Fui, vi y escribí: Miramar, mon amour

Una novela, memorias de infancia y el orgullo y la incomodidad de ser judía, enlazados por la guerra en Oriente Medio. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

"Corriendo por la playa. Valencia", de Joaquín Sorolla (1908)

Hola, ahí.

Tenés un nombre, una familia, una historia. Una memoria colectiva que se transmite por generaciones, tejida a base de amor pero también de persecuciones feroces y conflictos dramáticos con pueblos vecinos.

Tu formación alberga términos y conceptos singulares, ceremonias y celebraciones que heredaste; ritos y narraciones que modelaron tu identidad. Llevás con vos canciones, una lengua perdida, una cultura que persiste a través de los siglos. Y también humor, un humor especial que emerge entre las desgracias y que es motor de la resistencia.

Tu vida entera está asociada a una palabra que genera en muchos rechazo y prejuicio, una palabra que en lugar de calificar, descalifica. El desprecio por tu origen no es nuevo, cada tanto queda asordinado por el desprecio mayor hacia otro origen pero siempre surge una nueva oportunidad para exprimir el odio por los que son como vos.

Tenés el orgullo y la incomodidad de ser judía. Nadie dijo que era fácil.

"Mar de Zarauz", de Joaquín Sorolla (1910). Fundación Museo Sorolla.

Los libros saben esperar

Hace algunos días, antes de que los comandos de Hamas ingresaran a los kibutzim del sur de Israel para arrasar —lejos de todo signo de humanidad— con hombres, mujeres, ancianos y niños, tomé un libro de la mesa en la que los libros me esperan.

Sí, tengo en mi habitación una mesa donde hay decenas de libros que me esperan. Son los que separo porque me llaman la atención pero que, de pronto, no requieren urgencia en términos de agenda periodística. Libros que leo por ganas, por interés de vieja lectora; libros que me llaman la atención desde una tapa o un título o que sé que son buenos por cosas que leí sobre ellos o, también, porque llegan a mí por las recomendaciones de otros lectores en los que confío.

También hay algo que excede las explicaciones. Porque creo en cierta vida propia de los libros, me gusta pensar que muchas veces consiguen hacerse un lugar desde una magia singular que llega con un pedido sordo: leéme.

Y entonces, sí, cuando esos libros que se bancaron con discreción y humildad la espera me gustan, pueden convertirse en libros especiales, de esos que voy a regalar seguido.

El libro del que te hablo se llama Miramar y es una novela de la escritora argentina Gloria Peirano, que cuenta la historia de Victoria, quien desde su presente de mujer divorciada y madre de Julia, una nena chiquita, regresa a su pasado y a su infancia quebrada por una muerte temprana, la de su padre, y, antes de esa muerte, a la agonía privada en una habitación a oscuras y con la entrada prohibida para los chicos, salvo excepciones.

”Salimos de la habitación. Mi madre cierra otra vez la puerta. En ese instante, tocan el timbre. Yo sigo con las manos entrelazadas en la espalda. Así estaré toda la tarde, y así también llegaré a la noche, cuando mi padre haya muerto, y así las pondré siempre cuando quiera estar a salvo”.

"Miramar", de Gloria Peirano, fue publicada por Alfaguara.

La narradora pertenece a la generación que aún leía y soñaba con las protagonistas de Mujercitas, la novela de Louise May Alcott, y su situación personal, la de tener que cuidar a un moribundo, la acerca a aquellas hermanas March que desde la literatura ya marcarán su vida. Hay un juego secreto entre la hija de diez años y el padre de rostro macilento que espera la muerte en su cama: Victoria ha convencido a su padre de que le permita disfrazarlo de Beth, la sufriente hermana enferma de escarlatina. Lo hacen cuando se quedan solos. Sí, se quedan solos: a veces la madre toma a su hermano de la mano y sale de casa, intempestivamente, como quien necesita respirar y deja a la niña como responsable del enfermo.

”Es un hombre muy flaco, ahora, pero todavía tiene la piel rosada. Para mí, que tengo diez años, es un viejo enfermo. Tiene movimientos calculados, como una marioneta. El eje de sus maniobras está en las articulaciones.

Se pone el vestido negro con escote redondo y puños de encaje sobre el pijama, sin levantarse. La pollera le queda fruncida a la altura de la cadera. Después le paso la cofia gris. Se la pone y me pregunta si le queda bien.

— Soy Beth— dice cuando está listo.”

