Hola, ahí.
Me despierto de madrugada después de un sueño raro, pero lo más raro de todo es que lo recuerdo. Sigo viéndolo.
Estoy de viaje con parte de mi familia. Terminamos de desayunar en un living pequeño de un departamento alquilado o prestado: no es nuestro. Hacia ambos lados hay ventanales de piso a techo que permiten ver un mar revuelto y salpicado de rocas de diferentes tamaños que lucen como islas de piedra. Mientras hablo con los míos tomo el celular, quiero capturar esas imágenes.
Busco hacer foco pero no lo consigo. Insisto una y otra vez. Lo que veo a través de la lente del celular es nítido, pero se me hace imposible registrarlo con la cámara. Cada vez que parece que logro ajustar el zoom y captar la imagen, se desvanece.
Escribir sobre el pasado se parece a mi sueño. De pronto veo la imagen, la tengo conmigo, pero cuando quiero reconstruirla en palabras se esfuma.
Una madre que no se fue del todo
Llegar a grande te obliga a despedirte definitivamente de mucha gente querida que va muriendo antes que vos. Las personas muy mayores y lúcidas lo dicen siempre: llegar a viejo es quedarse sin amigos y sin amores, lo cual es tristísimo y, a la vez, natural. Voy a citar a mi amiga Rosa Montero una vez más: “Envejecer es una putada, ¡pero es que la otra opción es morirse!”.
Lo pienso siempre y creo haberlo escrito, incluso, pero cada vez que muere un gran lector pienso lo mismo: ¿a dónde van esas lecturas, sus lecturas? Me pasa cada vez que muere alguien que pasó su vida entre libros y que, además, muchas veces escribió libros. Es cierto que hay diferentes formas del legado (los libros, otros escritos, las clases que diste si fuiste docente), pero cada vez que leés está también todo aquello que no se escribe y que ni siquiera se comenta con alguien más.
Puedo sumar herencias de lecturas como las anotaciones en los márgenes y los subrayados en los libros: ahí, de alguna manera, podemos encontrarnos con quienes nos antecedieron en la lectura de algún libro. Hace algunas semanas hablábamos del tema con la escritora mexicana Isabel Zapata, autora de Maneras de desaparecer, un libro híbrido y hermoso publicado por Excursiones en el que hay un texto en particular, “Mi madre vive aquí”, que trata sobre esto de lo que vengo hablando.
Isabel cuenta en su libro que a la muerte de su madre -psicoanalista y periodista, también escritora- heredó sus diarios (“más que descifrarlos, acaricio sus bordes rotos”) y desarmó su biblioteca: “Desmontar la biblioteca de mamá fue la verdadera cremación de su cuerpo. Para encender el fuego, mis hermanos y yo compramos estampitas de colores y nos reunimos durante varias tardes a pegarlas en los bordes de los libros que cada quien quería conservar (yo marqué los míos con pequeños círculos azules; la parte más caliente de la flama). Después de repartir esos primeros volúmenes entre nosotros, invitamos a amigos a escoger alguno como recuerdo, con la condición de que por ningún motivo nos devolvieran aquello que encontraran entre sus páginas. La vida privada de cada libro debía permanecer intacta”.
Es entonces cuando narra cómo unos cien volúmenes de su madre “repletos de anotaciones al margen” se integraron a su propia biblioteca y el modo en que a partir de sus propias notas en esos libros, dialoga con ella (”Más que en sus libros, fue en sus notas al margen que mi madre dejó su legado más valioso: una forma de encontrarme con ella”).
Huellas de lápiz
Lejos de tener una relación distante con lo que leen, Zapata cuenta cómo su familia tiene con los libros una relación entrañable. Carnal, dice. Lo explica así: “Subrayamos y anotamos con lo que haya a mano, trazamos corchetes, paréntesis, flechas, signos de exclamación y garabatos, improvisamos separadores con tickets de supermercado o recibos del gas. No somos los únicos: cuenta Alfonso Reyes que Antonio Machado masticaba los libros hasta que quedaban reducidos a una mariposa de alas redondeadas. Son variaciones del amor.”
