Hola, ahí.
Soy una persona promedio, una chica común, digo. Fui una alumna normal; naturalmente había materias que me interesaban más que otras y, como le sucede a la mayoría, siempre fui sensible al encuentro con maestros apasionados por lo suyo, de esos que, lejos de cualquier mezquindad, buscan transmitir ese fuego, esa pasión.
Fui docente universitaria, sigo enseñando de manera irregular y a lo largo de los años varios colegas más jóvenes se formaron conmigo en las redacciones en las que estuve. Sin embargo, lo que más me gusta es seguir aprendiendo. Y no hablo de eso de “cuando enseño aprendo con los que aprenden conmigo”, hablo de incorporar nuevos conocimientos y entusiasmos, de aprender de los que verdaderamente saben y, sobre todo, tienen ganas de compartir ese saber.
Marcelo es Puán
Días atrás pude ver Puán, la ingeniosa comedia de Benjamin Naishtat y María Alché que se estrena esta semana y que acaba de ganar en San Sebastián dos premios importantes: uno para el guión —de los mismos directores— y otro para un actorazo, Marcelo Subiotto, una cara y un talento del cine y el teatro argentinos que hasta ahora no había tenido la oportunidad de lucirse como protagonista.
En la película, Subiotto es Marcelo Pena, un profesor de Pensamiento Latinoamericano en Filosofía y Letras de la UBA que un buen día pierde a su amigo y mentor, Eduardo Caselli, quien era el titular de la cátedra y muere de un infarto mientras corre en la calle. Esto sucede en la primera escena de la película, con música de fondo de Charly García (“El se cansó de hacer canciones de protesta y se vendió a Fiorucci”, Dos cero uno).
Marcelo es Puán y Puán es Marcelo. El único fuego que puede encender a un hombre como él es el del conocimiento y el de la transmisión de ese conocimiento en las aulas. Sus ojos se iluminan cuando enseña a Hobbes o a Rousseau; fuera de ese ámbito es un ser anodino, bastante torpe, buen marido, sí, buen padre, también, pero absolutamente lejos del atractivo de aquellos que pisan fuerte en cualquier vereda.
Muerto Caselli, Marcelo se ve perdido. Es el dolor por el duelo, pero es sobre todo la pérdida del conductor lo que desorienta al protagonista, que ni siquiera se anima a pensar que le llegó la hora de crecer profesionalmente y hacerse cargo de la cátedra que conoce como nadie.
Será recién con la llegada de Rafael Sujarchuk (un ampuloso y seductor Leonardo Sbaraglia), un ex compañero de cursada devenido celebrity de la Filosofía que hace años vive y enseña en Europa y que, además, está viviendo un romance con la famosa Vera Motta (Lali Espósito), que Marcelo se verá desafiado a salir de su lugar de segundón. Esto ocurrirá cuando Sujarchuk, sorprendentemente, decida presentarse al concurso para tomar la cátedra de Caselli.
Al duelo entre modelos de intelectuales por tomar la herencia del gran Caselli (uno solo piensa en reformular un programa viejo y perimido; otro no puede imaginar otra cosa que rendirle homenaje perenne al viejo amigo y maestro) le sigue un evento de índole política, en el marco de la crisis económica e ideológica que atraviesa el país (y también el mundo, paremos con la excepcionalidad argentina): la UBA ya no puede pagar los sueldos y todo indica que la universidad no podrá seguir en actividad.
Llegó la hora de tomar la calle.
Hay una escena que me resulta particularmente conmovedora y es el momento en que Marcelo —quien sigue aturdido aunque no puede expresar sus emociones— entra al escritorio del amigo que acaba de morir. Esos libros que colman las bibliotecas fueron leídos, acariciados, subrayados por alguien que ya no está y que se llevó con él todas las reflexiones que le suscitó cada lectura en su momento, algo de lo que escribí en el envío pasado.
