Lo hicieron en Tesla, la empresa de Eleon Musk, uno de los hombres a los que le toca encarnar en nuestra época el oxímoron de la filantropía billonaria. La idea es que Optimus aprenda y ayude y mejore la vida de la humanidad entera. La idea, dice Musk, es que libere a las personas de tareas repetitivas y tediosas. Lo muestran poniendo y sacando formas geométricas de unos cajones, distinguiendo formas y colores, manipulando con precisión. Para que podamos ver. Para que tengamos una idea de que eso puede hacer. También, imaginamos, si se le dieran las órdenes precisas, podría tocar un timbre y alejarse rápido, podría matar una mosca en vuelo, podría hacer grullas de origami, imitar con la mano un gesto obsceno.
Aunque no es necesario, aunque no le produce ningún bienestar, ningún placer, Optimus puede hacer yoga. Hay videos que lo muestran adoptando poses, contorsiones. La idea es mostrarnos que puede. Que, si nosotros queremos, él puede. La idea es que, si le damos de comer en la boca impulsos, actitudes y ademanes, mohines y maneras, Optimus aprende y suma habilidades. Nos libera de eso que Musk dice que no nos gusta, que no nos sirve, que podemos no hacer.
Sin cara, Optimus obedece y, basado en la omnipresente Inteligencia Artificial, decide. Optimus no tiene cara, pero nos ve sin ojos, nos pide sin boca. No hay agradecimiento, consternación, alegría ni enfado. No hay emociones en el caparazón negro que nos refleja. En el aparato al que le dejamos hacer las cosas que no queremos hacer, no hay nada.
Algo viejo
Smile! grita sin decir nada la carita circular amarilla que, con dos óvalos negros y una línea curva, sintetiza desde hace 60 años la alegría del mundo. Esa carita feliz, reina de los emojis, no vino del cielo ni creció en un árbol, no la recibimos de una inteligencia superior, no la cultivamos pacientes, dejándola madurar a su tiempo, separándola de la rama como un limón maduro. La hizo alguien. El artista y diseñador estadounidense Harvey Ball (sí, Ball) por encargo de su jefe, el vicepresidente de una compañía de seguros en Worcester, (¿dónde si no?), Massachusetts. El pedido era inventar una imagen para mejorar la moral de los empleados en un momento en que la empresa se tambaleaba. Ball contó que diseñó la carita en diez minutos y que le pagaron 45 dólares. Ese rato de su vida, esa circunstancia, aunque se convirtió en fenómeno planetario, siguió siendo para él siempre eso. Una cosa que hizo, una cosa por la que le pagaron porque otros no querían hacerla: cuando le preguntaban si le inquietaba que otras personas estuvieran ganando millonadas con su carita feliz, él respondía “Me pagaron por el trabajo. ¿Y sabes? Sólo puedo conducir un carro a la vez y comer un bistec a la vez”.
Un buen tipo, pareciera, Harvey que, sin mala intención, abrió la puerta de un infierno colorido y doméstico: los emojis.
A esos dibujitos les fuimos cediendo la palabra y el gesto. Podemos expresar sin necesidad de mover un músculo, de escribir ni decir una letra más de 2.800 ideas, conceptos, emociones. Cara con ojos de corazón, cara lanzando un beso, cara sacando la lengua, cara sonrojada, cara sorprendida. De todos los emojis, según algunas fuentes blandas y arbitrarias que entrega una búsqueda en Internet, el más popular no es el smile puro, sino su versión exultante: la cara con lágrimas de alegría (Lo tienen, ¿no? es el emoji que llora de la risa). Lo que más hacemos sin hacer es reírnos hasta llorar. Porque, si nos reímos con la cara y el cuerpo, al “jajaja” o al emoji citado le agregamos una aclaración que nos haga más presentes. Ponemos: “me reí de verdad”. Si no es el caso, igual tenemos para dar esa limosna gestual redonda y amarilla. Sin mentir, aprendimos a no reírnos cuando nos reímos. Gracias a esas caritas dibujadas, podemos prescindir de las nuestras.
Algo prestado
Hay dos caras que son nuestras. Una: el ojo izquierdo achinado, al borde del tajo, casi, una línea; el derecho, abierto y redondo, la bolita lechera, la boca de un pez. Encima, la ceja izquierda recta, una visera, la derecha (lo más importante del gesto, lo esencial) arqueada y en puente, un doblez.
