Werner Herzog es un genio. Probablemente, esta sea una verdad irrefutable y las películas que filmó, al contexto en que las realizó, su inexorable objetivo de transmutar la experiencia de lo humano en una obra cinematográfica, sean pruebas que la convalidan. Pero la extraordinaria novela El crepúsculo del mundo (su primera novela editada por Blackie Books) lo viene a confirmar, a recontraconfirmar y a hacer de esta verdad una sentencia divina.
La novela comienza con una anécdota personal. El autor cuenta que de visita en Japón, en una cena formal, le comunican que el emperador Akihito lo invita a una audiencia formal en el Palacio Imperial. De inmediato, sin pensar, responde que de qué podría hablar con el Emperador, que sería un cúmulo de formalidades; sin darse cuenta de que estaba rechazando conocer, tal vez, a una persona que muy pocas personas conocen en el mundo. Le preguntaron entonces: “¿A quién quiere conocer?”. Y Herzog respondió: “A Hiroo Onoda”. Y así empieza una obra literaria con una hondura que continúa el camino herzogiano de indagar, en la soledad del hombre, a la humanidad.
Se ha dicho que los personajes de los films de Herzog, la mayoría basados en personas reales de la historia, expresan el desafío y la angustia (la aventura, la locura, el fracaso) del hombre frente a la inmensidad y que también señalan la soledad que circunda a estos seres excepcionales. La obra maestra (y segundo largometraje de Herzog) Aguirre, la ira de Dios muestra cómo un grupo de conquistadores españoles, enardecidos por la fiebre del oro que provocaba la búsqueda de la ciudad perdida de El Dorado, se hacían al Amazonas con el signo de la ambición, la traición, la locura y la muerte. Comenzaba así la infernal relación entre el forajido actor Klaus Kinski, que interpretaba a Aguirre, y el director. La siguiente película lo consagró en Cannes, cuando en 1974 presentó El enigma de Kaspar Hauser, basada en la vida de una persona encontrada en su segunda década, luego de haber vivido enclaustrado desde los tres años, sucio, sin poder comunicarse, desencontrado de un mundo al que era lanzado desde el encierro.
El film muestra a ese hombre que se convertía en un fenómeno de feria a principios del siglo XIX, adoptado como una mascota por un noble, luego como muestra viva del “buen salvaje” rousseauniano, asesinado misteriosamente luego. “Oh, the humanity”, se podría haber dicho entonces, como se dijo tantas veces luego. Fitzcarraldo, de 1982, es probablemente su película ficcional más potente por esa combinación de voluntad demencial, arrojo, temeridad y el empeño vigoroso en causas de magnitudes gigantescas; más allá de que el fracaso asome como la opción más probable.
Otra vez en la Amazonia, Kinski interpretaba esta vez al irlandés Brian Fitzgerald, conocido como Fitzcarraldo en Brasil, un empresario del caucho a fines del siglo XIX, que había decidido engrosar su fortuna transportando el caucho directamente en una embarcación que, para lograr ser emplazada en el sitio de extracción, debía subir y bajar una montaña. Herzog decidió reproducir la hazaña misma: subiendo el barco y poniendo en peligro la propia vida con el fin de filmar del modo más realista la demencial aventura —es decir, filmar demencialmente—. El resultado es maravilloso, claro.
Una digresión. Se señaló la relación infernal entre Herzog y Kinski. Luego de filmar Nosferatu (¡qué película, por favor!) se habían juramentado nunca volver a trabajar juntos, ni verse, ni hablarse, ni saludarse si llegaban a cruzarse en una esquina. Es que Kinski era tal vez el actor más fanático y temperamental de la historia, una exageración que bien podría ser real. En sus memorias Todo lo que necesito es amor se refiere así a Herzog: “Es un individuo miserable, se me pega como una mosca cojonera, rencoroso, envidioso, apestoso a ambición y codicia, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y un farsante de la cabeza a los pies. Su supuesto ‘talento’ consiste únicamente en torturar criaturas indefensas y, si hace falta, matarlas de cansancio o asesinarlas. Nadie ni nada le interesa, a excepción de su penosa carrera de supuesto cineasta. (...) No tiene la menor idea de cómo se hace una película. Ya ni intenta darme instrucciones. Hace tiempo que ha renunciado a preguntarme si estoy dispuesto a llevar a cabo sus aburridas chorradas, ya que le tengo prohibido hablarme”.