La tremenda actriz Alejandra Flechner (siempre exacta en el tono, tan virtuosa para emocionar como para hacer reír) compone el personaje de la viuda del maestro muerto, una mujer que con la herida abierta decide que hay vida después del duelo y observa desde cerca el fenómeno del “terrenito” y una cierta forma de dependencia de algunos intelectuales. Ella no es puaner, pero conoce muy de cerca lo que significa pertenecer a ese club.
”Qué compulsión que tienen ustedes de atarse a la facultad, como si ahí se terminase el mundo…”, le dice a Marcelo, y en esa frase se inscribe un cuestionamiento que también le hace post mortem al hombre que amó.
Mi Filo
Dudo que a esta altura alguien lo ignore: Puán es desde hace varios años la variante de lo que fue “Filo” durante décadas, una palabra que nombra el edificio y las carreras que componen Filosofía y Letras y lo hace a partir del nombre de la calle en la que se cursa.
Yo no estudié en Puán sino en la avenida Independencia (el primer año de mi carrera de Letras) y luego seguí en Marcelo T. de Alvear, donde salí a la calle en una sentada imborrable en plena guerra de Malvinas y en donde vivimos el regreso de la democracia y, con ella, la vuelta a las aulas de profesores que habían estado prohibidos, exiliados, escondidos durante la dictadura.
Rendí la última materia, Literatura Argentina II, en julio de 1986, embarazada de mi hijo mayor. Conservo un par de fotos que son testimonio de ese momento fundamental en mi historia personal. Allí se me ve junto a Beatriz Sarlo, la titular de la materia, mi brillante profesora entonces y mi maestra por siempre.
Aunque, como te contaba, no cursé en Puán 480, pleno barrio de Caballito, sí dicté clases entre finales de la década del 80 y comienzos de los 90, cuando me sumé a la cátedra del crítico y ensayista rosarino Nicolás Rosa, Teoría Literaria III. También allí programé en 1991, junto al Centro de Estudiantes o la Secretaría de Extensión Estudiantil, “Conversaciones en Puán”, un ciclo de entrevistas a escritores, cuando recién arrancaba en el periodismo cultural.
Los nombres de los entrevistados de esas semanas son figuras centrales de cualquier historia de la literatura argentina: Adolfo Bioy Casares, Osvaldo Soriano (hubo un petit escándalo puanesco a partir de esa visita ya que, pese a que fue exitosa y hubo aplausos, Soriano fogoneó la leyenda de que había hablado ante un auditorio hostil), César Aira (cuando todavía daba entrevistas a medios argentinos) y Fogwill.
A veces me sorprendo de mi audacia de entonces.
Un Stoner en Caballito
A diferencia de otras culturas como la estadounidense, en la Argentina no hay gran tradición de “literatura de campus”, es decir, historias que transcurren puertas adentro de una institución universitaria, espacio con sus propias reglas, modelos de rencillas y tipologías humanas que no se parecen a ninguna otra.
Mientras pensaba en la película (un festival de personajes bien delineados y actuados con sensibilidad por actores y actrices como Cristina Banegas, Julieta Zylberberg, Andrea Frigerio, Camila Peralta, Mara Bastelli, Héctor Bidonde y la extraordinaria Liliana Juárez), reconocía en Marcelo a tantos profesores distraídos, desarrapados y hermosos que conocí a lo largo de mi vida; héroes leves y ensimismados que no le prestan atención al aspecto y son capaces de sentarse arriba de un pañal sucio pero nunca sueltan las carpetas y los apuntes que llevan abrazados; seres que solo sienten que son alguien adentro de un aula, como dice el personaje de Subiotto en un momento.
La historia de la película de Naishtat y Alché no es forzadamente admirativa ni complaciente con el mundillo Puán, en donde las ideas se enseñan y también se militan fuerte. La frivolización, la pose y las miserias humanas están a la orden del día, como en cualquier otro espacio con menos densidad intelectual.
