Hubo una tentativa, fallida, de musicalizar la vuelta de Perón. Seguramente en virtud de sus oropeles contestatarios durante la dictadura, Miguel Cantilo fue convocado por Julio Bortnik, un periodista que ya en los sesenta había sido cercano a Felipe Vallese –obrero metalúrgico y activo integrante de la resistencia peronista que desapareció el 23 de agosto de 1962– y el grupo Insurrección, y que luego se integró a las FAP. “Me transmitió un mensaje de los cuadros del peronismo que me pedían una Marcha, como la de la Bronca, pero enfocada al retorno del General. Le contesté de una que mi compromiso con las corrientes justicialistas no era lo suficientemente inspirado como para tomar ese encargo, que tal vez había otros exponentes más ligados a ese entorno como Jorge Álvarez y Billy Bond, que podrían hacerlo mejor. Mi militancia no daba para tanto. De hecho, nunca milité”.¹ El gesto de prescindencia de Cantilo fue a medias, porque compuso La leyenda del retorno, una canción que intentó pintar el clima festivo previo al aterrizaje del Giuseppe Verdi.
El gran cacique vuelve del exilio / Manos al cielo, padre de los indios. / Traigan al líder, traigan al líder / El pueblo lo quiere vivar / Vine ante todo para destapar / La pipa de la paz.
La canción formó parte de materiales urdidos con el guitarrista Kubero Díaz, quien después no formaría parte del Grupo Sur que grabó el disco. Cuando se publicó, en 1975, aquel suceso de junio parecía haber pertenecido a un tiempo remoto. A pesar de su escasa irradiación, La leyenda del retorno documenta un inusual estado de desconfianza hacia los llamados pacificadores y la necesidad de dejar atrás los odios. Una aprensión proyectiva, además.
La multitud festeja su retorno / Mientras el pan espera por el horno / Que no está para bollos / Y no está para el pan.
Por lo tanto, Ezeiza, quedaría vacante como tema, salvo menciones elusivas que siempre nos obligarán a una paciente hermenéutica. El Cancionero de la Liberación se grabó no obstante bajo el impacto de las balaceras en el Puente 12. Deberíamos decir: se grabó como si, en los hechos, lo de Ezeiza no hubiera sucedido (el “la liberación ya se siente cerca” del villancico Curas del Tercer Mundo encontraba su refutación en la caída de Cámpora). Los conciertos que se realizaron a mitad de julio en el teatro del Sindicato de Luz y Fuerza, y cuyo material, en parte integra el vinilo, intentó no obstante recrear la atmósfera de radiante optimismo del 25 de mayo (era una música fuera de tiempo. Dicho de otra manera: la música de un tiempo perdido). Rovito le dijo a Lorena Verzero que Piero consiguió los equipos que permitieron materializar el entusiasmo forzoso. El disco se vendió a un precio simbólico para subsidiar la producción. La foto de la portada muestra en un primer plano a un bombo. Detrás, una columna de manifestantes que canta. “La revolución se hace cantando”, dijo la revista del espectáculo Antena el 16 de julio del 73. Y ese había sido el propósito de ese manojo de canciones.
Pero el repertorio no podía liberarse de las circunstancias que habían puesto punto final a la sensación de avance en el campo de las conquistas políticas. Frente al retroceso, tanto los enunciados como las letras habían perdido algo más que su actualidad. Habían sido fruto de una contingencia, eran depositarias de expectativas, y la dinámica de los acontecimientos evaporó su capacidad de resumir una aspiración realizable. Cuando el colectivo José Podestá subió al escenario, el presidente era Raúl Lastiri, el yerno de López Rega. El peronismo se había ladeado hacia la derecha. Esa inclinación no impidió grabar el Chamamé del Tío, con todo su desfasaje temporal.
Pero si hay alguien que fue antónimo de doblez, / ejemplo de la honradez, celoso del cumplimiento, / es quien, con acatamiento, con nobleza y lealtad, / obró con fidelidad al Pueblo y al Movimiento...
El empecinamiento de atarse a los días festivos se expresa en la contraportada. “Nuestra voluntad de ser protagonistas del proceso de reconstrucción nacional nos afirma en nuestro trabajo de organización y practica revolucionaria, único camino hacia una patria justa, libre y soberana: la patria del socialismo nacional que Perón nos señaló como meta”. Se pasaba por alto la propia corrección del general, quien, como se ha visto, el 21 de junio había ordenado ceñirse a las veinte verdades.
En “Hasta la toma del poder”, cantado por Ross y Piero, se tensaba más la relación entre las ilusiones y la coyuntura. La canción es precedida por un relato. “Traición puede ser callarse, hablar de menos, hablar de más, hablar de otra cosa, pero sobre todo hablar de otra cosa simulando que se habla de eso”. Acto seguido, Piero recuerda que “una cosa es gobernar” y otra, muy distinta, controlar los recursos del Estado para ejecutar el programa de transformaciones. El ex novicio no puede evitar su novatada política al plantear los desafíos por venir.
Vos que ganaste como yo con la Argentina y con Perón, cuídalo / El enemigo no está derrotado, la lucha continua tenemos que pelear / Codo con codo con los compañeros.
El cancionero concluye con “El pueblo peronista”, de Marta Larreina y Oscar Rovito. Como en otros temas, la canción es precedida por un parlamento que presenta el mismo problema de desactualización:
El pueblo trabajador, el pueblo humilde de la patria está de pie y lo seguirá a Perón, el líder del pueblo, porque ha levantado la bandera de la redención y de la justicia de la masa trabajadora. Lo seguirá, a pesar de la oposición de los traidores, de adentro y de afuera. Los “vendepatria” de adentro que se venden por cuatro monedas están también en acecho para dar el golpe en cualquier momento. Pero nosotros somos el pueblo. Yo sé que estando el pueblo alerta somos invencibles porque somos la patria viva.
Sucede que ya para entonces el “golpe” ya había sido dado contra el “Tío” y la figura del “infiltrado”, enunciada por Perón el propio 21 de junio, formaba parte del léxico punitivo que había comenzado a incubarse.
El momento estrictamente musical seguía celebrando la victoria electoral de Cámpora (“en un día de marzo revoleamos al mundo”), pero ese país había dejado de existir.
