Hace muchos años, cuando cursaba la carrera de Letras en Puán, me crucé con un artículo de Miguel Dalmaroni cuyo título era “Todo argentino es héroe de Boquitas”, y ese fue el comienzo. No sabía exactamente por qué (y nunca llegué a leer el artículo) pero, instintivamente, la sentencia me parecía certera.
Bastante tiempo después, cuando mi mamá se murió y tuve que vaciar la casa en la que primero habíamos vivido todos y después había vivido solamente ella, la intuición respecto del título de aquel artículo pasó a otro nivel: empecé a sentir, en efecto, que mi mamá podía haber sido un personaje de Boquitas pintadas, y escribí entonces un artículo en el que intentaba explicar por qué. La nota se llamó “Manuel Puig, el espectáculo del tiempo” y giraba alrededor de un velador blanco que recorre el libro de Puig y simboliza el paso del tiempo: en 1938, al principio de la novela, una Nené recién casada le agradece el regalo a Mabel: “Ante todo muchísimas gracias por el regalo tan lindo, qué hermoso velador, el tul blanco de la pantalla es una hermosura”. En la última página, en cambio, y con Nené recién fallecida, el velador es “un viejo velador con pantalla de tul”.
Terminé de escribir ese artículo en Brasil y mientras le daba los últimos retoques para hacerlo entretenido y claro me invadió cierto sentimiento canchero: me gustaba cómo había quedado el texto, sabía que iba a emocionar al menos a mi familia y creía que toda la densidad que había puesto en el artículo no era mía sino de mi mamá: el personaje de Boquitas pintadas era ella. Yo no tenía nada que ver. Yo, muy por el contrario, estaba liviano y viajando y escribiendo. Yo era creativo, vital, sensible. Casi un surfer con aptitudes para el arte.
Lo que no sabía era que a la vuelta de la esquina me esperaba mi propio drama, mi convertirme en un personaje de Boquitas. Por eso no registré que, todavía viajando, decidí comprar un velador barato, liviano, de plástico y, por supuesto, blanco.
El título del artículo de Dalmaroni lo decía claramente: todo argentino es héroe de Boquitas.
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Unos meses antes de partir al país tropical había conocido a Julieta en un asado. Me pareció linda de entrada, pero sólo cuando nos vimos a solas supe que, en verdad, me parecía muy linda; además del candor frutal que había visto en el primer momento, a menos de tres centímetros de distancia sus facciones se reorganizaban hasta convertirla en una chica pin-up.
Empezaron a pasar las semanas y después los meses, y sin decírnoslo ella dejó de ver a otros chicos y yo a otras chicas. Creo (todo es conjetural) que no compartíamos ninguna complicidad especial y ni siquiera hablábamos mucho, pero por algún motivo nos seguíamos viendo.
Por lo demás, en ningún momento hubo un atisbo de compromiso o proyección. Esto, en mí, es lo normal: la verdadera intimidad me cuesta mucho. Lo raro y novedoso era que ella tampoco hablaba del tema. De hecho nunca dijo una sílaba de mi aventura brasileña que, desde el principio, había estado en el horizonte del vínculo. Todo parecía ser parte de esa terra gratuita previa a un viaje.
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El plan era sospechosamente liviano: flotar por América, ir a ver un partido del Santos Futebol Clube, reunir material para mi libro sobre la Copa Libertadores, tratar de conocer chicas brasileñas, derivar por habitaciones de AirBnb y chatear con Julieta hasta mi vuelta.
Ya en viaje, e increíblemente, el punto que me empezó a preocupar no fue el último sino el penúltimo: la itinerancia estaba muy bien pero, con un presupuesto de rango medio, terminaba durmiendo en lugares que no eran silenciosos ni agradables ni cómodos. Y así, cavilando, llegué a la conclusión de que la única variable que podía controlar era la de la iluminación: no podía mejorar los colchones que me fuese cruzando ni podía generar silencio en la noche, pero sí podía comprar un velador y asegurarme, al menos, una luz cálida.
Así fue que una mañana brasileña, cuando terminaba mi articulo sobre Puig y mi mamá y el velador blanco, compré ciegamente, como en las tragedias, mi propio velador blanco. Recuerdo la palabra en portugués: abajur. Y fue a los pocos días que Julieta me dijo “estoy viéndome con alguien” para después rematar: “estoy en una”. (Digresión filológica: ¿no es sorprendente que esta expresión que tanto odio haya aparecido después, y no antes, de “estoy en otra”?).
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El gran amor de Boquitas pintadas, el que aparece en las primeras páginas y en las últimas, es el amor no consumado entre Nené y Juan Carlos. Lo interesante es por qué ese amor no se consumó, e imaginar qué hubiese pasado si se consumaba.
Tuve que leer Boquitas pintadas muchas veces para captar la extrema simplicidad de la trama: Nené había perdido la virginidad con el doctor Aschero (“¡qué caro me salió ser tonta un momento!”) y tenía terror de que Juan Carlos se diera cuenta, porque entonces no se querría casar con ella. Por eso, en vez de tener sexo de una vez como él quería, se quedaban franeleando durante horas en el portal de Nené. Celina, la hermana de él, odia a Nené por eso: Juan Carlos ya tenía los problemas respiratorios que lo llevarían a la muerte, y Nené parece insensible y cruel exponiéndolo al frío: “yo pido que se haga justicia, que esa mujer tenga su merecido ¡un muchacho débil, resfriado, y ella lo hacía quedar en ese portón horas y horas, hasta la madrugada, lo hacía quedar con sus malas artes!”.