Habían filmado cinco películas juntos, cinco duetos o duelos de megalomanía (como quiera expresarse), con los riesgos que ello implica. Eran relaciones tormentosas. Kinski era un provocador. Herzog había amenazado con matarlo y luego suicidarse si abandonaba el rodaje de Aguirre, la ira de Dios. Ante las peleas interminables, uno de los jefes de la tribu amazónica que formaba parte del elenco, le ofreció a Herzog asesinar a Kinski para que todos se lo sacaran de encima. Todo esto fue documentado por Herzog en el documental Mi enemigo íntimo y en la crónica de la filmación de Fitzcarraldo Conquista de lo inútil.
Pero Herzog era así. Seducir, enfrentar y, finalmente, dirigir a Kinski era una epopeya. Tiene también una larga carrera como documentalista (en la que se destaca Grizzly man, sobre un hombre que decidió estudiar a los osos salvajes de Alaska, vivió entre ellos durante diez años y cuando pensó que había domesticado su ferocidad, unos osos lo mataron y se lo comieron, junto a su novia, que acampaba junto a él). Y también es un gran regisseur de ópera. Qué otro género dramático si no, podría combinar con su personalidad.
Entonces volvamos a la novela. A Hiroo Onoda. Al militar japonés que comandó un batallón de cuatro personas en una isla filipina con la misión de sostener las fuerzas del emperador hasta que regresaran las tropas japonesas. El problema es que Onoda y los hombres bajo su comando nunca fueron notificados de la rendición de Japón ante los Estados Unidos. Por lo tanto, Onoda continuó la guerra durante 29 años más. Como se dijo, un hombre (unos hombres) frente a la selva inmensa de refugio, a la guerra inmensa que nunca acaba, frente a una batalla eterna hasta la muerte.
El texto de Herzog relata cómo se produjo el encuentro entre un joven japonés que se había propuesto encontrar ese batallón perdido (los hombres a las órdenes de Onoda asaltaban poblaciones en la isla de Lubang, no dejaban que se acallara su presencia) para demostrarle que la guerra había llegado al fin. Luego, el texto recorre esos años en la selva, la relación entre los hombres del batallón, la disciplina frente a una misión que no debía traicionarse, los razonamientos para concluir que no había señales del fin de la contienda. Un narrador omnisciente se introduce en la mente de esos soldados en la soledad de su misión bélica, contra un enemigo que existe en una percepción basada en un razonamiento quizás lógico, aunque el lector sepa equivocado. Y entonces la angustia de ese batallón inunda la percepción del mundo.
Es un drama existencial que se construye en un laberinto de maleza selvática, idéntico a sí mismo cada día (que es un día idéntico a sí mismo cada vez). Se trata de una novela sobre el honor y la desesperación muda, y también sobre la verdad. Porque, ¿no tenía razón Onoda? ¿No seguía la guerra en la región? ¿No había guerra de Corea, guerra de Vietnam? “La verdad es que la guerra no ha terminado, lo que pasa es que ha cambiado de escenario”, dice Onoda al joven que va en su búsqueda.
Herzog conoce finalmente a un Onoda anciano. Y relata el regreso del hombre al mundo y también su resistencia a regresar a él. (En cierta medida, otra vez aparece la historia de Kaspar Hauser, que comienza el mundo después del mundo). Y surge la pregunta borgeana que se hace Onoda, sobre si no es él alguien que está siendo soñado. Luego, también la emoción.
La novela es de una hondura humana enorme. Tal vez el hombre sólo lo es cuando se enfrenta a la inmensidad, que ha sido la constante pregunta en la obra de Herzog, y desde los escondites de la selva, el hombre frente al honor y la duda (y otra vez la muerte) es cuando más se puede preguntar por la existencia, tal vez porque la repetición de la rutina de la guerra de guerrillas contra un enemigo inexistente permita el tiempo para la indagación.
Herzog vuelve. De la mejor manera. Con literatura viva. Se puede decir, también, que ante los acontecimientos de la actualidad, vale la pena repetir las palabras de Onoda: “La verdad es que la guerra no ha terminado, lo que pasa es que ha cambiado el escenario”.
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