Derivas de Don Julio
La grabación del Cancionero coincide con la polémica que, como un disco rayado, giraba alrededor del Libro de Manuel, una novela de Julio Cortázar cuyos rodeos nos llevarán al segundo intento de representación musical por parte de la guerrilla. Mencionemos primero que sus personajes, latinoamericanos anclados en París, quedan atrapados en un malentendido insurreccional. ¿A quién podían interesar en Buenos Aires las recetas francesas? Con los sermones de Régis Debray sobre el foco, se conjeturaba, la revolución continental había tenido suficiente.² ¿O “lo francés”/europeo definía también los contornos espigados de la figura de Cortázar? Viñas de hecho los había puesto en relación especularmente. “Todo lo que condensa su viaje a Europa resuelta opuesto y complementario del de Régis Debray: el egresado de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta va a buscar su espíritu a París y, de hecho, se cruza con el egresado de la École Normale Supérieure que parte hacia América en busca de una corporización de las teorías aprendidas (...) ambos querían superar las escisiones respecto de lo otro sentido como carencia en el interior de las respectivas versiones originarias que padecían de la cultura burguesa ya fuese de un país víctima o en un país verdugo”.
La manera en que fue leído el Libro de Manuel –un cabreo generalizado– abre una diagonal interpretativa a problemas que venimos tratando. Cortázar, el escritor que, como el Che, tenía sus propios posters y su voz circulaba en disco (esa voz algo cadenciosa que arrastraba las “erres” para acentuar la lejanía). Con su cuarta novela se dramatizaron otra vez las tensiones entre arte y política, así como los lugares de la enunciación. “Buenos Aires-París se yuxtaponen, pero no hay síntesis... entonces, ¿a cuál se juega? ¿A las dos a la vez o a ninguno? ¿París cuando digo Buenos Aires y a la inversa cuando susurro París?”. La recriminación formulada por Viñas tres años antes mantenía su pertinencia. Con un añadido: la ambigua posición del escritor argentino frente al caso Padilla (una verdadera divisoria de aguas de la intelectualidad, en 1971) había suscitado a su vez recelo entre los defensores a rajatabla del castrismo que habían recibido con los brazos abiertos al presidente Dorticós en la toma de posesión de Cámpora.
El Libro de Manuel cuenta las peripecias en París de una cofradía latinoamericana que incluye a varios argentinos. Ellos forman “la Joda”. El grupo de aspiraciones revolucionarias y nombre estrambótico parece la superación dialéctica del Club de la Serpiente. Si en uno, el de Rayuela, reinaba el jazz y la conversación improductiva, en el otro, del ejercicio situacionista se pasa al secuestro diletante de un funcionario con atributos regionales, llamado “el VIP”. El botín de la guerra urbana sería de intercambiado por prisioneros políticos. Pero antes de lograr el objetivo, y por un desliz sentimental, son encontrados por la policía.
“¿Qué opina de Libro de Manuel de Julio Cortázar?” La pregunta de la revista Crisis en su primer número, que salió a la venta pocas semanas antes del traspaso de mando, fue respondida con diversas coloraciones de la sospecha. “El europeo Cortázar nos mira. Pero no dejemos de leerlo. Porque aquí sus ojos de europeo tienen un valor universal”, dijo Osvaldo Bayer. “A nosotros los trabajadores nos importa más Evita que Platón”, la soslayó el ex secretario general de la CGT de los Argentinos, Raimundo Ongaro. “Simplista e ingenua”, remató Liliana Hecker, de la revista literaria Escarabajo de Oro. “Su actitud tiene algún valor, aunque personalmente prefiero más a los que donan la vida por una causa, que a los que ceden derechos de autor”, señaló el padre Mugica.
Pocos días después, en La Opinión del 10 de mayo, Juan Sasturain le regaña su “concepción colonizada de la cultura como bien al que se accede y no como producto del hacer colectivo”. Un mes más tarde, en el segundo número de Crisis, Alberto Carbone, un cura cercano a los primeros Montoneros y el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, entrevista al escritor con una ristra de recriminaciones. “Siento que era mejor Cortázar en El perseguidor, Casa tomada o Rayuela. En esta mezcla que es el Libro de Manuel creo que pierden la literatura y la política”. “Es curioso –responde el escritor–, vos te estás poniendo en una posición abiertamente liberal”. Carbone se define como el transmisor de reproches de otros lectores. “Te transmito quejas: ‘Cortázar confundió las torturas con las relaciones sexuales no tradicionales’”. Hay erotismo y erudición vacua. Y aunque sus personajes sueñan con la revolución no da cuenta del proceso político y cultural propio de la realidad argentina. “Creo que los que escribieron una enciclopedia en Francia, ayudaron a desatar la Revolución Francesa”, responde con cierta sorna.
La refinada pero también muy política revista Los Libros tampoco se muestra piadosa. Jorge Rivera observa que las principales transformaciones que propone la novela remiten al campo literario y no al espacio socio-político. Ya en 1974, Beatriz Sarlo lo califica en esa misma publicación de “escritor pequeño burgués”.
Más allá de asuntos estrictamente relacionados con el pudor, la eficacia de la forma o sus técnicas (la fragmentación sin transiciones o cortes al estilo Burroughs), la querella tiene como trasfondo el problema de la autonomía del arte del cual el propio Cortázar no se desentiende: “en lo que llevamos visto el hombre nuevo suele tener cara de viejo apenas ve una minifalda o una película de Andy Warhol”. Pero en un pliegue más desatendido, aunque no menos importante –esa es la razón de nuestros rodeos– está, una vez más, la música. Los narradores y a la vez testigos de los hechos que se novelan (Andrés y “el que te dije”) son inocultablemente melómanos. De un modo inverosímil, enfrentado a todo código realista o documental.
Para decirlo con claridad: parte de las predilecciones de los personajes, que eran las de Cortázar, se desconocían en la Argentina, eran patrimonio de minorías entre las minorías culturales o podían ser entendidos como una marca de abolengo (las referencias “al prestigio de los objetos de la Gran Cultura” que le censuraba Viñas). Mozart (sus quintetos), Béla Bartók, Luciano Berio, el ex integrante de la guerrilla griega durante la Segunda Guerra y campeón de la música estocástica, Iannis Xenakis (“Vos con tu Xenakis y tu culturita de sofá y lámpara a la izquierda”, le dice Lonstein a Andrés), y hasta Joni Mitchell, famosa después de Woodstock, ¡Caetano Veloso!, Juan Carlos Paz, Pedro Maffia, Eduardo Falú y un clásico cortazariano: Jerry Roll Morton.
