Y en el principio fue Lucía Seles

El cine de la directora premiada en Bafici 2023 es como una religión que toca lo más profundo y lo más superficial del ser humano, ese abismo insondable que somos. Esa y otras ideas flotan en este texto

Escena de "The Urgency of Death" (2023), una de las llamativas películas de Lucía Seles

Cuando debe ocurrir, ocurre. Se llamará azar o probabilidades. Suerte. Fortuna. Necesidad. Traición. Dudaba si contar los detalles autobiográficos (tantas veces superfluos, tantas veces irrelevantes) del encuentro con mi objeto de estudio, que en este caso coincide mágicamente con el objeto de deseo. Opté por el camino fácil, es decir, por el difícil: contarlos. Divido entonces el texto en dos grandes bloques interconectados: mi relación con el cine de Lucía Seles y el cine de Lucía Seles, aunque la distinción resulte viscosa, sobre todo para mí.

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A mediados de agosto, Lucía, una amiga artista de Entre Ríos, me recomienda las películas de Lucía Seles bajo el siguiente lema: “Son para vos”. Horas más tarde recibo un mensaje desde Ginebra, de Emiliano, mi hermano menor, guitarrista clásico, para saber si conocía a Lucía Seles; ambos mensajes incluían links a cuatro películas de la directora argentina.

Sospecho. No actúo. Mis resistencias neuróticas embarran (o preparan) la cancha. Espero, disfruto del turbio placer de dilatar.

La noche del 30 de ese mismo mes doy el primer paso: Smog en tu corazón. Me apuro a mandar mensajes de agradecimiento. Temo adelantarme. Al día siguiente doy el segundo paso: Saturdays Disorders. El entusiasmo es inconcebible. Diálogos e imágenes retornan como lo reprimido, más allá y más acá de la voluntad. A las 48 horas doy el tercero: Weak Rangers, y las cosas empiezan a oscurecerse. Lucía Seles se convierte en motivo de charlas, intervenciones, insistencias. Padezco el síndrome del converso. Inundo las conversaciones con su nombre. Se llama monomanía. Llego al punto de analizar una escena en cada una de las cuatro clases de filosofía que dicto en la Universidad.

Evangelizar es la cuestión: “Y en el principio fue Lucía Seles”. No quiero que nadie se pierda este nuevo génesis. Fantaseo con iglesias, catedrales, basílicas. El cine de Seles como una religión que toca lo más profundo y lo más superficial del ser humano, ese abismo insondable que somos. Cuarto paso: Terminal Young. Amplío por Whatsapp el espectro de futuros feligreses. Le pregunto a una chica que apenas conozco, Agustina, el nombre de la película que más impacto le causó en el último tiempo: “Pienso en las de Lucía Seles. Tal vez Smog en tu corazón. Estoy segura de que va a permanecer, por su rareza”. Me rindo, son fuerzas desatadas muy superiores a las mías.

El sábado 16 de septiembre almorzaba con amigos en San Telmo y cerca de las 15 impongo el tema. Nadie en la mesa la sintió nombrar. Cuento dos escenas memorables para generar empatía (esa palabra tan horrible). No soy un gran actor, pero consigo provocar carcajadas en mis interlocutores. Una de ellas llora, literalmente, de risa; otra escribe el nombre de la directora en el celular y me informa que a las 16, en el Museo del Cine, proyectarán Smog en tu corazón y Saturdays Disorders; con inscripción previa, aclara. La primera reacción, básica, paranoica, es descreer. Chequeo en mi celular. Los datos son correctos. Entro al Instagram del Museo del Cine con la expectativa de inscribirme. Localidades agotadas. En realidad, no decía agotadas, no decía nada, salvo que las únicas inscripciones disponibles eran para el jueves 21. Embarcado en la locura, no lo dudé ni un segundo. Obligué a mis amigos a pedir la cuenta y partí hacia La Boca. Veinticinco minutos de distancia, según Google Maps; eran las 15:20. El tiempo justo.