Por mi modo de vincularme con los libros, podría perfectamente formar parte de la familia de Isabel, excepto por un detalle. Si bien durante mucho tiempo marqué los libros con lo que tuviera a mano como una forma de hablar con el texto y como técnica para recordarme cosas que pueden servirme para mi trabajo, con los años me acostumbré a subrayar solo con lápiz. No es inseguridad ni respeto excesivo por el que podría leer el ejemplar después que yo. Es una cuestión de gusto, creo.
”Mi madre sobrevivió en sus libros porque yo, veinte años después, abro libros y me encuentro con que me está diciendo cosas. O sea, fue una manera de continuar la relación después de que su cuerpo dejó de estar físicamente presente”, me dijo Isabel Zapata en esta entrevista, en la que hablamos de tantas cosas.
Uso lápiz para dejar mi marca sobre la página pero elijo hacerlo sin aullar. Quien quiera hablar o discutir conmigo en esas páginas leídas cuando ya no esté, podrá hacerlo sin acobardarse por la tinta. Imagino que si alguno de los míos elige seguir mi ruta de lectura, le alcanzará con esas huellas de grafito para guiarse y si opta por otra, no se sentirá agobiado.
No parece mala idea la de dejar discretas pistas sobre quiénes fuimos, qué sentíamos y cómo pensábamos en aquellos libros que leímos.
Mario y Christian
¿A dónde van las palabras que no se quedaron?
¿A dónde van las miradas que un día partieron?
¿Acaso flotan eternas, como prisioneras de un ventarrón
O se acurrucan, entre las hendijas, buscando calor?
¿Acaso ruedan sobre los cristales, cual gotas de lluvia que quieren pasar?
¿Acaso nunca vuelven a ser algo?
¿Acaso se van?
¿Y a dónde van?
¿A dónde van?
Si habré cantado esa canción de Silvio Rodríguez, como tantas otras. Pero me pasa, te decía, que cuando muere un lector me hago estas preguntas sobre qué sucede con esos pensamientos que vuelan mientras leemos y la semana pasada la tristeza no dio respiro. Mario Wainfeld (1948-2023) y Christian Kupchik (1954-2023) eran autores, escritores, editores. Lectores.
Mario llegó al periodismo a los 40, y la suya se fue convirtiendo en una de las miradas imprescindibles sobre la realidad argentina en la gráfica y en la radio, tanto para coincidir como para discutir. No trabajé con él pero conozco a infinidad de colegas que agradecen al cielo haberlo tenido como jefe o compañero. Mario era la clase de interlocutor que todos queríamos tener enfrente: amable, profundo, consecuente, democrático.
Christian fue un lector refinado, un editor exquisito, un traductor que consiguió acercarnos a los lectores literaturas exóticas y vanguardistas, atrevidas y rupturistas. Traducía del sueco, el inglés, el noruego, el francés y el portugués. Su vida intelectual era un proyecto permanente. Voy a deberle sus traducciones de las novelas de la escritora y artista plástica finlandesa de habla sueca Tove Jansson, acaso una de las literaturas más hermosas y conmovedoras a las que llegué en los últimos años.
Tenían tanto en común Mario y Christian, por empezar los libros, la escritura y el gesto pícaro y la sonrisa permanente. Las amorosas despedidas que tantas y tantos les dedicaron en estos días confirma lo que ya sabíamos: ambos fueron gente de bien, gente que te hace bien.
Desencuentro y perdón
Hay lectores que dejan libros escritos, anotaciones en los márgenes de los libros leídos, artículos publicados o preparados para su publicación, diarios íntimos, correspondencia con otros (algunos, como el querido Luis Chitarroni, hizo de sus correos un género y un estilo, sin dudas). Hay lectores que escriben, personas que toman sus lecturas como insumos para la propia escritura. Cada vez más hay lectores que dictan talleres —algunos escriben, otros no— y entregan sus lecturas como ofrenda a los otros.
Pero así como hay lecturas heredadas, los que leemos sabemos que mucho de lo que se nos ocurre durante la lectura es un “a solas” para siempre. Y que hay lectores en cualquier lado y lejos de todo estereotipo. Los que hacemos de la divulgación de lecturas un oficio nos encontramos muy seguido con tremendos lectores en los espacios y oficios y formas de vida más variados; allí donde, por puro prejuicio, nunca imaginaríamos encontrarlos.