Cortázar los hacía desfilar ante los ojos del lector como ciudadanos de la profusa discoteca de un aristócrata del gusto. ¿Los educaba para la lucha o para el solaz con esos auriculares que tanto usaba en privado? ¿La toma del poder o la sofisticación y curiosidad musical? Esa parecía ser la ficción más distorsiva y es otra de las coordenadas del abismo que trataremos de cartografiar. Mejor explicado imposible: “hay toneladas como Andrés, anclados en el París o en el tango de su tiempo, en sus amores y sus estéticas y sus caquitas privadas, cultivando todavía una literatura llena de decoro y premios nacionales o municipales y becas Guggenheim, una música que respeta la definición de los instrumentos y los límites de su uso, sin hablar de las estructuras y los órdenes cerrados”.
Cortázar le dedica varios extensos párrafos a In C, una obra Terry Riley de 1964, nacida en el ambiente creativo que parió al hippismo en San Francisco, y que contribuyó de manera decisiva a fundar el minimalismo, la primera corriente musical propiamente norteamericana cuya premisa, “menos es más”, sacaba de las casillas a los modernistas.
…ahora que Gómez lleva diez minutos protestando contra la música burguesa, incluida la aleatoria, la electrónica y la estocástica, defendiendo panameñamente un arte de participación multitudinaria, el canto coral y otras maneras de trasplantar un canario a la aorta del pueblo. No es que Gómez sea sonso y suspire por Shostakovich o Kurt Weill, pero las dificultades de la música que Andrés por ejemplo trata de hacerle escuchar le parecen una prueba de que el capitalismo lato sensu busca una vez más y buscará hasta el último coletazo la formación automática de élites en todos los planos, incluido el estético. Y justo en ese momento al que te dije se le ocurre opinar (en vez de transcribir a secas lo que han dicho Gómez y los otros, trenzados en el bistro de madame Séverine) que un tal Terry Riley, yanqui, perfecta expresión aparente de todo lo que Gómez está execrando con violentos ademanes helicoidales, es el autor de una obra (y de muchas otras) cuyo contacto con el público (el “pueblo” de Gómez) es el más inmediato, sencillo y eficaz que se le haya ocurrido a nadie desde Perotin o Gilles Binchois.
Libro de Manuel disecciona en clave política el modus operandi de esa larga pieza que llegó al disco en 1968:
Andá a saber, reconoce el que te dije, pero en todo caso vos podés juntar a treinta pibes, explicarles el mecanismo, y durante una hora harán una música del carajo; si extrapolas podrían invitar a todos los de Boca o de River a mandarse el Terry Riley un domingo de tarde, repartiéndoles unas quenitas y otras cornamusas fáciles y baratas; casi todo el mundo es capaz de leer las notas, sin contar que hay el sistema de cifras, de letras y otras simplificaciones.
Desde el punto de vista de los impugnadores de la novela, Andrés, quien cavila hasta el final sobre su pertenencia a “la Joda” por miedo a perder su individualidad, debió haber sido el personaje más irritante al reivindicar “el derecho de escuchar free jazz si me da la gana y no hago mal a nadie”. Si “el que te dije” valoraba a Riley, el más hippie de los compositores de posguerra, Andrés está obsesionado con una obra de Karlheinz Stockhausen, el mismo al que los Beatles incluyeron en la portada de Sargeant Pepper:
Mi problema de esa noche antes de que vinieran Marcos y Lonstein a partirme por el eje, cordobeses del carajo, era entender por qué no podía escuchar la grabación de Prozession sin distraerme y concentrarme alter nativamente, y pasó un buen rato antes de que me diera cuenta de que la cosa estaba en el piano. Entonces es así, basta repetir un pasaje del disco para corroborarlo; entre los sonidos electrónicos o tradicionales pero modificados por el empleo que hace Stockhausen de filtros y micrófonos, de cuando en cuando se oye con toda claridad, con su sonido propio, el piano. Tan sencillo en el fondo: el hombre viejo y el hombre nuevo en este mismo hombre sentado estratégicamente para cerrar el triángulo de la estereofonía, la ruptura de una supuesta unidad que un músico alemán pone al desnudo en un departamento de París a medianoche. Es así, a pesar de tantos años de música electrónica o aleatoria, de free jazz (adiós, adiós, melodía, y adiós también los viejos ritmos definidos, las formas cerradas, adiós sonatas, adiós músicas concertantes, adiós pelu cas, atmósferas de los tone poéms, adiós lo previsible, adiós lo más querido de la costumbre), lo mismo el hombre viejo sigue vivo y se acuerda, en lo más vertiginoso de las aventuras interiores hay el sillón de siempre y el trío del archiduque y de golpe es tan fácil comprender: el sonido del piano coagula esa pervivencia nunca superada, en mitad de un complejo sonoro donde todo es descubrimiento asoman como fotos antiguas su color y su timbre, del piano puede nacer la serie menos pianística de notas o de acordes pero el instrumento está ahí reconocible, el piano de la otra música, una vieja humanidad, una Atlántida del sonido en pleno joven nuevo mundo.
Stockhausen habilita al narrador el planteo de distintos modos de entender el progreso:
Todo pasaje donde predomina el piano me suena como un reconoci miento que concentra la atención, me despierta más agudamente a algo que todavía sigue atado a mí por ese instrumento que hace de puente entre pasado y futuro. Confrontación nada amable del hombre viejo con el hombre nuevo: música, literatura, política, cosmovisión que las eng loba. Para los contemporáneos del clavicordio, la primera aparición del sonido del piano debió despertar poco a poco al mutante que hoy se ha vuelto tradicional frente a los filtros que sigue manejando ese alemán para meterme por las orejas unas sibilancias y unos bloques de materia sonora nunca escuchados sublunarmente hasta esta fecha.
El Libro de Manuel incluye el antídoto a los críticos de la melomanía exquisita encarnados en Gómez “tan bueno pero que será el Gómez Robespierre de mañana si la Joda se sale con la suya por todo lo ancho, si hacen su revolución necesaria e impostergable”. En la novela se insertan numerosos artículos periodísticos de la época. En general tienen que ver con acciones insurgentes o denuncias de actos de torturas. Pero uno, relacionado con la decisión de un joven hippie francés de diecinueve años de suicidarse porque lo obligan a cortarse su cabello, y que en su carta póstuma dice haberse quitado la vida porque le era imposible aceptar una “abdicación moral”, nos devuelve a la Argentina sin mayores transiciones o meandros. El horizonte constreñía el credo de la revolución en la música. La música de la revolución en camino tampoco tenía sus garantías: debía aprobar códices reglados, pasar por un detector de probidad que certificara su valor de uso político. Pero, además, no ser devorada por el tiempo.
