Hacía tiempo que la música del compositor ruso Serguei Rachmaninov (1873-1943) no se escuchaba en Buenos Aires. En especial, sus cuatro conciertos para piano y orquesta, dos de los cuales (el segundo y el tercero) gozaron en algún tiempo de gran difusión y popularidad. La organización de un Festival dedicado a él en tres sesiones por parte del Teatro Colón (en el Teatro Coliseo, en el marco del plan “Colón en la Ciudad”) y en ocasión del 150 aniversario de su nacimiento es, sin lugar a dudas, una buena noticia.
Sea por si logra atemperar aquella vacancia, sea por las renovadas lecturas que puedan generarse de la obra de este músico que supo ser tan popular, la idea de llevar adelante estas funciones —iniciadas el pasado sábado— puede convertirse también en una oportunidad para reflexionar sobre el status de una decisión cultural. En efecto, detrás del diseño de una temporada musical completa o incluso de la programación de uno o una secuencia de conciertos, puede resultar de utilidad comprender el sentido y la significación de un universo más amplio y complejo: el de las políticas culturales. En ellas puede observarse el modo en que se ponen juego tradiciones, juicios y prejuicios, lógicas de funcionamiento institucional, cambios y posibles resistencias a ellos, mecanismos de consagración y, por qué no también, modas. Pero, en todo caso, de lo que se trata es de no perder el horizonte del público como destinatario —y sobre todo beneficiario— final y fundamental de dicha acción.
Revisitando Rachmaninov
¿Cuáles podrían ser algunas de las razones que expliquen la escasa frecuencia en la aparición de las obras de Rachmaninov, al menos en nuestro medio musical?
En primer lugar, la indiscutida combinación de expresividad y virtuosismo con la que imprimió el compositor a sus conciertos para piano exige de la innegociable disponibilidad de un pianista más que dotado, sin subestimar la necesidad de contar con una orquesta que al tiempo de responder a las propias exigencias que también en esta materia propone Rachmaninov, tenga al frente una batuta diestra. Y no precisamente en el “acompañamiento”, sino fundamentalmente en contribuir convencida y convincentemente a leer en estas obras esa concepción esencialmente dialógica entre instrumento solista y orquesta que le dio el compositor a sus creaciones. Ha habido, hay y seguirá habiendo, desde luego, pianistas y directores capaces de enfrentar el desafío, pero su programación requiere siempre de espectáculos de calidad indiscutible. La acertada elección del director serbio Srba Dinic al frente de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires logró que aquella “invención dialógica” se percibiera con claridad.
En segundo lugar, junto a aquellos dos componentes consustanciales a sus creaciones, estas están de alguna manera sobre-determinadas por el hecho de que además de compositor, Rachmaninov fue uno de los pianistas más extraordinarios que jamás haya existido. Esta última condición y el hecho de que las interpretaciones de sus propios conciertos sean consideradas mitológicas, constituyen una verdadera espada de Damocles para todo aquel que pretenda arremeter con sus obras. Se ha llegado a afirmar que el tamaño de las manos del compositor —sobre el cual se barajaron incluso diagnósticos de posibles enfermedades— impusieron a eximios intérpretes el reto de lograr empardadas. Al respecto llegó a afirmar el gran pianista Arthur Rubinstein: “Tenía el secreto del tono dorado y vivo que sale del corazón… Yo siempre estaba bajo el hechizo de su tono glorioso e inimitable”.
La disponibilidad de grabaciones de aquellas versiones del propio Rachmaninov hizo, pues, que las mismas se alejen del carácter arquetípico de todo mito para convertirse en realidades cuasi amenazantes. El pianista argentino Nelson Goerner —a cargo de esta propuesta excelente del Colón— demostró ya en la primera de las jornadas que es capaz de ir por el mito y por la realidad, combinando una técnica deslumbrante con una gran expresividad. Así, resultó particularmente sorprendente el modo en que, mediante el gesto, parecía escenificar aquel diálogo que el compositor imaginó del piano, sea con los instrumentistas o con el director a cargo de la orquesta.
Un cristal desde donde ver una política cultural
Finalmente, y más allá de las efemérides —que bien abordadas pueden ser siempre excusas para generar nuevos y refrescantes conocimientos sobre el evento o persona objeto de la evocación—, puede resultar rico reflexionar en torno a la decisión de encarar este Festival en términos de gestión cultural en general y de música en particular. En efecto, la elección de la figura de Rachmaninov resulta reveladora para conocer mejor y desde nuevos puntos de referencia los aportes del compositor, además de considerar posibles explicaciones a la vez que subsanar aquella ausencia con la que se iniciaron estas líneas. Pero, asimismo, para ensayar interpretaciones en torno a cómo se decide en materia cultural.
