El viernes por la tarde, el FILBA convocó a Fernando Chulak, Thibault de Montaigu, Nurit Kasztelan y Daniela Tarazona, quienes seleccionaron respectivamente una obra de la exhibición No habrá ninguno igual, de Edgardo Giménez, para desarrollar un texto y leerlo en la exposición.
Edgardo Giménez sostiene que el arte debe producir felicidad y declara que “vivir sin humor, esa es la auténtica tragedia”. Agrega también que “en estos momentos es importante marcar la irrealidad” y así se posiciona respecto de la producción artística. Cuenta además cómo durante la infancia le tocó observar fuertes disputas familiares que pronto se disolvían en estridentes carcajadas. De esta forma se daba cuenta “de que todo podía modificarse… y de que no podés quedarte con una pesadilla”. El recorrido literario por su muestra antológica No habrá ninguno igual en Malba -con 80 obras e instalaciones que hacen foco en su filosofía-, se pudo realizar junto a cuatro autores y autoras de Argentina, México y Francia.
Inició las lecturas el escritor argentino Fernando Chulak (Buenos Aires, 1980), autor de las novelas Jauría y Tilde, tilde, cruz, situándose junto al Retrato de Federico Klemm (1971). Desde allí, enumeró panorámicamente los elementos que dominan la exposición: “Un conejo adentro de una taza de té y una cuchara. ¿La vieron? ¿Alguien no quiso agarrar la cuchara y jugar un rato? —pregunta refiriéndose a la obra “Es el amor es el amor que hace girar el mundo” (2022)—. Monos, un huevo gigante, nubes por todos lados, un mueble con cuerpo de gato, un saltamontes de resina. Y también está Federico Klemm”.
“Espejo deformante” se llama su texto y comenzó recordando el living de la casa de una de sus abuelas, un espacio dominado por el reflejo distorsionado que devolvía justamente un gran espejo sobre una de las paredes. “Bajo ningún concepto —aclaró— mi abuela quedaba incluida en la categoría adultos. Ella era otra cosa. En su casa —prosiguó— había una dentadura a cuerda, de esas que uno gira la ruedita y la dentadura avanza a los saltos dando tarascones, y había un cubo Rubik con sus seis caras del mismo color, chupetes de resina plástica, una Pantera Rosa de goma, muñecas con vestidos tejidos por ella, una caramelera llena de bolitas, anteojos con forma de estrella, con luces y sin lentes, un juego de té en miniatura y un cowboy que no lograba permanecer parado… Estoy seguro de que Maruca no nos necesitaba a los nietos para jugar. En todo caso, éramos nosotros los que nos sumábamos a su juego.”
En las antípodas, el autor tenía otros abuelos, casualmente dueños de una juguetería donde “había soldaditos, tanques de guerra y pistolas, había una réplica de un Volkswagen escarabajo. Todos juguetes para mirar, no para jugar. Llegué a creer que si miraba fuerte, alguno de los tanques de guerra podía atacarme. No quedaba más remedio que mirarlos e imaginar. Qué castigo, imaginar”.
Chulak entendió así cómo “un mismo objeto, entonces, podía ser dos cosas distintas según quien lo dispusiera. Contexto, intención, eso transforma a una cosa en otra. Esa es la verdadera intervención”. Y entonces recuerda al Klemm de El banquete telemático, “un tipo excéntrico, exuberante” y lo compara con el retrato en la muestra, que se levanta a su izquierda, donde se lo ve “casi sereno, despojado. ¿Qué vio Giménez en Klemm que nosotros no? ¿Por qué será que este retrato es el único que no me dibuja una sonrisa alegre sino más bien una sonrisa nerviosa? Algo me estoy perdiendo” —concluyó—.
En la sala contigua se levanta la enorme taza de té con una cuchara, una carta y un conejo blanco en su interior que mencionaba Chulak. La obra brilla en la semipenumbra, donde se ven dos tazas iguales, pero hay solo una, reflejada, un espejo inmenso, que, sin ser deformante, genera confusión. Construida en resina poliéster, la obra está inspirada directamente en Alicia en el país de las Maravillas, de Lewis Carroll, un texto de referencia para el artista.
En este sector, el periodista, escritor y editor francés Thibault de Montaigu (Boulogne-Bittancourt, 1978), autor de las novelas Les Anges brûlent, Un jeune homme triste, Les grands gestes, Zanzíbar y La grâce (estas dos últimas cuentan con traducción al castellano), leyó un texto que recuerda el día 16 de julio de 1980, cuando Serú Giran tocaba “Canción de Alicia en el país” en un galpón de bomberos en Bariloche mientras Daniel Barenboim llegaba a Buenos Aires después de veinte años en el extranjero para dirigir a la Orquesta de París en el Teatro Colón. “Por aquellos tiempos de dictadura —dijo De Montaigu—, la voz de Charly García tanto como la batuta de Barenboim, desafiaban el silencio de plomo impuesto por la Junta. La música fúnebre de Mahler cargaba el duelo de todos los desparecidos, de igual manera que Serú Girán evocaba ese país de las maravillas que habían sido la libertad y la democracia. Ese reino que Alicia había conocido y que ya no podía narrar. Porque nadie le creería”.