Miramar es el relato de esa enfermedad, de esa muerte y también de la viudez de la madre de la narradora, que construye —como todos— una memoria a su medida, un relato poroso que lleva a su hija a desconfiar. La novela no es un conjunto de postales del pasado sino que alberga además una intriga, una pregunta que obsesiona a la protagonista y es con quién habló por teléfono su padre antes de morir. Hubo un llamado, hay algunas referencias y sobre todo muchas preguntas.

Ante el empecinamiento de Victoria por conocer la verdad (una verdad que su madre calla y que su hermano menor prefiere desconocer), habrá respuestas, habrá un amor fuera de aquella casa de la ciudad pero dentro de la casa de la playa y, finalmente, un velo descorrido sobre la vida secreta del padre muerto.

Victoria narra en primera persona y se propone ser rigurosa con el relato del pasado. Hay una frase que se repite en la novela, con ligeras variantes, como mantra de fidelidad a los hechos, como si esto fuera posible, como si el pasado no fuera siempre un mosaico de impresiones. “Quiero ser precisa (u honesta) con el uso de las palabras”, dice la narradora. La reconstrucción de la memoria familiar está cruzada por la muerte pero también refulgen en ella las postales felices y de los veranos de playa, a comienzos de los setenta.

Una casa en Miramar es el centro de esa memoria, pero yo también quiero ser precisa con el uso de las palabras: no es una casa, es un chalé. Un chalé con un jardín con rosales, verdadero Paraíso para un padre bancario y poco deportista, reacio a la arena y al mar, que de pronto bajaba a la playa recién por la tarde, para liderar el regreso de la familia al hogar. Una casa que luego de la muerte del padre de familia, durante algunos años será alquilada para correrse de la pena, pero que más adelante seguirá siendo escenario de los veranos familiares como una tradición.

“Julia me pide que le repita muchas veces la historia de la casa. Tal vez sea porque vio varias fotos de esa época, y esas imágenes de sus padres tan jóvenes la deslumbran. Ella no sabe que yo, incluso en esos años felices, sentía el viejo miedo. Ya estaba allí, mientras pintaba el techo de la galería o posaba junto a María, en una de sus visitas de ese verano, frente a la entrada de la casa. Julia no sospecha que yo había sido una niña alcanzada por la luz de la muerte, y que esa huella no podía borrarse con la voluntad como sí podían eliminarse los rastros de los anónimos veraneantes. Escondido en el brillo de mi sonrisa, casi imperceptible, estaba el antiguo terror a perderlo todo, tan virulento como el de los primeros años después de la muerte de mi padre”.

Sorolla pintaba escenas de nadadores y de niños jugando para captar las transparencias de las aguas y el efecto del sol en constante movimiento, indican los curadores del Museo Sorolla.

Casas en la playa

“Las casas de vacaciones son la cosa más triste del mundo”, escribe Peirano, y pienso que es posible, que sí, que sean la cosa más triste del mundo pero tal vez lo son justamente porque entregan también las mayores alegrías, los momentos familiares extendidos, las escenas que van a quedar clavadas, como la sombrilla en la arena, para siempre en la memoria.

“¿Te diste cuenta de que la mayoría de las fotos que tenés exhibidas son en la playa?”, me preguntó mi hija el otro día, mientras repasaba esa exposición antigua y amarillenteada por el tiempo que aún tengo a la vista, repartida entre estantes de bibliotecas y la tapa del piano que está en el living. Fotos de cuando hacíamos copias para nosotros y para los abuelos, de cuando no había redes sociales que nos sirvieran de revista “Hola”. Fotos que hoy son viejas, viejísimas, pero en las que se nos ve tan jóvenes y vibrantes que me resisto a quitarlas de la vista, como si fueran no solo la prueba de un momento inolvidable sino también un estímulo para la felicidad.

Esa que está ahí ya no soy yo, pero fui. Si la sigo viendo, si nos sigo viendo, me aferro a ese modesto esplendor.

La novela de Peirano me parece preciosa por la historia que cuenta y por cómo lo cuenta. Por el modo de ir y venir de los tiempos, por el cuidado sobre la lengua y las formas del relato y por una respiración de la prosa que es fruto de un trabajo esmerado y sensible. Pero más allá del talento narrativo de su autora, era imposible que una novela llamada Miramar no despertara mi curiosidad.

Miramar, en la costa atlántica argentina.

Entre las viejas fotos familiares que conservo guardadas, la enorme mayoría son de fotos de playa, también. Fui con mi familia a Miramar muchos veranos en mi infancia y en mi adolescencia. En el momento más vigoroso de la historia de amor de mis padres y también cuando todo comenzaba a caerse a pedazos. Y cuando digo mi familia, que se entienda bien, hablo de familia ampliada a todos los extremos de la mesa: papá, mamá, mi hermana, mis tíos y tías y mis primos. A ver, pienso mejor, por una cuestión cronológica, sobre todo mis primas.