¿Qué canciones podían templar los ánimos de aquellos que sumaban al torrente de la revolución fuera del menú de recomendaciones cortazariano? ¿Tributarias del folklore? ¿Subproductos de la contracultura? Esto último habría sido impensable en la Argentina, pero no así en Estados Unidos. Mark Rudd fue uno de los líderes de los Weathermen, la fracción de los multitudinarios Students for a Democratic Society (SDS) que, después de tener un gran protagonismo en las acciones contra la guerra de Vietnam, en su desesperación pasó de la guerrilla teatral al teatro de guerrillas. “Mucho de lo que hicimos tuvo el efecto contrario de lo que que ríamos”. Los Weathermen tomaron su nombre de una canción de Dylan, Subterranean Homesick Blues, en la que se canta: “You don’t need a weather man / To know which way the wind blows (No necesitas un meteorólogo / Para saber en qué dirección sopla el viento)”. Para Rudd, ese fue justo “la clase perfecta de empujón contracultural: no necesitábamos antiguos dogmas para comprender la realidad que nos rodeaba”. A pesar del título pop “éramos melodramáticamente serios”.
Rudd vivió en la clandestinidad entre 1971 y 1977. “No nos detuvimos para notar que el Che ya había muerto en Bolivia usando esta estrategia… el foquismo no funcionaba en ningún lugar que se estaba poniendo en práctica como Brasil, Uruguay, Argentina”. La educación política y sentimental de este ex dirigente de la Universidad de Columbia estuvo también atravesada por Sgt. Pepper, el sexo grupal, los test de LSD y el rock orgiástico (“la cultura juvenil –drogas, música y pasarla bien– era inherentemente revolucionaria y política”, las acciones callejeras violentas y las constantes sesiones de autocrítica y crítica a los hippies por no ser lo suficientemente políticos. “Una política de transgresión sin límites” que los llevó, en su desvarío, a sacar de la cárcel a Timothy Leary.
Retengamos este relato porque importa en relación a lo que sigue: un grupo armado toma prestada la letra de una canción para darse socialmente a conocer. El Cancionero de la liberación se encontraba en las antípodas de Dylan. Ahora bien, si la Cantata montonera fue un intento de “actualización doctrinaria” en el plano musical, ¿qué gustos podían traer algunos jefes de la guerrilla de sus años de formación, es decir antes de que bramaran que a Perón le sobraba el cuero como a todo montonero?
Para 1973, el discurso de la orga se había depurado de sus tintes de catolicismo. El comunicado 3 del 31 de mayo de 1970 sobre el cumplimiento de la sentencia de Aramburu prometía “dar cristiana sepultura a los restos del acusado, que solo serán restituidos a sus familiares cuando al Pueblo Argentino le sean devueltos los restos de su querida compañera Evita”. Cuando se había consumado el asesinato, Montoneros pidió para el ejecutado. “Que Dios nuestro señor se apiade de su alma”.
La Operación Pindapoy, llamada así por un jugo de naranjas de consumo masivo, introdujo en el corazón del drama político argentino a un grupo de jóvenes armados que pronto encontraron la legitimidad del propio Perón, en cuyo nombre dijeron haber actuado. ¿Y la nominación Montoneros? ¿Qué resonancias nos llevan a diseccionarla en estas páginas?
Al contar la historia del nacimiento de la guerrilla, El Descamisado del 11 de setiembre del 73 deja al pasar un curioso detalle. Corría 1969. “Dos años de trabajo diario, sin descanso, discutiendo, planificando, culminan con una decisión: lanzar públicamente la Organización. Había que buscarle el nombre. Y lo hicieron como siempre, discutiendo entre todos, pero tratando de hacer las cosas simples, directas, peronistas. Había algunos criterios, que no fuera una sigla, sino un nombre, que tuviera que ver con la historia argentina, no sólo en lo político, sino también en lo folklórico, pero en ese folklore que se escuche en serio, en silencio y tomando mate, recuperando gestas y luchas, que fuera claramente peronista. Se barajaron quince nombres. Lo dijo Fernando y gustó: Montoneros”.
En cuanto a lo primero (una inscripción en las luchas pasadas), las referencias son inequívocas, el revisionismo histórico, en todas sus variantes. Ha dicho al respecto Mario Firmenich: “montonero era un combatiente popular en las guerras de la independencia primero y en las guerras civiles contra la imposición del modelo mitrista después”. Al mirar hacia atrás, otro de los excomandantes de la guerrilla, Roberto Perdía, sostiene que mentarla Montoneros fue una decantación tan lógica como natural. De hecho, el intento de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) de establecer en la localidad tucumana de Taco Ralo se presentó como Destacamento Montonero 17 de octubre. El nombre “estaba en el aire” porque remitía a “los caudillos federales del siglo pasado que peleaban contra el centralismo porteño por la autodeterminación nacional y que se habían enfrentado a la oligarquía centralista”.¿Pero podía también estar “en el aire” como vibración salida de una garganta mientras templaban el acero de sus mentes? Lo que nos interesa es, por lo tanto, ese “folklore” que debe escucharse “en serio” y que, siempre de acuerdo con El Descamisado fue traído a colación durante las deliberaciones del Comando Peronista de Liberación que tuvieron lugar en la Facultad de Teología de las Iglesias Evangélicas del barrio de Flores.
Si nos atenemos estrictamente a esa mención de la revista, podríamos preguntarnos ¿en qué había pensado Abal Medina? ¿Una zamba, chacarera o cueca que podía escucharse “en serio”? ¿Quién pudo haberla cantado? Esto nos obliga revisar los años de formación, porque de alguna manera explica la necesidad de la guerrilla de contar, como se señaló al principio, una banda sonora propia.
La primera pista nos lleva a “La Felipe Varela”, la zamba de José Jacobo Botelli y José Ríos que en los años sesenta grabaron Los Chalchaleros, Los Fronterizos y Horacio Guarany, entre otros. No es posible imaginarla como un canto que temple los espíritus de los jóvenes provenientes del nacionalismo católico que, de la mano del padre Mugica y otros sacerdotes, se han acercado al peronismo.
Felipe Varela viene / Por los cerros de Tacuil / El valle lo espera y tiene / Un corazón y un fusil / Se acercan los montoneros / Que a Salta quieren tomar / No saben que, en los senderos / Valientes sólo han de hallar.
Se trata de una mirada negativa del caudillo federal:
Ya se va la montonera / Rumbo a Jujuy esta vez / La echarán a la fron tera / De allá no podrá volver.
Desechada esa fuente, debemos seguir la huella del nombre, Montoneros, en otros repertorios.
