A Moreno lo tiraron al agua, a Castelli le cortaron la lengua, a Cabral le lavaron la cara. La revolución se fue por la borda, la silenciaron, la invisibilizaron.
Me preguntan por la cocina de Lembú, la infame y borrascosa vida del nunca sargento Cabral. En primer lugar, el horno de barro en que vienen asándonos a fuego lento las políticas conservadoras-libertarias-genocidas de la continuidad Saavedra-Rivadavia-Sarmiento-Mitre-Roca...
Después empalma mi historia personal. El Himno a San Lorenzo y su parodia infantil, como si ya a esa “tierna” edad, olfateáramos la mentira:
Febo asoma, punto y coma,
Los zapatos de mi abuela son de goma
Y los míos son de acero
Para darle un puntapié al zapatero…
Pasaron los años, sin pena ni falsa gloria. En el 2007, me enteré en una materia de la carrera de Letras de la mitificación realizada por Bartolomé Mitre sobre el sargento Cabral. Citemos al hombre de aquella época que, como Sarmiento en su himno, sabía usar la espada, la pluma y la palabra (para mejor provecho de las mismas fechorías). Es el momento de consagración histórica en que Juan Bautista Cabral le salva la vida al coronel San Martín, en la primera batalla de su carrera militar americana:
San Martín habría sucumbido en aquel trance, si otro de sus soldados no hubiese venido en su auxilio echando resueltamente pie a tierra y arrojándose sable en mano en medio de la refriega. Con fuerza hercúlea, y con serenidad, desembaraza a su jefe del caballo muerto que lo oprimía, en circunstancia que los enemigos reanimados por Zabala a los gritos de ¡Viva el Rey! se disponían a reaccionar y recibe en aquel acto dos heridas mortales gritando con entereza: “¡Muero contento! ¡Hemos batido al enemigo!” Llamábase Juan Bautista Cabral este héroe de última fila: era natural de Corrientes, y murió dos horas después repitiendo las mismas palabras (Historia de San Martín).
San Martín no menciona el hecho en su parte de guerra del día de la batalla, 3 de febrero de 1813. Sin embargo, dice más o menos lo mismo en un parte del 27 de febrero en que pide se recompense a las familias de los soldados caídos, entre ellos Cabral, a quien, “atravesado el cuerpo con dos heridas no se le oyeron otros ayes que los de ¡viva la patria, muero contento por haber batido a los enemigos!; efectivamente a las pocas horas feneció, repitiendo las mismas palabras”.
No molesta la heroicidad de Cabral, molesta la pluma de Mitre, que con negra tinta blanquea al oscuro Cabral dándole visos griegos (hercúleos). Molesta la manipulación que yuxtapone la muerte y la herida como si al comienzo de la batalla Cabral hubiera podido saber (¡con serenidad!) que habían batido al enemigo. Molesta esa abstracción de la “patria” que le quita a Cabral su causa. Molesta que lo reduzca al sacrificio ciego para que otros gobiernen incluso en su contra.
Porque Cabral era negro y esclavo. Sin duda fue a combatir por la libertad de vientre, para sus hijos, que prometía la Asamblea del año XIII. Agregaría más, luchaba simplemente por la LIBERTAD (nadie mejor que un esclavo para apreciar la libertad). Nunca me lo habían dicho en la cocina didáctica de la primaria, donde para el 25 de mayo nos pintaban la cara con corcho quemado en didácticas hornallas. Su apellido era el de su amo, Luis Cabral, hombre de política y linaje patricio. Era zambo en realidad, hijo de una negra africana, doña Carmen, y de don Francisco, un hombre guaraní. Si no era mestizo, como sugiere una carta de Luis a su esposa Tomasa, en la que le cuenta enfermo (pensaba que se moría, supongo, porque tardó mucho en morirse) que Juan Bautista “es hijo de mi hermano José Jacinto” (el cura Joseph, como le decían en la familia) “en nuestra negra Carmen”. Y agrega con gran sentido de la sangre y los valores familiares: “Por eso no quise que lo bautizaran” (¡a Bautista!). “Hacelo después de mi muerte. Dale 25 vacas, 10 caballos, 5 onzas de oro”.
Después, en febrero de 2019, buscando un tema y argumento para una novela, redescubrí a Cabral. Su corta vida (muere a los 24 años) había atravesado el virreinato, las invasiones inglesas (una carta sugiere que estaba en Buenos Aires, en mi novela participa contra las dos, primero como guerrillero y luego como soldado), había vivido la revolución de mayo, quizás oído el Contrato social de Rousseau, que Mariano Moreno había traducido y hecho leer en los púlpitos, quizás había conocido a Belgrano en su paso por Corrientes, quizás Cabral tenía mucho que decir…
Leí, estudié, y al año puse manos a la obra. Empecé a escribir en enero de 2020, en Mozambique, de donde era su madre Carmen: al menos en mi novela, pero muy posiblemente en la realidad. En esa época, los negros eran el cincuenta por ciento de la población y Mozambique uno de los lugares en que los secuestraban. A los dos años, en diciembre del 2021, la terminé entre los cerros tucumanos junto a una tropilla de caballos. En el medio, me sumergí en un mundo tan fabuloso como la realidad, próximo como la historia y extraño como la ideología. Los ingredientes de la cocina fueron tres: internet me ayudó con los detalles del alumbrado porteño y las barcas del Paraná; los libros con la desconfianza; Cabral, el infame y borrascoso, con su imaginación y fe en el hombre.
No sé guaraní, pero soy medio quechua por adopción. Estudié cuatro años el idioma con el Tayta Ullpu y en un warachikuy (ceremonia de postas de La Plata a Buenos Aires en que se conmemoran a los chasquis de la confederación incaica), justo en el diciembre anterior a la pandemia, me bautizaron Willariq, “El que cuenta”, y aquí me sigo, meta contando.
Qanpaq ñoqapaq, mana qonqanapaq (para vos, para mí, para no olvidar).