Lejos de los maestros potentes o seductores de novelas como La mancha humana (Philip Roth), Desgracia (Coetzee) o Sobre la belleza (Zadie Smith) o de películas como La sociedad de los poetas muertos (de Peter Weir, con el inolvidable Robin Williams), el Marcelo de Subiotto tiene algunos puntos de contacto con el Stoner de John Williams y su magia de guerrero inmóvil, una magia tibia, despintada, pero que alcanza para convertirlo en un personaje inolvidable.
Mirá esta frase de Stoner: “Había llegado a ese punto en el que le asaltaba, con intensidad creciente, una cuestión de una simplicidad tan aplastante que carecía de recursos para afrontarla. Se empezó a preguntar si su vida merecía la pena, si alguna vez la había merecido”.
Puán trata sobre una batalla pequeñita entre dos hombres que se miden entre sí pero también permite ver una batalla mayor entre las diferentes formas de entender el mundo y las ideas, algo que se revela en el contexto universitario pero también en el trabajo extra con el que complementa su salario el profesor de filosofía, quien le dicta clases particulares a una anciana millonaria empeñada en elevarse por el saber.
Como una postal del presente inquietante, en uno de los estantes de la biblioteca del difunto profesor Caselli, en esa escena emocionante de la que te hablaba recién, un portarretrato exhibe la tapa de un ejemplar de la Constitución, que lleva una bandera como ilustración y una leyenda que advierte: “En caso de que peligre la democracia, rompa el vidrio”.
Medialunas con Jonathan Franzen
Fue durante una mañana dorada, en el marco del FILBA. Los organizadores del evento programaron en la librería Eterna Cadencia de Palermo un desayuno de prensa con uno de los grandes protagonistas del festival, el estadounidense Jonathan Franzen (Illinois, 1959), uno de los más importantes escritores en lengua inglesa, autor de novelas como Las correcciones y Pureza, y ensayos como Más afuera.
Franzen es un autor no solo central por la calidad de su literatura sino también por sus opiniones contundentes sobre temas de la agenda política y ambiental, alguien con presencia relevante en el debate público y con lectores en todo el mundo que son lectores y también fans. Hubo un desayuno con él y fui invitada. Es cierto: los periodistas estamos cada vez más pobres pero cada tanto seguimos tocando el cielo con las manos.
Llegó algo demorado y somnoliento, pero se tomó el tiempo para responder cada pregunta sin perder ni la amabilidad ni el humor.
Bebió un capuccino, comió medialunas, contó que se estaba preparando para viajar durante dos semanas a los Esteros del Iberá y a Salta para hacer avistaje de aves (su otra pasión, además de la escritura) y habló bastante sobre la inteligencia artificial (cuestionó la falta de voluntad política para regular la materia), las redes sociales e internet, entre el recelo y el desprecio por todo lo que provoca adicción —incluso a él mismo— y quita los ojos humanos de la lectura. Dijo que series buenas y de calidad como The Wire o Los Soprano no son competencia de la literatura sino que podrían verse más bien como un subgénero de la novela y las relacionó con las novelas y folletines del siglo XIX.
Habla y lo escucho; en el mismo espacio hay varios colegas muy profesionales que hacen preguntas inteligentes, interesantes. Me pasa que me pierdo en su camisa gris arremangada hasta los codos, su jean azul y sus botas cortas, negras. En su barba de dos días y en el modo que se abraza las rodillas cruzadas cuando responde a alguna pregunta. En cómo cierra los ojos para pensar y en lo blanco que tiene el pelo. Lo blanco y finito.
Ahí está un escritor enorme y, a la vez, un señor como cualquier otro, que ya cruzó la barrera de los 64. Estar cerca de alguien a quien admirás mucho por su obra y con quien ni siquiera compartís la lengua o los códigos básicos de tu cultura es también sorprenderte por su humanidad.