¿A dónde van a parar las cosas que pensaron los lectores que nunca compartieron sus impresiones una vez que mueren?
Esas ideas, ¿a dónde van?
Por estos días estoy leyendo el libro de un escritor, docente y lector profesional. El autor es el norteamericano Peter Orner y el título del libro es Sigo sin saber de ti (Chai Editora), un conjunto de 107 textos breves que conjugan lecturas, historias de vida y autobiografía, algo que siempre me resulta atractivo y cualquiera que me lea podría adivinarlo enseguida.
Un detalle. El título original de Orner tiene en inglés un subtítulo que podría traducirse como “Notas al margen” y me gusta pensarlo en relación con las ideas de Isabel Zapata de las que te hablaba antes.
Tengo una historia previa con Orner, aunque él la ignora. La misma editorial que publicó este libro, editó anteriormente ¿Hay alguien ahí? un par de años atrás (si sos atento, y sé que lo sos, habrás advertido que ese título se relaciona muy directamente con el modo en que saludo en cada envío, aunque debería ponerme a revisar si es pura casualidad o me lo copié: así saludaba yo en la prehistoria de Fui, vi y escribí, cuando empecé a escribirlo en plena pandemia. Lo que es seguro es que él no me copió a mí, pero la averiguación quedará para otra oportunidad).
Pero te decía que tengo una historia previa con Orner y es que ese primer libro, en el que también trabaja con sus lecturas de manera fluida, haciendo cierta forma de crítica y, a la vez, incrustando historias personales, me ofendió al punto de obligarme a abandonarlo. Orner me ofendió como lectora, eso pasó.
Te la hago breve: no le gusta Julian Barnes, evidentemente lo detesta o algo así. En un momento hizo un comentario malicioso y en otro momento directamente dijo que la lectura de Barnes le resultó tan insoportable que tiró el libro por la ventana.
O tal vez fue contra la pared.
Creo que era una ventana de su casa, con él enojado hasta la violencia.
No sé por qué me quedó la imagen de un hombre arrojando un libro por la ventanilla del auto en movimiento, pero no puede ser: nadie lee mientras conduce.
Como sea, tiró un libro de Barnes y lo dijo con tal nivel de altanería que me ofendió como lectora y la que abandonó la lectura (por supuesto que no tiré el libro) fui yo.
Pero se ve que soy una chica poco rencorosa porque, pasados unos años, me propuse leer su nuevo libro y por ahora estoy encantada (me falta un tercio para terminarlo, no encontré aún nada inconveniente para mis intereses de fan).
Encontré una gran cantidad de autores en común, historias de infancia judía bastante similares, curiosidades de escritores y artistas que siempre me resultan fascinantes y también momentos por los que todos los lectores, antes o después, pasamos como es atravesar la internación de alguien querido, días y días, con un libro en la mano. Es decir, pasar horas y horas sentado, acostado o atendiendo a otro en ese tiempo sin tiempo que es la enfermedad de alguien amado.
Orner está acompañando la enfermedad terminal de su padre y el libro que lo acompaña a él es Hospital Británico, del poeta argentino Héctor Viel Temperley (1933-1987) que, como cuenta Orner, “trata sobre el rato que el poeta pasó recuperándose de una cirugía cerebral mientras, en otro hospital, veinte calles más allá, su madre agonizaba”.
Abrir los ojos
Aunque me pelée mucho con este lector/escritor —que tiempo atrás tuvo un diálogo hermoso con Eduardo Halfon, otro lector/escritor al que admiro muchísimo— creo que comienzo a perdonarlo justo en Iom Kipur (Estimado Peter, nunca supiste que estaba enojada, dudo que vayas a saber que doy por terminado el episodio del desencuentro) y algo más: te recomiendo mucho su lectura, sobre todo si te gusta leer lo que escriben los que leen.
Leer lo que escriben los que leen: parece un trabalenguas, quizás lo es.