En 1966 Félix Luna había publicado Los caudillos. El libro, que retrataba a protagonistas de la guerra civil del siglo XIX, tuvo su traducción musical, en asociación con Ariel Ramírez. El disco –que no era necesariamente una fuente de verdad histórica– contó con la voz solista del riojano Ramón Navarro. Fue criticado por los revisionistas tradicionales y aquellos que pasarían a formar parte en unos años de la izquierda peronista. Le reprocharon sus aproximaciones instrumentales a West Side Story, el musical de Leonard Bernstein y Stephen Sondheim que en 1962 había sido llevado al cine por Robert Wise.
En Ramírez, el caudillo enamorado, la letra de Luna habla de un “Montonero del cielo ya sin espuelas”, mientras que en Cuando viene Varela se hace referencia a una “china” que llamaban “la montonera” y por la cual “suspiraban” los pobres santiagueños en la retirada del caudillo con su “ejército mendigo”.
Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde atacaron con desdén al disco en un libro de 1967, Folklore argentino y revisionismo histórico, donde rescatan las rescrituras en los cantos populares de la figura de Varela, a contramano del folklore predominante en el mercado del disco. “Música y canción eran consustanciales a la montonera como poncho y tacuara. Nacía la narración espontánea de la gesta, viento cálido –como lo había sido también en los gloriosos tiempos de Facundo y Juan Manuel– acompasado por guitarras, brotado del combate heroico y desigual”. No se trataba en esos casos de cantos “intelectualizados” o una “encubierta politización antipopular que encierra, tras su corteza aparente de abstracción y universalidad”. Los autores cargan a su vez contra “la izquierda musical” comunista y “cama rada de pentagrama” que canta a la “explotación, sufrimiento, enajenación y otras alienaciones” que “se convierten en abstractas fantasías cual letras de boleros o nueva ola, para ser cantadas en peñas industriosas donde lo más selecto del porteñismo se regocija descargando culpas sociales al escucharlas”.
Un llamado elocuente a pasar por alto no solo a Luna y Ramírez sino al Nuevo Cancionero. “El sistema descansa confortablemente. Tiene música izquierdista –inclusive– y cantos universales. Matus o Petrocelli dirán de las desgracias humanas, Mercedes Sosa recomendará ‘dale la mano al indio, dale que te hará bien’, en una suerte de Pepsi-Cola indigenista”. De lo que debía hablar la canción, es decir, el folklore, era de una “verdad”, y esta “obligaba” a tematizar “las heroicas luchas federales del pasado y del peronismo del presente”. Los textos de Ortega Peña y Duhalde formaron parte de la educación sentimental de los jóvenes de origen católico que tomarían las armas. Podemos suponer que, bajo el impacto de esas páginas se fue configurando un acotado corpus de canciones.
Dejemos en suspenso unos párrafos esa intriga porque vale la pena detenerse en la respuesta a Folklore argentino y revisionismo histórico desde las filas del Partido Comunista. Leonardo Paso, el autor de Los caudillos: historia o folclore, defiende no solo el espíritu modernizador de la llamada Generación del 37 (Domingo Faustino Sarmiento, Juan María Gutiérrez, Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi) sino a las idealizaciones de un pasado “bárbaro” por parte de cierto cancionero. Aunque valora la reacción contra “el cosmopolitismo cultural” que se acompaña de la “lisa entrega del patrimonio nacional al imperialismo”, Paso se ubica en las antípodas de las preferencias de Ortega Peña y Duhalde.
No le cabe duda a Paso que “el carácter rebelde con que aparecen adornados los caudillos es una condición que atrae y subyuga, especialmente en estos momentos en que se ciernen sobre nuestro país los nubarrones de una tormenta política y social que no ha de tardar en desencadenarse. Pero si se tratara solo de “rebeldía o intrepidez”, se podrían mencionar también “los atributos que adornaron a los militares de nuestras luchas por la independencia”. Reprueba por lo tanto al nacionalismo haber combatido a la clase obrera inmigrante. “La reivindicación nacional está contenida en la estrechez de los intereses de la clase explotadora, ganadera y terrateniente, de ayer, y de la oligarquía y de la burguesía en general de hoy, como el camino fundamental que asegure el desarrollo del país. Le canta a Rosas y vitorea a Perón”. El “cuchillo” y el “coraje” parecería ser, por otra parte, “el único modo por el que se puede otorgar validez” a la figura del caudillo. Un acto de “primitivismo político”.
La personalidad del caudillo “correspondía a la de un país integrado por el olor a cuero”, regocijado “en sus fiestas tradicionales y en sus noches de fogón y con un poco de ferocidad de cuando en cuando, como para seguir sintiéndose machos”. Es solo un “canto al atraso, a las vacas, a los potrillos que se enlazan, a los animales que se cuerean en pleno campo”. Le critica en ese sentido a Duhalde y Ortega Peña que solo piensen en una clase obrera “de origen provinciano, es decir, descendiente de los montoneros”.
Llegamos, por descarte, entonces, al “folklore” que, mate en la mano, pudo estar detrás del acto bautismal. ¿Qué podían haber cantado en esas guitarreadas los pre-montoneros? Debía ser una canción que conocieran casi todos y que, a la vez, convocara a vivir lo cantado. Hemos dejado afuera del posible repertorio juvenil los representantes del Nuevo Cancionero, pero también Eduardo Falú, Los Chalchaleros y Los Fronterizos, que habían grabado La Felipe Varela. El disco Los caudillos debió ser completamente ajeno a las afinidades de los chicos de la Juventud Estudiantil Católica (JEC) o de los sacerdotes que los albergaban con sus guitarras. “La vuelta del montonero” o “Gloria a Entre Ríos”, la milonga de Antonio Benítez y Claudio Martínez (“El que a lonja nos tratara / igual tratamiento espere / Pancho Ramírez lo quiere / y lo afirma mi tacuara”) resulta por otra parte improbable como fuente. La habían grabado Los Cantores de Quilla Huasi en 1966 en el disco que decidieron cantarle a la patria al compás de la Revolución Argentina, y que incluye, además del Himno, la “Marcha de San Lorenzo”, el “Saludo a la bandera” y “Aurora”.
Repetimos. ¿Quién podría ser el outsider del folklore y, a la vez, portavoz del revisionismo en boga? Nos queda Roberto Rimoldi Fraga. Rimoldi como posible banda sonora que acompañó el tránsito del nacionalismo católico a la guerrilla y, luego de ser olvidado, a la necesidad de una Cantata Montonera. El paso del divertimento musical de juventud a la curaduría. El nacionalismo hiperbólico del folklorista, mixturado con sus ademanes de galán que andaba en Torino, un auto nacional por excelencia, había llamado la atención, como hemos visto, de Leonardo Favio, quien lo imaginó como su primer Juan Moreira.