Siempre recuerdo una entrevista colectiva en la que participé en la NASA, en Houston, y en donde entrevistamos al director y los actores de la película Space Cowboys: Clint Eastwood, Donald Sutherland, Tommy Lee Jones y James Garner. Ya sé, me envidiás fuerte.
Fue en el año 2000, casi estoy segura. Yo hice mis preguntitas en mi inglés modesto pero había algo que me distraía y eran las suelas de las botas marrones de Clint, que podía mirar sin disimulo, y a unos centímetros nomás, porque él había acomodado sus piernas cruzadas arriba de la mesa, a lo sheriff.
O tal vez no fue así. Y en realidad pude ver en detalle esa suela simplemente porque en esa sala de la NASA yo estaba muy cerca del hombre, que cruzó una pierna sobre la otra, apoyando el tobillo sobre la rodilla.
Como haya sido la cosa, lo que más me alucinó entonces fue ver lo gastadas que estaban esas suelas. Clint Eastwood había ido al encuentro de la prensa internacional para hablar de su nueva película y no se había ocupado de ponerse botas nuevas y eso lo hizo aún más grande a mis ojos de fan: los artistas tienen la cabeza en otra parte.
Pero vuelvo a Franzen, que está ahí nomás, cómo no preguntarle algo. Sé que escribe sus novelas en tercera persona y que cree que la ficción contemporánea en algunas de sus mayores expresiones —como las obras de Rachel Cusk y Karl Ove Kausgard— se parece cada vez más al ensayo. Su defensa del narrador en tercera está incluida en su famoso decálogo de consejos para novelistas, algo que, según contó, hizo a pedido del diario The Guardian y hoy “parece inscripto en piedra y recién bajado de la montaña”, dijo en broma y comparándose con Moisés.
Ok, ok, pero contanos por qué es mejor elegir siempre la tercera persona, Jon (así dice que lo llaman).
”La tercera persona es una de las grandes invenciones de la historia de la humanidad. Entonces, ¿por qué no usarla?”, dijo, a la vez que señaló que le parecía que la primera persona era limitante y que debía usarse excepcionalmente. Dijo también que creía que esta tendencia a la primera persona a la que asistimos en el presente posiblemente tiene que ver con un “miedo generalizado a ofender” o a ser criticados (y cancelados) por otros.
“Nadie puede criticarte si escribís en primera persona, nunca vas a ofender si hablás desde vos mismo”, buscó explicar el auge de la autoficción. Dijo, también, que las veces que quiso escribir en primera persona sobre su vida no le salió muy bien.
No estoy de acuerdo.
En “Manhattan, 1981″, que al igual que el decálogo puede leerse en El fin del fin de la tierra, su último libro de no ficción, Franzen recuerda su llegada a Nueva York un verano ardiente, junto con su novia V. —ambos jóvenes a punto de terminar la universidad; ambos, incipientes escritores— y su ingreso a un departamento subalquilado e “irremediablemente sucio”.
Esta temporada en la adultez pero sin salario le ofrecerá la posibilidad de un trabajo como peón en una construcción irregular que lidera su hermano, en un clima de enfrentamientos raciales, “antes de que la gentrificación llegara a su cénit, antes del encarcelamiento masivo” y cuando “la ciudad parecía un dibujo en blanco y negro”.
Hay amor, hay llanto, hay discusiones de pareja. Hay una pantera negra de peluche que alguien olvidó en el departamento. Hay un vecino anciano, demente y racista que merodea amenazante y hay avenidas que marcan un límite cultural, cuya trasgresión puede resultar en un error mortal. “A mi me atraían estéticamente las ciudades pero tenía un miedo morboso a que me pegaran un tiro”, recuerda el narrador.
Me gusta mucho y está escrito en primera persona.
