Algo nuevo
Y es como si el día tocara un silbato o disparase una bala de salva al aire limpio. Un entrenador gritón, un burócrata olímpico en chomba y shorts almidonados el día que nos pone a correr. Impecable él, nosotros con el pelo así, con la cara a medias. Nos despierta una emergencia que plantamos alguna vez con disciplina en el teléfono: nuestra alarma.
Alarmados, nosotros nos reportamos ahí, en lo conocido, en lo nuevo. Le decimos “hoy” a eso que vamos armando a los saltos. Nos tragamos un pan tostado, chupamos un mate, nos quemamos el paladar con café. Y escroleamos y leemos o nos dicen, nos cuenta. Sí, eso: nos alertan. Van a venir y van a pasar y van a subir y van a ganar y van a aumentar y van a faltar y tenemos que apurarnos, siempre, nosotros tenemos que hacer algo antes, rápido.
Se encabalgan y se mezclan apocalipsis y desgracias inminentes con necesidades tontas, inventadas de pronto. Si ya tenemos la suerte de cubrir la urgencia y lo elemental: podría ser la luz y el agua, el alimento, aparece lo demás como problema. Lo demás es un montón, la lista inabarcable de lo que podríamos hacer.
En ese apuro del día, varios amigos compraron cosas. Salieron a comprar. Sin salir, en realidad, pudieron hacerlo rápido. Corrieron quietos con los índices en las teclas, los pulgares en las pantallas. Antes de que aumentaran, antes de que se les deshiciera en las manos la plata, como decían, como alertaban, iba a pasar, va a pasar. En cuotas. Mientras haya. No lo necesario, no lo indispensable. Pongamos: aceite o huevos, papel higiénico. Tecnología. Lo último de lo moderno. Se actualizaron. Así decían. Se pusieron al día ese día en sus teles y sus teléfonos y sus tablets y sus auriculares y sus objetos de hace dos años, año y medio, tan tan tan viejos. Desactualizados. Tan lentos.
Sin pensar, entré en el atolondramiento, el día había fijado para “hoy” ese compromiso. Metí entre las otras muchas cosas la necesidad de buscar una versión nueva del Kindle. Hay, ahora, otras mejores y más caras que hacen exactamente lo mismo. O también algunos otros malabares que yo ni sé. Por suerte, mientras buscaba y comparaba precios, la página se colgó, se trabó el navegador, se frenó el intercambio de datos. Mi Kindle tiene unos ocho o nueve años y guarda 1.376 libros. Mientras la computadora pensaba en un semicírculo que, corriéndose a sí mismo, se comía su cola evanescente, yo vi ese número: 1.376. Es una cifra exacta de lo que no voy a poder hacer jamás y, sin embargo, palpita como horizonte avasallante. “¿Cómo que no vas a poder?”, trata de gritarme el día. “Uno, dos, uno, dos y a comprar y correr”. Uf.
No compré nada y me guardé el Kindle rajado y con sus stickers sucios. ¡Qué desgracia y qué alivio ver así la finitud! Poder tenerla en el bolsillo. Pasear con ella caminando despacio, sabiendo que no vamos a llegar y que no importa. Mañana será otro día, día. Hoy es hoy. Tranquilizate.
Algo viejo
Tuvimos que vaciar una baulera. En las cajas, postergadas, dejadas en espera por su carácter doble de inútiles y fundamentales, guardamos todavía recuerdos. Algunas cosas intactas, casi, otras rotas y remendadas. Fotos, dibujos, revistas y libros pegados con cinta adhesiva. Cassettes y VHS que solo podemos mirar, juguetes y ropa que usaron en otra vida, en otro mundo, nuestros hijos.
Además de la que vaciamos, en el edificio hay otras muchas bauleras. Calculamos, mal y apurados, por lo menos cuatrocientas. Más, seguro más. Aunque hay cámaras y carteles que invitan a limitar la circulación al espacio propio, deambulamos. Pasillos largos de galponcitos enrejados. Sillas, ventiladores, un caballo de madera, maniquíes, baúles, bolsas negras despanzurradas. Polvo encima del polvo. Cosas arregladas y emparchadas con esto y aquello.
¿Para qué?, no nos preguntamos. ¿Por qué guardan y guardamos lo andrajoso, lo derrotado, lo improductivo?, en lo más mínimo estuvimos ni cerca de pensar así chusmeando entre las bauleras ajenas. Hace falta que eso esté, que sostenga. Ya sabemos. ¿Por qué arreglamos y cosemos un hilo de vida en esos objetos sin función práctica, sin otra cosa que hacer, además de existir aparte, a un costado? ¿Por qué le ofrecemos vigor a sus latidos precarios? Porque nos importan.