Rimoldi Fraga se había convertido en la revelación del festival de Baradero de 1967. Así se llama el disco que premió su irrupción y que editó CBS. En la contraportada se destaca la “personalidad” del cantante.
Tiene todas las condiciones que hicieron famosos a grandes cantores. Se identifica con el público. Tiene una voz clara, profunda y de matices vibrantes, unida a una disciplina que nos hace ver a los que seguimos su actuación, cómo día a día la va enriqueciendo y puliendo. Quiere a su tierra, a su Patria, con verdadero fervor de argentino, y busca adentrase en su propia alma, revelar sus tesoros y mostrarla a la gente para que la sientan con la misma intensidad que él.
El disco se abre con El Tigre: “en montoneras creció, la patria fue a defen der / era Facundo Quiroga, peleando en su Rioja / que lo vio nacer”. En el sexto corte tenemos Romance del guerrillero (“suena un clarín, al frente van / pecho y tacuara peleando”). El repertorio de imágenes se completa con la Vidala del montonero, de José Rafael “Chacho”Arancibia, que se inicia con un recitado.
Cobra el alarido en viento La Rioja esperando a su General Quiroga. El hombre no quiere creer que se lo hayan bajao atrás de Barranca Yaco. Y ahí, alzando la chuza montonera, una plegaria en los labios, con la tacuara al viento canta así.
Comienza el canto:
“Riojanita, riojanita yo me vua a guerrar / Me lo han matado a Facundo ¿el Chacho dónde andará? / ¡Me lo han pasado a desuello/ por ser federal, por ser federal!
Un año más tarde, ya se dijo, no está de más la insistencia en las sincronías, las FAP intentan levantar un foco rural en Tucumán y se presentan como “destacamento montonero”. En ese mismo 68, Rimoldi Fraga saca a la venta El tigre. En zamba inicial, Los decididos, cuya autoría el cantante comparte con José Adolfo Gaillardou, se canta:
Montoneros a la carga que empezó la quemazón / no nacieron pa’ otra cosa que no fuera pa’ pelear
El cuarto tema del disco es una cueca, Se acerca la montonera, que pertenece a Víctor Augusto Taphanel y Gerardo Ramón López:
Ya viene la montonera gauchos llenos de pasión / tacuara, cielo, guitarra muerte en ancas del valor / montoneros, montoneros, otro color federal / los ponchos en zamba, bailando la muerte al sol.
La conjunción de la música y el llamado a la guerra vuelve a evocarse en el simple Semilla montonera, también de 1968.
Mirando al arado herir / las entrañas de mi suelo / pienso que es noble y fecunda / la sangre del montonero.
“Soy un auténtico nacionalista, –con “c”, no con “z”– y que admiro pro fundamente a los caudillos que lucharon por la patria”, le dijo el cantautor a la revista Folklore ese año prolífico. Casi un año después, nada menos que en mayo de 1969, ocupa la portada de la revista. “Mi canto está dedicado a los incluidos en el rótulo federal porque son los grandes héroes que han ido quedando en el olvido. Es la gente que luchó por un único ideal: la patria”. Folklore le pregunta si no se le había ocurrido cantar canciones menos comprometidas. “Hubo mucha gente de los no te metas que trataron de acobardarme en la obra que estaba iniciando. Que lo que hacía era un arma de doble filo, que iba a conseguir nada más que problemas”.
Ya en marzo de 1970, dos meses antes de la Operación Pindapoy, Rimoldi Fraga vuelve al primer plano de la publicación. Sale en defensa de sí mismo después de ser acusado de perturbar el Festival de Cosquín con un grito de “Viva Rosas”. Niega esa bravuconada, pero le recuerda a Folklore que “la historia es una sola” pero sucede “que hay ciertos personajes urticantes para unos y queridos para otros”. Su programa nacionalista llega al punto de mayor expansión con Argentino hasta la muerte. La veta sacrificial y revisionista se terminó cuando dijo “sí, quiero”, en la boda con la hija del general Lanusse.
Claro que en aquel 1971 Montoneros ya tenía un año de existencia. Si “el folklore” incidió en la manera de rotular a esa guerrilla, los temas de Rimoldi Fraga pudieron funcionar como fuente de inspiración. Y acá entran en escena algunos sacerdotes y el propio Firmenich. Su abuelo materno, han revelado Felipe Celesia y Pablo Waisberg en Firmenich, La historia jamás contada del jefe Montonero, había sido un virtuoso guitarrista, compositor y maestro. “Algunos melómanos de la época sostenían que era la mayor guitarra de Latinoamérica”. Las ambiciones del nieto con el instrumento fueron más modestas, pero la pericia le alcanzó para amenizar reuniones en las cuales, según diversos testimonios de sus días de educación sentimental, también despuntaba en el canto.
Los encuentros con Mugica y el padre Alejandro Mayol, quien luego participaría en el Cancionero de la liberación, tenían a la música casi siempre como ritual. “Iban mucho con la música y con el folklore, pero no había ningún intento de engancharte religiosamente”, ha dicho Carlos Loeda. Firmenich, aseguró Manuel Limeres, otro compañero de andanzas juveniles, “era uno de los que animaba, era guitarrero. Cantaba más o menos bien, folklore”. Fernando Aranovich también lo recuerda con la guitarra en la mano y el folklore como canto firme. “Y eso se incentivó mucho a partir de (Carlos Gustavo) Ramus que trajo la veta nacionalista. Y también hay que pensar que estaba de moda el folklore. Aparecía y era algo que se usaba”.
La cocina de la Cantata
En El Descamisado del 23 de octubre se publicó el capítulo XIII de la serie “450 años de guerra contra el imperialismo”, referido a las Montoneras que se enfrentaron desde las provincias al puerto de Buenos Aires. “Los mismos sentimientos profundos de libertad, justicia y nación que arrebataron a esa otra gran montonera hace dieciocho años, el 17 de octubre”. La última viñeta presenta a una multitud que canta la marcha peronista. Aquel mes, la Cantata Montonera ya había sido grabada. El Firmenich que, junto con Quieto, estuvo detrás del proyecto, ya no era aquel esporádico guitarrero de campamentos, sino uno de los comandantes de la guerrilla. Sus afinidades electivas se habían modificado.