Eran tiempos en que Miramar era la playa elegida por la colectividad judía para veranear, de modo que pasar los veranos en ese fragmento de playa de la costa Atlántica se parecía mucho a disfrutar de una vida de club entre amigos o, depende la conversación que tuviera lugar, a algún bar de una esquina del Once, en la zona más nutrida de los comercios de entonces.

Hace unos años, en otra publicación, recordé así ese tiempo inmóvil de los veranos eternos.

“Fanny Feigue mamá juega a la canasta y se ríe. Se ríe mucho, a carcajadas y mirando para arriba con los ojos casi cerrados, como se ríen las otras mujeres que juegan con ella en la playa, del lado de adentro de la carpa blanca, como se ríen muchas otras mujeres en otras carpas blancas, que están una al lado de la otra. Todavía me pesa en la panza la milanesa con papas fritas que comimos sentados en esa misma mesa ahí adentro hace un rato pero así y todo estoy bajo el sol, aunque no me dejan ir al mar todavía, por más que insisto. No me quema el sol; mi piel es buena dice mi mamá, no soy sensible como mi papá, que a veces tiene la piel manchada porque no puede estar al sol mucho tiempo. No usamos protector, no lo usa ni siquiera mi hermana, que es más chica y tiene la piel más blanca que yo, casi como mi papá. Negrita, me dice mi mamá; dice que soy negrita, y les muestra a las amigas de la playa mis piernas flaquitas y marrones, mientras me sube un poquito la malla, para que se vea el contraste. Estoy descalza, tengo el pelo muy corto, lacio y rubio. Mi traje de baño es de una pieza, tela a cuadritos como de mantel, tengo el pecho al aire. Sentada con sus amigas, mi mamá me pone mirando hacia afuera de la carpa y les muestra a las chicas mi espalda oscura. Mientras les dice algo en idish, pasa su mano de uñas rojas larguísimas sobre mi piel de cinco años lisita y bronce y después me abraza fuerte con su brazo derecho, mientras con el izquierdo sigue teniendo las cartas en abanico.”

"Muchachas en la playa", de Joaquín Sorolla.

Pogrom, la palabra olvidada

En la mañana del sábado 7, tomé contacto desde muy temprano con algunas de mis primas que viven en Israel. En principio forma parte de un gesto automático, que se repite cada vez que hay episodios serios como atentados o ataques de algún tipo sobre el territorio donde viven. Voy a permitirme una ironía, pese a la gravedad del ataque: por una cuestión generacional, hasta ahora nunca había tenido la oportunidad de preguntarles a mis familiares si habían sido afectados por un pogrom.Y es que lo que vivieron los israelíes del sur que fueron atacados el sábado fue eso, un pogrom, una palabra que había quedado relegada al rincón de la historia de los judíos en la Rusia zarista de fines del siglo XIX y principios del XX.

Miembros de una organización que no solo no reconoce al Estado de Israel sino que tiene como principio básico su eliminación masacraron a familias enteras, exhibieron sus cadáveres como trofeos, atacaron a viejos, a mujeres y a niños, destruyeron sus propiedades y secuestraron a al menos 150 personas a quienes tienen hoy como rehenes, mientras grababan cada segundo de su “gesta” con el objeto de intimidar y mostrarle al mundo entero la capacidad de violencia y crueldad sin límites de la que son capaces en su afán fundamentalista.

A propósito de esto, de la nueva forma de propaganda del terror que se propone reclutar fuerzas encendiendo las peores pulsiones a través del sadismo, recordé una frase de V13, el libro en el que Emmanuel Carrére registró los detalles del juicio por los atentados terroristas del viernes 13 noviembre de 2015 en París.

”La propaganda nazi no mostraba Auschwitz, la estalinista no mostraba el gulag, la de los Jemeres Rojos no mostraba el centro de torturas S.21. Normalmente, la propaganda oculta el horror. Aquí lo exhibe. El Estado Islámico no dice: es la guerra, tenemos el triste deber de cometer actos horribles para que el bien triunfe. No, reivindica el sadismo. Para convertir, utiliza el sadismo, lo exhibe, permite ser sádico”.

"V13" (Anagrama) es el libro en el que Emmanuel Carrére registró los detalles del juicio por los atentados terroristas del viernes 13 noviembre de 2015 en París.