Porque solamente nosotros podemos cuidar y arreglar lo que los días todos los días apurándonos nos gritan que es mejor tirar y reemplazar. Porque hay algo para hacer todavía con lo que sobrevive y permanece, aunque esté viejo, aunque esté roto.
Algo prestado
Estas ideas no eran mías, pero ahora sí. No sé quién las dijo. Theodor Adorno, Axel Honneth, Jürgen Habermas, Richard Sennet. Son citas a medias que fui levantando de un libro. Como un chico que pasa por las mesas de una fiesta, apenas llega al borde y va tomando, mientras los adultos bailan distraídos, en una euforia que todavía no entiende, los restos de vino y sidra que se entibian en las copas. Un traguito de acá: “En la vida secular moderna, la aceleración sirve como el equivalente funcional de la promesa (religiosa) de la vida eterna”, un sorbito de otro lado: “Incrementando la velocidad de la vida podríamos vivir una multiplicidad, una infinidad de vidas: la aceleración es nuestra respuesta inapropiada a los problemas de la finitud y de la muerte”.
El libro se llama Alienación y aceleración, es de Hartmut Rosa, un filósofo alemán contemporáneo y de ahí levanto y trago lo que otros dejaron dicho acerca del tiempo que se contrae, de cómo nos aceleramos y, cada vez que inventamos una máquina de hacer algo, hacemos ese algo mucho mucho más. “La idea de que nunca llegamos a hacer lo que realmente queremos hacer se basa en el hecho de que la lista de asuntos que podemos hacer se va alargando año tras año”. La cabeza se empieza a revolver y marear con eso que los otros dejaron escrito y yo fui subrayando con lápices masticados. “Dejamos de nadar con determinación hacia un punto en el océano —venciendo a las olas para alcanzar una meta— y nos dejamos llevar por la marea imprevisible”.
Termino de leer y me bamboleo hinchado con eso que fui tomando de lo que pensaron otros. Un poco borracho, me quedo rumiando la palabra “ansiedad”, las palabras “culpa”, “olas”, “listas”. Y adentro mío, esas palabras de libro saltan y se mezclan con el temblor de lo inmediato: “trabajo”, “cuentas”, “amigos”, “escuela”. Se acabó la fiesta y no queda nada para robar en los vasos. Ya no hay tiempo para leer. A otra cosa. A todas las cosas. Otra vez, en la rutina del día, vibra en mí un motor que, en la autopista llena, de vuelta a casa, rumia y espera.
<b>Algo azul</b>
Joni Mitchell nació en 1943. Hace 80 años. En su disco Blue ella es joven y su cara joven se recorta celeste sobre el azul. Como de hielo es su cara, como de un polvo estelar. En Blue hay ocho canciones, pero sobre todo hay una: River.
Avisa que no nieva, esa canción, en el lugar en el que está la chica que canta. Todo se mantiene más o menos verde. La chica se promete ganar mucha plata haciendo algo y escapar de ese sitio. De esa “escena”, dice, canta, y vuelve foto su vida, la enmarca y la detiene. En eso quieto o, a lo sumo móvil, apenas en un bucle de repetición nos muestra lo que podrían ser, hasta entonces, sus días enteros. Le gustaría tener un río largo y congelado para poder patinar. Irse en ese río suyo y blanco. Dice que le enseñaría a sus pies a volar. Pero no hay nieve ahí. Y el pasto sigue verde y, en lo que dura esa canción, no hay manera. Va, por un lado, la voz y lo que quiere, por otro lado, lo que pasa, el tiempo. El río avanza en su caudal, se mueve sin ella.
Me gustaría ayudar a la chica que canta a armar esa pista de hielo; congelar la bravura del río y patinar. Un paso adelante, desplazado, después otro más. Porque con el hielo así, sabría dónde ir, sabría cómo. Sabría patinar a mi ritmo, juntar lo que quisiera del camino, de a sorbos, cargarlo en los bolsillos y quedarme en alguna parte cualquiera de ese río congelado. Mirar después lo que junté, lo que envejece y el viento gasta, una cara joven, un libro, polvo de estrella, oyendo cantar a esa voz. Sin nada pendiente, ninguna urgencia. Podría separar lo que importa de lo que no. Cuidar lo que haga falta, arreglarlo. Tranquilo. Sin alarmas.