Rachmaninov fue considerado durante varias décadas una “rara avis” en el universo de los compositores del siglo XX. El primero de esos motivos —y fundamentalmente de los dardos dirigidos hacia él por colegas, intérpretes y críticos— fue la distancia, consciente, deliberada e incluso explicitada de su parte, respecto de las corrientes modernistas y vanguardistas de su época. En 1939 manifestó de esta manera la imposibilidad de identificarse con las tendencias de su tiempo: “Me siento como un fantasma vagando en un mundo que se le ha vuelto extraño. No puedo desterrar el antiguo modo de escribir, y no soy capaz de adquirir el nuevo. Me he esforzado enormemente por sentir las maneras musicales actuales, pero no van a acudir a mí. Al contrario que Madame Butterfly con sus rápidas conversiones religiosas (…), no puedo desprenderme repentinamente de mis dioses y arrodillarme ante los nuevos” (citado por Alex Ross en El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de la música).
Sin embargo, al tiempo que una parte del sistema consagratorio musical pulsaba por dejar a Rachmaninov fuera de los ámbitos académicos de la música por su adscripción a un romanticismo que por su defensa a ultranza del valor de la melodía era juzgado de extemporáneo, la música del ruso exiliado en Estados Unidos luego de la Revolución de 1917 comenzaba a ser reconocida por el público, a veces incluso por sobre las de otras figuras del exilio europeo en la costa oeste norteamericana: Arnold Shoenberg —el creador de la música atonal—, Igor Stravinsky también criticado en su etapa “neoclásica”, Kurt Weill —socio del dramaturgo Bertolt Brecht— o Bela Bártok.
Más allá del éxito que sus melodías iban cosechando en vida cada vez que se presentaba en público, especialmente luego de su muerte, sus producciones se verían particularmente proyectadas gracias a la masificación de la industria de la radio y del cine, en la que buena parte de su música se popularizó a partir de la inclusión en difundidos films. Lo cierto es que tal vez esa masificación pareciera haberse alcanzado más en la “periferia” masiva del consumo musical (al calor de la incipiente “industria cultural”), que al interior de los canales de consagración y difusión más tradicionales de la música clásica. En particular, para el caso argentino, todavía están pendientes de ser investigados a fondo los mecanismos puestos en funcionamiento por décadas de parte de los teatros oficiales y las entidades privadas organizadoras de conciertos, muchas veces expresiones de resistencias conservadoras.
En todo caso, sea para abordar la gran transformación que se produjo hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX en la organización de los conciertos públicos, como lo hizo el investigador William Weber, como para la exploración de otros períodos, resulta pertinente recordar que “diseñar un programa de concierto implica necesariamente una serie de acuerdos entre públicos, músicos, gustos y, por extensión, fuerzas sociales por lo que la planificación de un concierto es una especie de hecho político” (La gran transformación en el gusto musical). Solo que en los inicios del siglo XXI, aquella posible transformación —más o menos profunda; más o menos revolucionaria— debiera ser comprendida y resignificada al interior de las hoy profesionalizadas perspectivas en torno a las políticas culturales.
En todo caso, la detección de una determinada vacancia, la visualización de una efeméride como pretexto, pero, sobre todo, la decisión —política finalmente— de focalizar en la obra de un compositor, mucho más si este dialogó de modo tensionante entre el “adentro” y el “afuera” de los canales de la consagración musical, constituye no solo una invitación a revisitar su obra desde ángulos y perspectivas renovadas. Implica también poner en cuestión viejos apotegmas y prácticas y, por sobre todo, amplificar y diversificar al mismo tiempo los repertorios y también los públicos. Si decisiones de este tipo son el resultado de políticas meditadas y siempre formuladas con sentido profesional y manteniendo la vara alta de la calidad artística, las políticas culturales adquirirán entre la población una valoración y un reconocimiento mayor en lo que de ellas depende respecto del crecimiento intelectual y también del bienestar colectivo. Así ocurrió este sábado. Y no hay dudas de que seguirá ocurriendo en los dos conciertos que restan aún del “Festival Rachmaninov”.
“Festival Rachmaninov”, organizado por el Teatro Colón en el Teatro Coliseo
Concierto 2
Sábado 23 de septiembre
Concierto para piano y orquesta Nº 2 en do menor, op. 18
Sinfonía Nº 2 en mi menor, op. 27
Concierto 3
Sábado 30 de septiembre
Danzas sinfónicas, op.45
Concierto para piano y orquesta Nº 3 en re menor, op. 30
Nelson Goerner, piano
Orquesta Filarmónica de Buenos Aires
Srba Dinic, director
* Sociólogo (UBA) especializado en temas culturales. Doctorando en Ciencias Humanas (UNSAM).