Y me empiezo a enojar con los que no entienden, con los que no consiguen entender la diferencia entre la población civil y su gobierno. O, mejor, los que no entienden esta diferencia en el caso de Israel, porque sí lo hacen cuando se trata de otros países. Me empiezo a enojar con quienes no se tomaron un segundo para ver o leer la magnitud del linchamiento criminal de Hamas y comenzaron a hacer declaraciones altisonantes contra Israel, haciendo responsables a los israelíes de su propia tragedia.

Los ciudadanos israelíes no son el gobierno israelí de Netanyahu, del mismo modo que el pueblo palestino no es Hamas, que gobierna la Franja de Gaza desde 2007.

Esto que describo, esta especie de confusión explosiva, no está ocurriendo solo en Argentina, donde gran parte de la izquierda radical, para acomodar la historia a sus ideas, decidió transformar un ataque criminal organizado en una muestra de resistencia desesperada. ¿En serio podemos llamar “resistencia desesperada” a la ignominia que vimos todos y en todo el mundo en directo, como los terroristas se ocuparon de mostrarnos? ¿Realmente vamos a creer que lo que ocurrió el sábado representa la voluntad del pueblo palestino en su totalidad? ¿O que actos de esa naturaleza pueden ayudar a terminar con los enfrentamientos, a llevar la paz a la región y a devolverles la dignidad a los palestinos?

Podría estar horas escribiendo, enojada como estoy, en contra de intelectuales y políticos que encuadran todo en el excel de sus ideas y que en nombre de su supuesta sensibilidad se olvidan de lo más básico: ser humanos. Como esas mujeres que en sus perfiles de las redes sociales se definen como “defensoras de las mujeres” pero, sin embargo, no hicieron ni un comentario ni un cuestionamiento sobre los secuestros de las jóvenes israelíes, las violaciones denunciadas y las humillaciones públicas a las que las sometieron y, en cambio, salieron con pancartas y declaraciones a brindar por lo que llaman la defensa del pueblo palestino.

Para estas mujeres, que se declaran feministas, evidentemente las israelíes no son mujeres.

O no tienen los mismos derechos que el resto de las mujeres.

O se merecen el dolor y la muerte.

'Niños en la playa' (1904), de Sorolla.

Miramar son mis primas

Pero te contaba que, en cuanto empezaron a conocerse las malas noticias, me puse en contacto con mis primas para saber si estaban bien, si sus hijos estaban siendo movilizados por el ejército, para saber si estaban tranquilos, si tenían miedo. Para abrazarlos a todos a la distancia.

Una vez que iniciamos el diálogo más fluido, mientras intercambiábamos información sobre la coyuntura dramática, busqué hablar de otra cosa, una manera de reencontrarme con momentos felices de nuestras vidas.

Yo ya estaba trabajando en este envío, en el cual Miramar, mi familia y la guerra se cruzan dramáticamente, y por eso quise, también, volver a juntarme con mis primas en la playa. Imaginé por un momento ese encuentro y les mandé mensajes con preguntas alejadas de la violencia y el miedo.

Para ser precisa con las palabras, como diría la Victoria de Gloria Peirano, les pregunté qué era para ellas Miramar.

Con Debora, que se fue de Argentina a los 7 años, hablamos de la niñez más lejana que compartimos en esa playa y me comprometí a mandarle en estos días copias de algunas fotos que conservo, en donde estamos todas, nenas hermosas y pura promesa, con la piel tostada y la sonrisa a pleno, como deberían estar todos los chicos del mundo todos los días.

”Miramar es nuestra adolescencia, nuestros atardeceres y amaneceres. Música, guitarras, mi primer beso, momentos inolvidables. Horas de libertad, el veraneo de buena vida con grupos de amigos alrededor de nuestra carpa, desde el mediodía hasta la hora de la oscuridad. Y papá, que llegaba los fines de semana”, me respondió Nora, seguramente recordando a mi tío Benito, que murió el año pasado, y mientras esperaba noticias de sus hijos y rogaba que Israel no iniciara la fase terrestre de la guerra en Gaza.

Diana, mi prima que vive en Buenos Aires y es una de las grandes lectoras que me recomienda esos títulos que a veces quedan en la mesa que sabe esperar de la que te hablé antes, tuvo recuerdos bastante parecidos.

”Miramar era la libertad de moverse en bicicleta de un lado para otro, en una ciudad en la que te sentías segura, como que nada te iba a pasar. Con esa discrecionalidad, con tus amigos, como si las paredes de tu casa se agrandaran y toda la ciudad fuera una especie de ‘tu casa’. Uno vivía a una cuadra para allá, el otro vivía a dos cuadras para acá. Mi recuerdo es eso, de una sensación de libertad y de seguridad al mismo tiempo. Ahora, mientras te digo esto, pienso también en el disfrute de la playa y del mar, desde ya. Iba a decirte algo sobre la familia y de estar juntos, pero la verdad es que lo que me quedó no es eso sino justamente lo contrario, lo de poder hacer una vida más allá de la familia. Pero viste cómo son los recuerdos, que van siempre atravesados de otras cosas…”.

