Hacia 1740 comenzó a desarrollarse un marcado cambio en la sensibilidad literaria occidental, que canalizó su forma de expresión en novelas como El castillo de Otranto (1764), considerado el texto inaugural del terror gótico. Cuando Horace Walpole la escribió, lo hizo con la intención de explorar y revelar temas que siempre habían estado en la mente subconsciente colectiva.
Lo mismo ocurriría, como veremos, con la desbordante maestría de Goya.
La literatura gótica
Los espectros y las espantosas y horripilantes apariciones se habían sucedido en la historia de la literatura: en el poema épico anglosajón Beowulf, en el demonio del folclore alemán Mefistófeles, en las tres brujas en Macbeth, el espectro del padre de Hamlet o la atmósfera de La tempestad –siendo estas tres últimas obras de Shakespeare–.
Pero el siglo XIX vio nacer los grandes relatos de terror, tanto por el hambre sensacionalista del lector como por la atracción de los románticos hacia todo lo medieval. Como el arte gótico había sido el estilo artístico que se extendió por Europa occidental desde mediados del siglo XII hasta el siglo XVI, el término gótico se asociaba a esa época y a lo salvaje, lo bárbaro.
Cuando el Diecinueve se alzó contra el neoclasicismo, lo gótico proporcionó a la literatura escenarios en ruinas, manifestaciones sobrenaturales, crímenes misteriosos e incluso el lenguaje de los sueños. Estos elementos ayudaron a que los poetas y novelistas dieran los primeros pasos hacia lo irracional de la mente humana.
Resulta paradójico que la literatura gótica, tan inclinada a lo fantástico, naciera y alcanzara su esplendor durante el Siglo de las Luces, de la razón. No pocos estudiosos han visto en ella un espíritu de rebeldía, de transgresión de los rígidos moldes neoclásicos.
Pero si analizamos el fenómeno con detenimiento veremos que no se trata de su negación, sino muy al contrario, de su consecuencia: la actitud racionalista del hombre ante su entorno es la que permite, precisamente, el nacimiento de la literatura de terror.
Ese exceso de querer racionalizar todo, como apuntaría el filósofo británico Edmund Burke, llevaría a que la obsesión por lo racional deviniera en lo fantástico: ni todo puede ser exclusivamente fantástico, ni exclusivamente racional.
En un género literario estrechamente relacionado con las emociones primitivas, las narraciones terroríficas son tan antiguas como el pensamiento y el lenguaje. Los monstruos y seres sobrenaturales de la literatura gótica tienen su origen en la mente humana: la dualidad entre el bien y el mal, el miedo a lo desconocido, las leyendas clásicas… son versiones modernizadas de la serpiente del Edén o el mito de Prometeo.
Por eso el siglo diecinueve nos ofrece versiones variadas de la atmósfera del escenario gótico, desde Cumbres Borrascosas a Drácula, pasando por Frankenstein y El doctor Jekyll y Mr. Hyde, entre otros.
A la luz del gótico literario, el ser humano conoce un nuevo anonimato y alienación, intenta hallar su identidad, se centra en la permanente búsqueda de su otro. Tal invisibilidad y anonimato son una consecuencia de la expansión y el consiguiente auge y crecimiento desmesurado de las ciudades por la Revolución Industrial.
El 1 de mayo de 1851 tiene lugar la inauguración de la Gran Exposición de Londres, en donde se ejemplifica esa creación de la máquina por parte del hombre; máquina y ciencia se volverán virtualmente contra él. En este contexto, la máquina representa a su doble, un doble que llegará a suplantarle: obras como El hombre invisible de H. G. Wells hablan por sí solas acerca de esta problemática.
Características del gótico
En el gótico literario las historias se sitúan en paisajes montañosos o enormes bosques oscuros con alta vegetación que franquean ruinas ocultas de monasterios, castillos medievales con pasadizos secretos, prisiones, edificios llenos de habitaciones terroríficas, escaleras que no se sabe dónde conducen y cámaras de tortura…
Uno de los elementos más importantes del género fueron las sombras. El gótico se convirtió en la sombra que acechaba los valores neoclásicos. Metafóricamente hablando, la oscuridad amenazaba la luz de la razón. Las sombras, por tanto, marcaban los límites necesarios para la constitución de un mundo ilustrado e iluminado. La incertidumbre que proyectaban y generaban provocaba un sentimiento de misterio y unas pasiones y emociones ajenas a la razón.
La noche, consecuentemente, daba rienda suelta al reino de las criaturas maravillosas y alejadas de lo natural. Los atractivos de la oscuridad estaban entre las características más destacables de las obras góticas. Burke enumera la oscuridad como una cualidad y característica necesaria dentro de su estética de lo sublime.
Francisco de Goya
Y al calor de los sueños, la razón, lo sobrenatural, los monstruos… encontramos los Caprichos de Goya. Basta un rápido paseo por esta serie de 80 grabados para deleitarse con los inquietantes monstruos oníricos y fantásticos seres de la noche que en ellos aparecen: lechuzas, búhos, murciélagos, gatos y linces, entre otros.
El sueño de la razón produce monstruos es uno de los más conocidos, el capricho número 43, que también es un autorretrato.
El artista, postrado sobre su mesa de trabajo, atrapado por el sueño y desposeído de la razón, se ve acechado por los monstruos de sus propias pesadillas. La idea de que el personaje es un artista se ve reforzada por la presencia de plumas, lápices y folios de papel, objetos que aluden a su trabajo. Algunos de los seres alados que lo rodean, ocupando el centro de la composición, no se centran en el protagonista sino que miran al espectador. Goya nos obliga a convertirnos en participantes activos de la imagen: los monstruos de sus sueños también nos amenazan a nosotros.
El título de la impresión, estampado en la parte frontal del escritorio, posibilita varias lecturas: la imaginación, abandonada por la razón, produce monstruos imposibles. La razón es la luz que nos saca de la oscuridad de nuestro subconsciente y nuestros miedos.
Con este grabado, Goya se revela como una figura de transición entre el fin de la Ilustración y el surgimiento del Romanticismo. El artista sabe jugar magistralmente con la atmósfera del aguatinta para crear el aspecto fantástico de la imagen. Nada es secundario en su obra.
Goya no es solamente un pintor: es un filósofo, un conocedor del alma humana.
*Francisco Javier Sánchez-Verdejo Pérez es profesor acreditado contratado doctor del Departamento de Filología Moderna, Universidad de Castilla-La Mancha. Juana María Anguita Acero es profesora ayudante doctora, Departamento de Didáctica, Organización Escolar y Didácticas Especiales, UNED - Universidad Nacional de Educación a Distancia. Publicado originalmente en The Conversation.