Se cuenta en La voluntad, Una historia de la militancia revolucionaria en Argentina, que los dos jefes de la guerrilla le encomendaron a Nicolás Casullo, quien estaba adscripto al Ministerio de Comunicación que encabezaba Jorge Taiana (mecho acá, de entrometido, un dato personal: el ministro, por intermedio de mi padre, fue el artífice de mi entrada al Colegio Nacional Avellaneda después de haber quedado afuera en el sorteo, y ese acomodo tendría leves consecuencias de las que hablaré oportunamente), la realización de un disco alusivo a las luchas de las organizaciones armadas que habían surgido con el cambio de la década. Ya no se trataba de remontarse al 17 de octubre de 1945. La música a comisionar debía ser una suerte de canto a sí mismos. Pedagógica, claro, pero, esta vez, mucho más pulida (superadora del Cancionero de liberación, podría pensarse). Quieto pensó en cantos partisanos de la Segunda Guerra Mundial (¿Bella ciao? ¿Fischia il vento, en la que se llamaba a conquistar la “primavera roja”?), mientras que Pepe en canciones de la guerra civil española (si aceptamos la hipótesis de una temprana escucha de Rimoldi Fraga, la clandestinidad habría borrado sus tempranas predilecciones). Casullo contactó con Huerque Mapu. Reunía las condiciones técnicas (eran instrumentistas formados), políticas (adhesiones de distinto grado con la causa) y, además, se habían ganado un lugar en el mercado. El primer disco había vendido nada menos que 600.000 copias.
La politización de la música y la musicalización de la política, como hemos visto, eran consustanciales a época y, en particular, al proyecto de Huerque Mapu, que aquel 73 había presentado en el Teatro IFT la Cantata Santa María de Iquique, uno de los discos emblema de Quilapayún, y de la nueva canción chilena, compuesto por Luis Advis. A la hora de componer, lo tuvieron como referencia estructural. La fórmula de un narrador que separaba los distintos tramos había sido probada en Romance de la muerte de Juan Lavalle, de Eduardo Falú y Ernesto Sabato, en 1965, así como La conquista del desierto, que Carlos Di Fulvio dio a conocer cinco años más tarde. En esos dos discos son las querellas del siglo XIX –la guerra civil y la expansión del Estado– las que funcionan como organizadoras. Santa María, en cambio, era una épica de los vencidos del siglo XX, una reivindicación de los obreros del salitre masacrados en 1909 (“tres mil seiscientos mataron, uno tras otro”). El disco de los Quilapayún no había sido pensado como un disfrute desinteresado. La última de las canciones, Ustedes que ya escucharon, apuntaba a aguijonear al oyente:
Ustedes que ya escucharon / la historia que se contó / no sigan allí sentados / pensando que ya pasó. / No basta sólo el recuerdo, / el canto no bastará. / No basta sólo el lamento, / miremos la realidad.
Si bien la Cantata Santa María prevenía que los hechos de Iquique podían volver a repetirse, en 1969, el año de su edición, existía también la confianza en que Chile no enfrentaba un destino manifiesto. Ya se sabía que Allende pelearía por la presidencia en una alianza de socialistas, comunistas y cristianos de izquierda.
Tenemos razones puras, / tenemos por qué pelear. / Tenemos las manos duras, / tenemos con qué ganar.
Ese doble carácter –memorial e instigación a la lucha con ribetes de exquisitez– fue tenido en cuenta por Casullo a la hora de estructurar los textos que Huerque Mapu debía musicalizar bajo el seudónimo de H. Juárez. Sin embargo, el proyecto tenía un problema de origen o, para ser precisos, estaba en el origen: ser una ampliación formalizada de la consigna “duro, duro, duro, aquí están los Montoneros que mataron a Aramburu”. Porque todo trastabilla en Memoria de los basurales (el Aramburazo). El grito de “Montoneros, carajo” llega desde lejos, en fade in, y se va acercando, como una columna de simpatizantes que nunca deja de oírse. Sobre ese fondo, toma la palabra el relator:
1970, el pueblo peronista soporta la dictadura de las botas y los mono polios imperialistas, pero va gestando su respuesta: una nueva etapa de la larga resistencia iniciada en 1955, cuando las minorías oligárquicas derrocaron al general Perón. En 1969 estalla el Cordobazo, tiempos después otras puebladas incendian la patria. Mientras tanto, la década del sesenta ha traído el definitivo despertar de los pueblos del tercer mundo.
Parte del argumento parece extraído de un editorial de Cristianismo y liberación:
La revolución cubana es una luz que persiste, Camilo Torres en Colombia y la heroica muerte del Che en Bolivia se suman como señales de un camino hacia la liberación latinoamericana. Aquí, en nuestra tierra, ese camino tiene el nombre que decidió ponerle el pueblo con su sangre y su combate, movimiento peronista. Un líder, el general Perón, una compañera inolvidable, Evita. De esta conjunción de vida, lucha y esperanza, del corazón mismo del pueblo peronista, nace una organización político militar. Montoneros. Es detenido para ser juzgado, el general Aramburu.
El apellido se corta con el golpe de un bombo. Lo que sigue ya no viene de la calle sino de la música instrumental de tradición artística. Un gesto claramente piazzolleano del cual se desprende el dibujo melódico y rítmico del bajo que reintroduce la narración:
Lo llevan prisionero por la tarde del pueblo. Fusil, tacuara y cielo, es tiempo despertando, puede que le pregunten la historia de los muertos, allá en José León Suárez, allá lo van juzgando.
Más que unidad estilística, pastiche. El canto solista se emparenta con la canción chilena, aunque vista de milonga.
Dónde está el fusilador, el de la Libertadora / Mayo 1970 no saben dónde está ahora / Quién se llevó al asesino / Al asesino de Valle, quién se pregunta la gente / En sus casas y en las calles / Quién se robó al general, general del extranjero / Dicen fueron peronistas y se llaman Montoneros.
El juicio sumario, un activo político para sus autores (el grupo fundador de la guerrilla), se convierte acá en principio musical al metaforizarse con un redoblante, que trae de otras batallas (estrictamente militares) su tremolo. El coro masculino no es el de la tragedia griega. No invita a razonar. Presenta apenas los hechos con distanciamiento.
Será vigilia en armas para alcanzar sentencia / La noche combatiente de manos encendidas / Fue por esa memoria de viejos basurales / Que alumbró montonera la luz amanecida.
Las bordonas dispuestas en la membrana inferior, y que le dan al redoblante un timbre más metálico que un tambor común, funcionan como una traducción sonora del Comunicado 3 de la Operación Pindapoy (el medio de un fin). La textura que trata de resumir un hecho fundacional.