"Playa de Biarritz, Francia", de Joaquin Sorolla

Palabras viejas que hablan de hoy

Me gustaría adelantarme a quienes, con el dedo en alto, posiblemente me preguntarán —si leen esto— adónde estaba yo cuando… (completar con lo que corresponda).

Como dije al comienzo, nadie dijo que iba a ser fácil. Soy periodista hace muchos años y el tema de Oriente Medio regularmente domina la agenda política internacional. Escribí y hablé sobre el tema muchas veces, aunque mucho menos que otros colegas porque muy temprano me prometí evitar el tema todo lo posible. Ocurre que no soy buena en la adversidad, no me estimula que me linchen. Tengo poca espalda para los energúmenos, rechazo visceralmente a los antisemitas y me enfurecen quienes sobreactúan progresismo pero se olvidan del humanismo.

En enero de 2009, durante una de las guerras en Gaza, escribí una columna de la que extraigo este fragmento:

”No tengo ningún conflicto irresuelto con mi identidad cuando cuestiono las políticas guerreras del gobierno israelí: sería difícil salirme de mi propia historia. En mi firmamento judío brillan Baruj Spinoza, Martin Buber y la resistencia del gueto de Varsovia comandada por Mordejai Anielewicz. No me parece cuestionable creer en la paz y en el progreso si eso significa plantarme frente al opresor, aunque se trate de mi padre. No voy a dejar de ser judía por quedarme del lado de las madres que sufren por sus cientos de chicos muertos en una cacería desenfrenada. Más miedo me da pensar en dejar de sentir como un ser humano, y eso sí que sería un verdadero conflicto de identidad”.

Cementerio militar de Mone Herzl, en Jerusalem. Imagen de los funerales de personas asesinadas durante el ataque a Israel por hombres armados de Hamas que ingresaron desde la Franja de Gaza, el sábado 7 de octubre. (REUTERS/Ronen Zvulun)

Varios años después, en 2014, el caldo volvió a ponerse espeso a partir de otra guerra. Y escribí esto:

”Me fastidia tener que aclarar todo el tiempo que no comulgo con las políticas bélicas del Estado de Israel, porque nadie me pide con tanto énfasis mi opinión sobre la represión del gobierno de Al Assad en Siria, ni sobre las pasadas incursiones armadas rusas en Chechenia, acciones que tampoco celebré ni celebro. No apoyo ninguna guerra. No apoyo a ningún ejército de ocupación. No apoyo a ningún gobierno guerrero expansionista. No apoyo a ningún grupo fanático que quiera arrogarse el derecho de decidir por otros basados en sus interpretaciones de la letra religiosa. Desprecio a quienes creen que hay vidas que valen más que otras, como a quienes eligen el terror como método político y a los que niegan el Holocausto.

Estoy en contra de los fundamentalismos; no recibo instrucciones de líderes políticos ni religiosos ni me merecen simpatía quienes, escudándose en supuestos preceptos religiosos, condenan a las mujeres al exilio interior o directamente a la lapidación o decapitan a los que consideran “infieles”. Los niños muertos son niños muertos, siempre. Las ejecuciones sumarias, la violación de mujeres y la muerte de civiles son también siempre condenables.”

Es triste ver que mis palabras podrían describir un escenario contemporáneo pero, en realidad, siguen siendo las mismas desde hace años porque el conflicto sigue ahí. Si hay algo bueno en esto de tener documentado lo que pienso, es que me plagio y me celebro a mí misma por mi constancia: sigo pensando igual. Siempre voy a estar del lado de los civiles afectados por la guerras que disponen las autoridades por ambición, por ceguera, por fanatismo.

Ese es mi único credo.

"Paseo a orilla del mar", de Joaquín Sorolla y Bastida (1909).

Te dejo esta vez por unos días más: recién volveré a escribirte el miércoles 25 de octubre, es decir, luego de las elecciones.Ojalá pensemos mucho y bien hacia dónde ir. Nos deseo a todos mucha suerte.

Te recuerdo mi correo, por si te dan ganas de escribirme: es hpomeraniec@infobae.com.

Todas las imágenes que recorren este envío, salvo la tapa de la novela Miramar, de Gloria Peirano, son pinturas del español Joaquín Sorolla.

Hasta la próxima.

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