Durante el recorrido maceraba argumentos tendientes a franquear la puerta de ingreso: soy crítico de arte, de cine, escribo en Infobae, soy docente universitario, viajé desde la otra punta de Buenos Aires, soy fanático de Lucía Seles. Imaginaba reacciones y contrareacciones. Mi política actual consiste en no dejarme amedrentar por ningún obstáculo. No hay obstáculos. No hay límites; típico desdoblamiento neurótico. Un par de cuadras antes consulto a dos mujeres por la proximidad del museo, ambas responden con un gesto que significa “seguí derecho”. Sigo. A cien metros noto que vienen corriendo dos personas, como huyendo de un peligro invisible. Una es Agustín Masadeo, programador del BAFICI, y la otra, la otra, la otra… ¡Lucía Seles! “Lucía, escuchame, hace quince días que lo único que hago es mirar tus películas y hablar de vos… no tengo entrada, quiero entrar”. Amabilísima, la directora me garantiza butaca, grita “¡enseguida volvemos!”, y salen corriendo como niños contentos a comprar golosinas.

Le comento el episodio a la recepcionista. No la convence. “Si no hay lugar, no hay lugar”. Habla de un bono contribución de $500. ¿Me van a cobrar siendo crítico? Eludo el pago. Ya no me importan las consecuencias. Todo va bien. Perfectamente. Entro. El empleado que cuida la puerta de la sala me ofrece visitar las instalaciones del museo. Me niego. Prefiero no desconcentrarme. Salgo a la vereda y lo veo venir a Pablo Ragoni, el contador, uno de los protagonistas de la tetralogía. Lo abordo. Acepta el abordaje sin reticencias. A veinte o treinta metros identificamos la figura de Laura Nevole, la tenista. Intercambiamos saludos. Es un encuentro impensado. De película (nunca mejor dicho). El reino de la contingencia. Para colmo de bienes en ningún lado se mencionaba la participación del elenco y mucho menos las dos performances de Lucía, que grabé hasta donde pude con el 6% restante de la batería del celular. Con el contador hablamos largo y tendido, en la previa de Smog, y en el intervalo para Saturdays. El contador me contó anécdotas y secretos; elijo la discreción. Nos hicimos amigos en Instagram.

Hasta hoy, las vicisitudes de aquel sábado mítico las saben sólo cuatro personas, mi hermano, mi amiga, la chica que ahora conozco un poco mejor, y Graciela, crítica de arte, de reciente afiliación a la cofradía Seles.

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Son cuatro títulos: Smog en tu corazón, Saturdays Disorders, Weak Rangers y Terminal Young. La tetralogía del tenis, aunque el última parte no transcurra en el club. Entre las cuatro componen un acontecimiento vital y cinematográfico. Acontecimiento en términos filosóficos. El Événement de Alain Badiou, para apuntar un nombre propio. El acontecimiento sucede si y solo si estamos dispuestos a que no suceda. Dicho de otra manera, si estamos dispuestos a encontrar sin buscar. Él nos encuentra. El acontecimiento es contingencia pura. Sólo retrospectivamente logramos asignarle el carácter de necesidad. Para expresarlo de una forma simple (es decir, imprecisa), un acontecimiento es un hueco en la existencia. Un hiato. La vida cambia, y no existe forma de preverlo.

Los mismos personajes protagonizan las cuatro películas: Manuel o Ewit (el dueño del club de tenis), Javier (el contador), Marta (la tenista, no la profesora de tenis, la tenista), Sergio (el sanjuanino) y Luján, a secas. Descartemos por el momento introducir referencias a la trama. No porque no la haya, sino porque la trama está supeditada a la construcción ficcional. Lo único importante. La ficción. Por lo tanto, para hacerles justicia a las películas (Seles las llama videos) debo ceñirme a los procedimientos.

Desde una mirada ligera a las películas les cabría el apelativo de comedias. Sin embargo, la canción que suena en Saturdays Disorders dice “parece un chiste, pero es súper triste”. Justamente, más allá de algún chiste puntual, en la tetralogía no hay gags, ni bromas, ni remates; el humor se construye por sobreabundancia de diálogos, redundancias, aclaraciones, justificaciones. Seles no aspira al punch, a la eficacia cómica, sino a componer climas, ambientes humorísticos.

La tercera vez que escuchamos un chiste pierde sentido. O peor aún, si no lo entendemos, el efecto cómico nunca se produce. En la tetralogía, en cambio, al no haber búsquedas efectistas, el humor se sostiene gracias a la repetición. Acaece. Fluye entre los personajes, fundando una comunidad inconfesable e inoperante, donde los protagonistas articulan su propia lengua (por ejemplo, al indicar cantidades anteponen el innecesario cero, “cero dos veces”).