La otra: menos evidente, plana, apenas una declinación del semblante atento y despierto. El cuello que se inclina como si tuviera el viento, un efecto que dobla y tuerce y deja así en esa posición de espera a la cabeza. Nuestra cara de nada, llena de nosotros y de todo lo demás vacía. Los labios pegados lejos de cualquier palabra, la vista relajada, los párpados a media asta. Una invitación al “¿Qué te pasa?”, al “¿Todo bien?”, al “¿Cómo estás?”.
Heredamos de cada rama familiar una cara. No nos legaron choznos, abuelos y padres, campos, ni fortuna, ni una alcurnia que abra puertas de salones y brindis colgada como medalla en los apellidos. Nos dieron lo inevitable: química y fisiología y modos de actuar y pensar y comportarnos. Pero sobre todo eso: nos dieron dos caras suyas que ahora son nuestras. No hay otra cosa que esos gestos en la herencia que ostentamos.
Somos nosotros porque podemos, a veces, no tener cara. Ninguna cara. Ni mis hijos. Ni mis hermanos. Sabemos mirarnos en esa cara sin nada. O, cuando hace falta, usar la otra, arquear la ceja, quedarnos con lo nuestro y dudar de lo que nos ofrece el mundo. En forma de robot, en forma de emoji.
Algo azul
Existieron en mi infancia unos discos chiquitos. Se llamaban Musicuentos y eran grabaciones de fábulas y cuentos clásicos representadas por actores. Venían en unos sobres de papel verdes o rojos con ilustraciones siempre algo tétricas y desusadas. Los tonos de la piel y de la ropa de Pulgarcito, Cenicienta y Ricitos de Oro no tenían brillo, eran opacos y la anatomía de los animales parlanchines que los acompañaban se ajustaba a sus referentes verdaderos sin las redondeces y la rechonchez amable que ofrecían las películas de Disney. Queriendo entretener, más que nada, daban miedo. Por lo menos a mí. Por lo menos a los seis años. En esas noches.
Antes de dormir, los escuchábamos a veces, mis dos hermanos y mi mamá, con la luz prendida en el pasillo. Teníamos varios Musicuentos, pero me acuerdo de uno. Pinocho. Un palo crudo; una silueta sin ropa y con una especie de cofia religiosa blanca puesta en la cabeza. Corría y gritaba. Siempre iba a pasarle algo terrible. En uno de los episodios, ese Pinocho estaba casi muerto, colgaba de un árbol. Por pedido del Hada Azul, su protectora, lo rescataba un búho, lo arrastraba después hasta una habitación, un perro. Así eran las cosas para el Pinocho de palo crudo. Tremendas cada vez. Una atrás de otra. En esa, para revivir, era necesario que tomara un remedio amargo. Como se resistía a abrir la boca, la voz de una mujer que escuchábamos nosotros casi dormidos, él casi muerto, le prometía que, hacia el final del jarabe inmundo, habría una dulzura. Pinocho y nosotros esperábamos miel, almíbar, caramelo, chocolatada, pero lo que llegaba después del asco, era la cara del Hada Azul. Luminosa y sonriente, felicitándolo. De ella era la voz y, cuando Pinocho se daba cuenta, gritaba: “¡Mamá!” “¡Mamita!” Eufórico, devuelto a la vida. Todo era alegría otra vez.
Mi mamá escuchaba con nosotros el mismo cuento mil veces. Cuando nos dormíamos, supongo, levantaba la púa, apretaba el botón que apagaba los sonidos y las luces del día acabado. Hacía todo lo que no hacía nadie más. El Hada Azul tenía una cara dibujada, seguro. Opaca y genérica. Rubia, amarilla, sonriente. Pero yo no me la acuerdo. En el fondo de la taza que salvaba a Pinocho, veía cada vez la cara de mi mamá. Y así empezaban todos mis sueños a los seis años, con esa cara suya abriendo la fantasía y el descanso, mientras mamá cerraba la puerta y volvía azul, iluminada, a la noche oscura.
[Fotos: @Tesla_Optimus; AP/Paul Connors; REUTERS/Ibraheem Abu Mustafa; Disney Enterprise Inc.]