El Conde (Netflix) es una película sobre el Chile de ahora, pero filmada en blanco y negro, y ambientada en un paisaje antiguo, rural, militar, extremadamente desolado. Sólo cuando Augusto Pinochet, ese vampiro que nació en los tiempos de la Revolución Francesa, abandona su refugio sin alma y sobrevuela Santiago de Chile, vemos el siglo XXI. O su versión de rascacielos corporativos. La herencia neoliberal de la sanguinaria dictadura.
Ese contraste entre dos épocas le da a la nueva película de Pablo Larraín una fuerza tremenda. Porque todo suena a fábula. Porque todo el tiempo, pese a que los hijos del dictador se trasladen en vieja barca a motor o haya una guillotina en la finca para decapitar caballos, sentimos el pálpito del presente. El ahora del presidente Gabriel Boric, enfrentado a la mitad de un país que echa de menos el terror ordenado.
La tesis de El Conde es brutal. Pese a sus raíces francesas, la madre de Pinochet fue Margaret Thatcher. El viejo imperialismo europeo encontró en el sur extremo de América, refugio de nazis, un invernadero muy fértil. Y Pinochet se comió –literalmente: le encantan los licuados de sangre y tejido muscular– el corazón de los chilenos, sellando un pacto eterno con su memoria emocional y su necesidad genética de geometría social y contrarrevolución.
La disección de la familia Pinochet no conoce la misericordia. Hijos de un asesino y ladrón y de su brazo derecho sin escrúpulos, son inmunes al trabajo y el esfuerzo, son unos parásitos inmorales, vampiros de segundo grado que, aunque nunca fueran mordidos en el cuello, supieron cómo extraer la sangre del sistema económico a través de las rentas, las cuentas secretas y la especulación.
Tampoco la Iglesia se salva de la sátira de Larraín: la monja exorcista es sobre todo una contable francófona –atención, spoiler– con la misión de encontrar dinero escondido. Y su deseo de poder, maquillado, reprimido, acabará por explotar en la cara de todos los personajes, para inyectarle al vampiro un nuevo futuro.
En su artículo canónico “Notes on Metamodernism”, Timotheus Vermeulen y Robin van den Ackker afirman que “la ironía metamoderna está intrínsecamente ligada al deseo, mientras que la posmoderna está ligada a la apatía”. Los autores del volumen colectivo Metamodernismo. Historicidad, afecto y profundidad después del posmodernismo (Mutatis Mutandis) insisten en la idea de que en el cambio de siglo hemos pasado de las superficies irónicas de la posmodernidad a nuevas profundidades, igualmente irónicas pero intensamente emocionales, en lo que ha venido después.
Todo el cine de Larraín se mueve en ese territorio. De sus películas, la que más se parece a El Conde es, extrañamente, Neruda, el retrato del poeta deseante y deseado, masculinamente tóxico al modo picassiano, en medio de una vorágine de persecución política. El gran poeta comunista y el infame dictador de extrema derecha se tocan en sus extremos. Uno es celebrado, pese a la crítica justificada, públicamente; el otro ha sido expulsado de los panteones institucionales, pero es añorado en secreto.
También habla del deseo más oscuro, de una monja y de una especie de exorcista El club, que nos introduce en una de esas casas donde la Iglesia recluye a sus sacerdotes cancelados. Su clímax está en el discurso de Sandokan, víctima de pederastia que se traslada hasta el pueblo remoto de los curas confinados para gritarles la verdad a la cara. En El Conde, en cambio, las víctimas no hablan. La película es un monólogo polifónico de los victimarios. Las personas que mueren en Santiago y cuyo corazón es arrancado y licuado no tienen voz. No dicen absolutamente nada.
La opción es arriesgada pero brillante, porque la película llega en un contexto muy particular: el del 50 aniversario del golpe de estado que provocó el suicidio de Salvador Allende. Desde la novela Allende y el museo del suicidio (Galaxia Gutenberg), de Ariel Dorfman, hasta el pódcast Algunos me decían Goebbels (Anfibia / Universidad Alberto Hurtado), que cuenta la historia de Álvaro Puga, el asesor letraherido de Pinochet, pasando por la serie de televisión Los mil días de Allende, la programación del notable Museo de la Memoria y los Derechos Humanos y tantos otros objetos culturales, prima el enfoque histórico, periodístico, documental, incluso militante.
Sin duda era el adecuado para la excelente película mainstream Argentina, 1985, de Santiago Mitre, porque, pese al auge posterior de Javier Milei (El loco, según el título de la biografía de Juan Luis González), Jorge Rafael Videla y el resto de miembros de la Junta Militar fueron juzgados, condenados y superados por la gran mayoría de la población del país vecino.
Según una encuesta reciente, realizada por Activa Research, en cambio, el 40% de los chilenos cree que el culpable de que la democracia fuera interrumpida en 1973 fue el presidente socialista Salvador Allende. Si en su película No, Larraín contó con optimismo, hace once años, cómo la democracia ganó en 1988 el plebiscito nacional, gracias a una estrategia de publicidad positiva, ahora en El Conde comunica pesimismo y desencanto. Ante la derrota de los hechos y los datos, Larraín se decide por la parábola, la fábula, el humor negro. Y por dejar hablar a los villanos, para que se pongan ellos mismos en evidencia.
La película es muy libre, muy estrambótica, muy crítica, muy loca, puro riesgo. Con escenas inolvidables –como el vuelo a lo Batman de Pinochet y su grácil aterrizaje o las piruetas aéreas de la monja—; con unos paisajes que recuerdan los de Ingmar Bergman; con chistes negrísimos; con una historia que abarca dos siglos y medio, narrada en inglés y español, logra elevar un caso, un periodo histórico, una aberración sistemática pero concreta de lo particular a lo universal. A contracorriente, singularmente, con arte, intenta lo imposible: como lo factual ha fracasado en parte para neutralizar al mito infame, propone un delirante y absurdo contramito. El de Pinochet como vampiro inmortal que se bebe los corazones licuados de los chilenos.