Las mujeres-autoras han elegido posicionarse para sus respectivas lecturas cerca de las escenografías que Giménez construyó para las películas de Héctor Olivera Psexoanálisis (1968) y Los neuróticos (1971). Los filmes funcionan como primera y segunda parte de una misma sátira sobre el auge del psicoanálisis en nuestro país. El argumento consiste en que un falso psiquiatra encarnado por Norman Briski, “ofrece terapia grupal a pacientes con traumas sexuales. Su verdadero interés es conquistar a las mujeres que allí concurren” —dice el epígrafe de la obra—. Y continúa: “El guión daba cabida a numerosos escenarios en que Edgardo Giménez pudo desplegar su imaginación… El gran huevo es el dormitorio del psicoanalista… Lleno de huevos más pequeños y una hamaca, a él se accede por una escalera y lanzándose por un tobogán multicolor”.
Librera, poeta y editora del sello Excursiones, Nurit Kasztelan (Buenos Aires, 1982), autora de Movimientos Incorpóreos, Teoremas, Lógica de los accidentes, Después y Tanto se situó delante del huevo para leer su texto, que arranca declarando “hay una grieta en todo, así es como entra la luz”. Luego procedió a describir la instalación, donde se ve “un huevo gigante roto que contiene otros huevos más pequeños” —lee— para derivar enseguida hacia sus propias inquietudes: “No puedo evitar asociar la imagen de un huevo con la cáscara rota con la idea de una maternidad trastocada. Como si aunque hubiera decidido no tener hijos, diferentes circunstancias me impusieron maternar a mi madre, que se fue volviendo cada vez más niña y más liviana. Durante meses, años, incluso, fui su madre… Hay un desfasaje entre la materialidad y el sentido que me llega al verlo, algo un poco siniestro, como pensar en el hecho rarísimo de que la voz salga de una garganta y una persona esté hablando. Porque si lo miramos de cerca, todo es siniestro. Ver el huevo es imposible. Nadie es capaz de verlo. Ustedes que están acá conmigo escuchando esto que digo, ¿lo ven realmente?, ¿en qué les hace pensar cuando lo ven?”
Desde ese reino de alegría y fiesta que escenifica la obra de Giménez, Kasztelan evocó sin dramatismo la cercanía del desamparo y la incomodidad: “A veces me pregunto qué pasaría si alguien me arrancara todo el dolor de mi cuerpo, ¿entraría en este huevo? ¿Y ese espacio abierto sería la rendija para que se escape? La orfandad lleva una X en la frente. Una cruz. A partir de ahora y para siempre soy mi propia madre”. Y también confesó: “si yo miro estos cuadros que desbordan felicidad, veo el arte pop, veo los colores pasteles, el plástico, los brillos, los monos, los gatos, ¿algo de eso se trasladará a mí? Una empieza a hablar de un huevo y termina hablando de una gramática del duelo. Una simple discordancia entre dos consonantes”.
Por último, la mexicana Daniela Tarazona (Ciudad de México, 1975), autora de El animal sobre la piedra, El beso de la liebre, Clarice Lispector. La mirada en el jardín (en colaboración con Nuria Mel) e Isla partida, se paró sobre la escenografía de Psexoanálisis, en que cuatro idénticos monos vestidos con polleras blancas rodean una pirámide dorada coronada por un falo de neón que brilla en su cima.
En la película de Olivera, a medida que “los pacientes narran sus pesadillas, recuerdos o situaciones imaginadas —prosigue el epígrafe—, el filme se inunda de escenarios delirantes mediante trucos fotográficos, juegos de color y otros recursos… En ocasión de una fiesta que organiza el personaje de Libertad Leblanc —una vamp pop, devoradora de hombres… — ella desciende por la instalación de Giménez: su inagotable repertorio nutrido por la literatura infantil, la cultura popular, y la imaginación consigue que los sueños puedan hacerse realidad”. En ese mismo escenario, la escritora se instaló para la lectura del cuento “No me copies”.
En su texto, la escena se vuelve literalmente real, con cuatro chicas que posan disfrazadas de monas, con enormes orejas y bocas sonrientes de utilería. Les incomoda la pose, les pica la frente, la ropa de cartón se rompe, pero ellas deben permanecer inmóviles para terminar cuanto antes con la sesión fotográfica, que parece prolongarse eternamente entre las decisiones arbitrarias e irracionales del fotógrafo y los movimientos torpes del asistente. Las cuatro modelos están caracterizadas para parecer idénticas, aunque una de ellas insiste en quejarse porque otra la está copiando. Cuando el artista por fin da por terminada la sesión, está convencido de que “nadie creería que detrás de los disfraces hay mujeres”. Y ellas respiran aliviadas y alegres al “saber que sobrevivimos a la imagen”.