Dejo acá el fragmento que me dio el tema para esta carta y que me hizo pensar que es muy posible que quienes integramos esta cofradía de amantes de los libros tengamos preocupaciones e inquietudes similares en relación a la lectura.
Peter Orner está sentado en un banco de suplentes en un partido de beisbol de la liga infantil cuando empieza a reflexionar sobre la lectura, sobre Kafka, Max Brod, Sancho Panza, un cementerio de Chicago y la tumba de su tía Geart.
Y entonces llegan esas líneas que me hicieron abrir los ojos.
“No puedo dejar de pensar en todos los lectores muertos, pero no en los excepcionales sino en los lectores muertos en los que nos convertiremos tú y yo. Gente que, a lo mejor, después de leer una oración en particular, se detenga a reflexionar sobre ella un segundo o dos. ¿Y si esas reflexiones, esos pensamientos vagabundos, mis pensamientos vagabundos, no se perdieran? ¿Y si quedaran flotando en la atmósfera? ¿Y si los pensamientos que nos vienen de la nada no son más que sobras de pensamientos de otros, flotando sin dueño?”
Leo por ahí a Andrés Barba y me impacta encontrar esto justo cuando mientras escribo sobre estas ideas. No creo que haya sido el algoritmo el que me acercó esta frase —no estaba hablando del tema, no pudo espiarme, creo— sino el propio concepto del que habla Andrés, un escritor talentoso y sensible.
Esto decía:
”Henry James llamaba “shock of recognition” a esa frase de un libro en la que te reconoces. Esa para mí es una de las experiencias más maravillosas de la lectura: sentir confirmada tu experiencia del mundo en otra persona que no tiene nada que ver contigo, que nació en otro país, en otro tiempo, y sentir que habéis percibido el mundo igual y no solo igual, en un grado de intimidad violenta. Esa experiencia es muy poderosa, nos volvemos adictos a la literatura porque eso existe”.
Lectores que escriben cartas
Los últimos dos envíos (Nadie me invitó a mi bat mitzvá y Amor, antes de que sea tarde) dieron lugar a decenas de correos que poco a poco estoy terminando de responder.
Me conmueve mucho leer las historias que llegan en los mails, historias personales que acompañan opiniones y que revelan una confianza que me emociona y me honra.
Ex quinceañeras que, igual que yo, se quedaron sin fotos; romances que arrancaron clandestinos y terminaron siendo una vida entera de a dos, relatos estimulantes de mujeres que celebraron su bat de muy grandes, inspiradas por sus hijos; hombres que, pese al paso del tiempo, siguen atrapados por el recuerdo de una mujer que no pudo ser, en fin, una enorme cantidad de historias y narraciones que bien podrían ser literatura. También agendé una gran cantidad de libros y películas que llegaron a partir de estos temas y que agradezco muchísimo.
Hablando de ceremonias de transición, te recomiendo Shiduj, una serie de seis capítulos de diez minutos escrita y dirigida por Nicolás Chinski, que narra la historia de los Silberman, judíos ortodoxos del Once, cuando llega el tiempo de conseguir parejas para sus hijos más chicos y entran en el Shiduj, el sistema de citas tradicional judío con fines matrimoniales conducido por casamenteros expertos (y expertas) en buscar la pareja perfecta. En este link vas a poder ver la serie completa.
Me despido, ahora sí.
Te recuerdo mi mail por si querés contarme alguna historia o hacer algún comentario: es hpomeraniec@infobae.com.
Estamos en camino a una etapa nueva en la Argentina cuando se cumplen 40 años del regreso de la democracia, ese sistema político imperfecto pero que por ahora sigue siendo el mejor que existe. Ese sistema que te permite tener derechos como individuo y ciudadano y pelear por ellos.
Ese sistema que encumbra el liderazgo de los elegidos por las mayorías pero que se afianza en sus objetivos ahí donde hay mayor respeto por las minorías. Me asusta perder mis derechos, no estoy preparada para eso.
No pretendo iluminar a nadie. Sí procuro seguir con los ojos abiertos y tengo una gran ambición: que todos sigamos con los ojos abiertos.
Hasta la próxima.
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