Julia hace todo bien
Ella es una de esas mujeres que me encantan. Me parece bella y atractiva como me parecen bellas y atractivas mis amigas, en un estilo cercano y humano. Pero no es solo por una cuestión estética que me gusta Julia Louis-Dreyfus (que también, ojo, no desmerezco eso en absoluto) sino que me parece una persona inteligente y encima es una de las mayores comediantes que vi en mi vida.
Su Elaine en Seinfeld me lleva a extremos de risa que visito poco, diría que como si fuera posible pensar en un cruce entre los relatos o guiones de Nora Ephron y las mujeres alteradas de Maitena. Su caracterización como Selina Meyer en Veep, esa vicepresidenta incompetente y pendiente de sus asesores, siempre a los arañazos para llegar a la presidencia y retener las oportunidades que se le escapan o que le birlan los más pícaros, es deslumbrante.
Su Eva de Enough Said (Una segunda oportunidad), la comedia que protagonizó junto con James Gandolfini y que se estrenó luego de la muerte del inolvidable Tony Soprano es tal vez el personaje más equilibrado de Julia, una masajista divorciada que atiende a mujeres ricas de Los Ángeles y que encuentra nuevamente el amor a los 50. “Estoy cansada de ser graciosa”, dice Eva en un momento, en alguna de las sesiones, mientras amasa cuerpos ajenos y escucha los “dramas” de mujeres que no tienen los mismos problemas que ella.
Pues bien, entusiasmada por mi amiga Laura (una de esas personas que sabe recomendarme aquello que me va a interesar), y bajo la eterna ilusión de perfeccionar mi oreja para el inglés (la de mejorar mi pronunciación ya la abandoné), hace unos días comencé a escuchar el podcast Wiser Than Me (Más sabias que yo) un ciclo de entrevistas a mujeres mayores y admirables, que Julia Louis-Dreyfus, a los 62 años, conduce con gracia y sensibilidad.
Ella se propone aprender de esas mujeres mayores de 75 con el objetivo de llegar más preparada a la tercera edad, o el Tercer Acto, como lo llama Jane Fonda, la primera de las entrevistadas. Llegar más preparada a la vejez incluye también alistarse para la muerte, un tema que aparece en las conversaciones. Julia busca aprender de sus entrevistadas y nosotros aprendemos de todas ellas.
La charla con Jane Fonda es un ida y vuelta deslumbrante entre dos mujeres sagaces y experimentadas. Julia le pregunta todo lo que le viene a la cabeza y Fonda responde sin prejuicios: está arrepentida de sus cirugías porque le hubiera gustado envejecer con su verdadera cara, usa consoladores para darse satisfacción sexual, desistió de estar con hombres porque tomó conciencia que nunca es verdaderamente ella misma si está en pareja, sigue haciendo ejercicio físico aunque más lento, el ambientalismo es hoy su gran causa y tiene todo organizado para cuando llegue su muerte, incluso el modo en que quiere ser vestida en la hora final.
El otro programa que escuché es el que tuvo a Isabel Allende como invitada: te aseguro que no tiene desperdicio, algo que suele pasar con las entrevistas a la escritora chilena, que se ocupa muy bien de mantener el interés de la audiencia bien alto y ahí arriba.
En la charla con Julia, Allende habla de la relación que tuvo con su madre (con quien durante décadas se escribió a diario), la que tuvo y tiene con sus hijos y nietos, la libertad que da envejecer en relación a las cosas que uno privilegia cuando ya no necesita satisfacer los deseos de otros, los bombones de marihuana que come para tener sexo con su actual marido, Roger, octogenario como ella, los tiempos que se toma para la escritura, la importancia que tiene el entrenamiento que tuvo como periodista para nunca sufrir el síndrome de la hoja en blanco.