El corolario de esta disposición de las cosas es que Juan Carlos jamás consideró, siquiera lejanamente, tener una relación amorosa con Nené; si hubieran consumado, él la habría dejado inmediatamente. Eso le dice a su amigo Pancho: “Juan Carlos le dijo que ni bien consiguiera lo que ambicionaba, se acabaría Nené, y pidió a Pancho que jurara no contarlo a nadie”. Nené, entonces, vivió toda su vida en un equívoco porque nunca supo que Juan Carlos solamente quería pasar un rato con ella.
Así, nos dice Boquitas pintadas, funciona el mundo: los sentimientos más profundos se fabrican a partir de malentendidos. La vergüenza puede parecer crueldad, y (lo que hubiese sido apenas) un encuentro sexual puede recordarse como un gran amor.
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Han pasado varios años ya de que conocí a Julieta y de mi viaje a Brasil.
El libro sobre la Copa Libertadores se publicó; el octavo capítulo transcurre en San Pablo y es producto de aquel viaje. Durante varios meses no pude escribirlo porque recordaba los mensajes que ella me mandaba cuando yo estaba yendo a la cancha a ver al Santos Futebol Clube.
Por lo demás, y como un reconocimiento hasta ahora secreto de su hegemonía, metí en un mismo párrafo, yo que odio escribir con guiños, su apellido (es una palabra común del tipo “rojas” o “campos”), su animal preferido, la calle en la que vive y el nombre de la plaza en la que tuvimos la última charla (esa tarde aciaga comentamos el artículo sobre el velador blanco, que acababa de ser publicado, y le regalé un ejemplar de Boquitas; ella dijo que le encantaba la chica pin-up de la tapa).
Dato de color: solamente una vez vi Libertadores de América en una biblioteca, y fue en su casa: ella lo había comprado y, por supuesto, no me lo había dicho.
En casa tengo el abajur. A veces lo miro. En Boquitas pintadas ese objeto simboliza el drama de Nené: en algún momento encarnó la ilusión del casamiento pero después pasó a recordarle que se alejó de su amor de juventud para casarse con un hombre que nunca le gustó: “al único que quise fue a Juan Carlos (…) ahora tengo que aguantar al cargoso de Massa para toda la vida”. En mi caso en algún momento representó el plan de flotar por América pero rápidamente se convirtió en el símbolo de dejar de ver a Julieta.
Y entonces, mirando el bendito velador blanco, me invade un pensamiento un tanto complejo: soy Nené. Soy víctima de mi propia fantasía. Pienso, sin ningún sustento, que una relación que fue más breve que larga tenía en realidad un gran destino. Estoy preso de la belleza de un rostro y puedo decir, como decía Nené de Juan Carlos, “si Dios te hizo tan lindo es porque Él vio tu alma buena, y te premió”. Y todo, por supuesto, con la comodidad de la ilusión; si finalmente volviésemos a vernos el resultado, muy probablemente, sería distinto a la historia de amor que sólo ocurre en mi mente: yo sigo siendo yo y Julieta tenía dificultades para la intimidad parecidas a las mías. “El problema es que ella fue más Ale que Ale”, me dijo un amigo en aquel momento. Sus sentimientos más intensos también fueron suscitados por los vínculos más imposibles o más breves.
Mi esperanza es que en Boquitas la boludez en un momento se acaba; por eso, cuando se enferma, Nené cambia el testamento. Tiempo atrás había pedido las cartas que Juan Carlos le mandaba (las cartas que nosotros pudimos leer a lo largo del libro, y que son lo único que le queda de él) para tenerlas cerca durante el descanso eterno: “exigía que en el ataúd, entre la mortaja y su pecho, se colocara el fajo de cartas ya nombrado”. Pero cuando el final se acerca cambia lo de las cartas porque prefiere objetos más ligados a las cosas reales de su vida: “Pero dicho pedido debía ser cambiado, en lo que atañía a las cartas. Ahora su deseo era que en el ataúd le colocaran, dentro de un puño, otros objetos: un mechón de pelo de su única nieta, el pequeño reloj pulsera infantil que su segundo hijo había recibido como regalo de ella al tomar la primera comunión, y el anillo de compromiso de su esposo”. Es decir que, a golpes de sensatez, las cosas en algún momento se acomodan.
Otras veces miro el velador y el pensamiento es mucho más simple, y por eso este párrafo es mucho más breve: soy Juan Carlos y solo quiero pasar un rato con ella para tocar su surco y después poder rechazarla. La única diferencia es que Juan Carlos, que en su agenda escribía cosas como “Se ve que sos presiosa” o “Llega 20:15 tren de Bs. As. con pupilas de vacaciones. Dar vistaso.” nunca usaría una palabra como “surco”.
Me pregunto, igual, si no habrá otras opciones además de estas dos.
En cualquier caso, ese orbe de personajes inevitablemente limitado por las circunstancias (entre las décadas del treinta y del sesenta, entre Vallejos y Buenos Aires) forman un mito argentino en el que cada cual encontrará su lugar o sus lugares. Y no es como dice la canción. No merecés lo que soñás. Merecés lo que Puig dice que merecés.