La otra cara de la moneda es el melodrama. Las cuatro películas versan, a su modo, sobre la soledad, los duelos eternos, la incomunicación, las ilusiones perdidas, el dolor de ya no ser. En este sentido, la especialidad de los cinco “latinos del tenis” consiste en arruinar los momentos (escena de la partitura). Algo frecuente en la dinámica social contemporánea. Justificarse, aclarar, anticipar cada movimiento. Suponer. Alertar. Atribuir. Dar avisos, como seres atrapados en la demanda del otro.

Pero la verdadera star es el montaje. Un montaje desquiciado que sin embargo ordena y nos permite caminar por el borde. Son tiempos descarriados los del cine de Seles, el presente va y viene, se vuelve pasado o futuro según convenciones tácitas, de ahí que no importe encarar la tetralogía de atrás para adelante o intercambiar la sucesión. Subyace, claro, un orden, pero frágil; una cohesión, precaria; una totalidad, fragmentada.

Pareciera no haber afuera del Club de Tenis. Seles construye un mundo, ni paralelo ni oficial, el único mundo posible (el mejor de los mundos posibles) donde habitan individuos con reglas propias (las reglas impropias de la ficción), por eso cuando ingresa a ese mundo un sujeto extraño, como el hermano de Manuel, al ignorar las reglas, o al juzgarlas, sólo se producen fricciones (las fricciones de la ficción). Las había antes, pero por distintos motivos. En la dialéctica de los cinco todo funciona, a pesar de baches, disidencias y naufragios.

Otra obsesión (como el número 16) es la Provincia de Buenos Aires. La mujer de Villa Elisa, el guitarrista de flamenco que vive en Villa Bosch, el viacrucis menos famoso de Luján a Luján, la empleada de una agencia de turismo en San Martín, el proyecto de conocer todos los puentes de Provincia (Luján y el sanjuanino sólo conocerán el puente Gerli, “el más lindo”), la terminal de La Plata, el músico de jazz de Ramos Mejía, el corista de Escobar. Buenos Aires, provincia indefinible, indivisible, inviable, apocalíptica y fantasmal; no un paisaje escenográfico, un verdadero país.

¿Tiene sentido continuar? ¿Cuántas páginas podría llenar desmenuzando la tetralogía? ¿Sería conveniente ilustrar con palabras otros pasajes? ¿Cómo captar –o forjar– la novedad Lucía Seles? ¿La derrota de la crítica no configuraría su destino? ¿Llamarse a silencio para entrar a la obra? No, crítica pese a todo, contra todo; siguiendo a Graciela Speranza en Cronografías, la crítica como “una invitación a pensar con el arte y descifrar cómo una obra, un artista o un autor hace o dice algo que no habíamos visto o leído nunca antes”.

Lo interminable en el absoluto del fragmento. La obra de Seles es ilimitada, inacabada, innecesaria. Ella inventa una realidad sin realismo que rompe los cánones de lo conocido, saturando el espacio lingüístico para suturar un deseo imposible. Su fascinación es por lo incesante, lo que vuelve a empezar en el momento mismo del comienzo. En la poética de Seles, la diferencia se adelanta a la repetición y la repetición somete al original.

¿Y el amor?

Escena memorable de Smog en tu corazón: el sanjuanino termina de enseñarle a fumar a Luján adentro del auto. El contador le avisa a Luján que la llaman de la oficina. Ella sale del auto, el contador entra. El sanjuanino (detrás del volante) le expone su ilusión de que a Luján le pueda estar pasando lo mismo que a él. El contador lo corta en seco y le explica cómo son las cosas: “Marta está enamorada de vos, yo estoy enamorado de Marta, vos estás enamorado de Luján”… ¿Y Luján?, se apura a preguntar el sanjuanino. “Y Luján está enamorada de Ewit… ¿Y Ewit?... No sé”. Sabremos luego que Ewit está enamorado del contador. La escena, con pequeñas torsiones, se repite dos veces y condensa un procedimiento ubicuo tanto en la trama como en el montaje: el intento desesperado de unir dos cosas que no van juntas. El corolario de este procedimiento llega en la última entrega, Terminal Young, cuando Luján le confiesa al sanjuanino uno de sus deseos: “Me gustaría patinar sobre hielo y que me miren las personas que más me odian y que más me aman”.