Ambas hablan además de la maternidad y de cómo tener un hijo puede convertirse en el momento de la mayor felicidad y también de los mayores temores y culpas, y reflexionan sobre el nacimiento y la muerte como momentos cercanos por la conmoción que provocan, como si estuvieran ligados por la escala de un ciclo natural. En ese punto de la conversación es imposible no emocionarse: Allende recuerda la muerte de su madre en sus brazos, partiendo tranquila, la de su padrastro renegando porque no quería morir y también recuerda el momento más triste de su vida: el momento en que su hija Paula murió en su casa y acompañada de toda la familia, a lo que le enhebra un momento de gozo: un año después de la muerte de Paula nació su nieta, en una secuencia que reproduce, de alguna manera, ese orden natural del que hablaban antes.
Julia pregunta y escucha. Sabe hacer ambas cosas muy bien. Se conmueve en el momento justo sin sobreactuar y al final de cada episodio, como haría cualquiera de nosotras si la tuviéramos viva, llama por teléfono a su madre y le cuenta con quién estuvo y cómo fue la conversación.
Una verdadera delicia.
Lectores que escriben cartas
El envío pasado y la pregunta por el destino de las ideas y las impresiones de lectura cada vez que muere un lector tuvo como respuesta correos hermosos, con historias y reflexiones que vale la pena compartir. Aquí van fragmentos de algunos de ellos.
”Me emocionó mucho porque como lector de toda la vida, y ya voy por los 83, he formado una amplia biblioteca. Nunca quise desprenderme de los libros que he leído porque me gusta atesorarlos y verlos y leerlos nuevamente, pero en los últimos años siempre viene a mi mente que será de ellos cuando me vaya. Tengo dos hijos pero en estos tiempos no hay lugar en las casas, no sólo para los libros sino para tantos objetos, fotografías en sus álbumes, y las plantas de mi amplio patio que he cuidado durante más de 60 años, morirán conmigo por falta de riego. Bueno; nuevamente te agradezco la emoción profunda que me provocaste”. (Guillermo T.)
”Mi abuelo materno murió antes de que yo naciera. A mis 15 años leí Los Miserables, en su libro....subrayado por él....entonces...¡lo conocí! Sentía en cada línea su mensaje, como si a mi lado me señalara lo que debía atender, sentí su guía. Ese libro me marcó como ningún otro. Y me vinculó a mi abuelo”. (Cristina A.)
”Estimada Hinde: Al leer su nota sobre lo que muere cuando muere un lector, recordé una anécdota de cuando daba clases de literatura en escuelas secundarias. A los alumnos les daba una lista de títulos para que ellos eligieran qué leer. En una ocasión, una alumna trajo unas diez novelas, mayormente clásicos, en sus envoltorios originales para que la asesorara. Me llamó la atención. Me contó que las compraba su abuela para leerlas cuando se jubilara pero que lamentablemente había fallecido antes. Me pareció un fuerte símbolo de tantas cosas que posponemos sin sentido”. (Andrés L.)
”Me encantaría poder pasarle a alguien, cualquiera, todas mis lecturas... Tuve muchas veces esa idea. Puedo ser feliz pensando que me queda muchísimo por leer todavía.” (Lucía M.)
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Comienzo a despedirme. Te dejo mi mail por si querés escribirme para opinar o para contarme alguna historia: es hpomeraniec@infobae.com.
Me gustó especialmente escribir sobre el tema del aprendizaje y, sobre todo, lo hermoso que es rodearse de gente que enseña naturalmente porque contagia su pasión.
No quiero cerrar esta carta sin decir una vez más lo importante que me parece preservar todo lo bueno que tenemos y supimos construir. Alfonsín era ambicioso y su certeza de que con la democracia se come, se cura y se educa todavía está en deuda. El mismo Alfonsín corrigió su famosa frase años después, cuando dijo que “con la democracia se come, se cura y se educa pero no se hacen milagros”.
A 40 años del regreso de la democracia, no pedimos milagros. Pedimos gente capacitada, sensible y con voluntad política para levantar este país sin destruir lo bueno que aún tenemos.
Viva la universidad pública: ahí sí está la verdadera libertad de aprender.
Hasta la próxima.
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