Ya está creciendo el sol, el sol está más cerca, muy cerca en el silen cio para la ejecución, entonces la descarga, la voz entre los años, la voz retumba y aire, ni olvido ni perdón.
Lo que da pie a la propia marcha de la guerrilla.
Llegó la hora, llegó ya compañero, la larga guerra de la liberación, patria en cenizas, patria del hombre nuevo, nace una noche de pueblo montonero.
¿Matar es fácil?
Uno de los aspectos que le había llamado positivamente la atención a un crítico refinado como Jorge H. Andrés era el vacío textual de Trelew, uno de los cortes del disco debut de Huerque Mapu. “Una composición intensamente dolorida que comienza exponiendo en guitarra un aire simple, parecido al de las milongas sureñas, que luego crece hasta transformarse en un rabioso canto fúnebre. Este es un capítulo fundamental de la labor del grupo y es el único momento en que emplean el tarareo, un recurso ya gastado que ellos reivindican como queriendo significar que, para cantar ciertos hechos, no existen palabras”, había detectado el columnista de La Opinión, al comentar la presentación del disco el 24 de mayo, en las vísperas de la asunción de Cámpora. Andrés encontraba en esa restricción un acto de “coherencia ideológica y estilística” que la Cantata montonera ponía en un punto en entredicho: el estilo había quedado al servicio de aquello que Huerque Mapu había soslayado: una retórica de la muerte (curiosa inversión de sentido: el nombre del colectivo quiere decir en la lengua mapudungun el “mensaje de la tierra”). Porque el primer corte exaltaba un asesinato político.
Señala Feinmann sobre lo que ha llamado el acontecimiento Aramburu que “los Montoneros se montan sobre el odio genuino de las clases populares”. Sin embargo, el ensayista no cree que esa hubiera sido la “única forma” de castigarlo. “¿Matarlo en un sótano a menos de un metro de distancia?”. Para el autor de Peronismo, filosofía de una obstinación argentina, todo acto que implicara matar a un ser humano “es un asesinato”. Pero, además, la incipiente guerrilla no tenía “nada que ver con la clase social cuya justicia dicen asumir”.
Que la canción de apertura se llamara Memoria de los basurales parece sugerir que estaríamos ante una paráfrasis musical de Operación masacre, el libro de Walsh sobre los fusilamientos de junio de 1956. El escritor había meditado con los años sobre la posibilidad latente de un acto de venganza por aquellos hechos. Sin embargo, advertía en el epílogo de la edición de 1969:
Que esa clase esté temperamentalmente inclinada al asesinato es una connotación importante, que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella. No para duplicar sus hazañas, sino para no dejarse conmover por las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos.(25)
Cuando se materializa la acción letal de Montoneros, Walsh introduce una nueva reflexión que nos propulsa al nudo del conflicto de la Memoria de los basurales. Sostiene al respecto que “no todos los partidarios” del ex dictador “eran tan necios como para consumir” esa imagen de hombre probo que se forjó tras la ejecución.
Algunos, que con más inteligencia reconocían las causas del odio popular, sostenían que “el Aramburu de 1970 no era el de 1956″ y que colocado en las mismas circunstancias no habría fusilado, perseguido ni proscripto. Como Lavalle, asesino de Dorrego, habría cometido los hechos terribles que cometió bajo la influencia de consejeros solapados: bastaba cambiar el nombre de Salvador del Carril por el de Américo Ghioldi. Ambos se habrían arrepentido, consumando en el instante final un enigmático acercamiento a su tierra y a su pueblo.
Walsh consideraba fútil esa perspectiva analítica. De lo contrario, escribe, Aramburu no solo se habría erigido en un “monumento gorila”. También podría haber llegado a “merecer la cantata expiatoria de un Sabato futuro”.(26) Una música imaginaria y secular para otra feligresía. Montoneros –de esto se trata– tuvo la suya, aunque con un sentido contrario que no era necesariamente el de Walsh, a quien no le interesaba un juicio subjetivo sobre la presunta metamorfosis de Aramburu “aun en el caso de que fuese verdadera” porque, en rigor, el general asesinado había sido “ejecutor de una política de clase”.(27) Horacio González ha advertido en ese razonamiento una visión de la historia como “eterno retorno” que “se reanuda signada por la circularidad de una culpa” de carácter trágico.(28)
Genealogías
Memoria de los basurales nos compele a saltar lejos, de Operación masacre a, nada menos, Johnny Cash, un brinco solo explicable por una canción del héroe del country que nos devolverá pronto a Huerque Mapu. No es este un extravío. Circunvalamos el corazón del problema para comprender mejor qué esconde su centro. Digamos entonces que casi al mismo tiempo que Walsh escribía los artículos sobre los fusilamientos que luego se transformaron en libro, Cash grababa Folsom Prison Blues, que no es otra cosa que una canción sobre un asesino que medita acerca de sus acciones:
Mi madre me dijo: “Hijo / Siempre sé un buen chico, nunca juegues con armas” / Pero disparé a un hombre en Reno / Sólo para verlo morir.
La imagen de la canción se centra en un convicto que escucha el sonido de un tren que pasa y representa la libertad perdida: el silbato lo induce a pensar que hay otras personas que se dirigen a lugares felices. “Ese contraste entre el cantante y el tren, entre el encarcelamiento y la libertad, es el dolor de la canción, que evoca la pérdida, la alienación, la culpa y la nostalgia”.(29) Cuando la música teenybopper dominaba las radios de Estados Unidos y todos hablaban del amor, él, Cash, cantaba en cambio sobre las pulsiones de un homicida. Y lo hacía en las mismas prisiones. “Lo que realmente atraía de la canción al público carcelario de Cash era la forma en que hablaba de su soledad y alienación”. Cash tenía una mirada piadosa sobre esos condenados. En los setenta dedicó parte de su activismo a pregonar una reforma penitenciaria. “Si hacemos mejores hombres de los que están en la cárcel, tendremos menos delincuencia en las calles, y mi familia y la tuya estarán más seguras cuando salgan”. Una década más tarde cantó este tema en la mismísima penitenciaría de Folson.
Darle la voz cantante a un criminal detrás de las rejas rompía reglas temáticas. Hendrix haría lo mismo en 1967 con Hey, Joe. En este caso se había matado por misoginia y celos (un Otelo de suburbios). La novedad que traería Memoria de los basurales, seis años más tarde, estaba relacionada con la venganza política. Cantar un asesinato purificador (en el interior de ese artefacto estaba contenida la posibilidad cantábile de repetirlo: “Rucci, traidor…”). En rigor, Memoria de los basurales estaba precedida por una excepción de bajísimo alcance. Un año antes había sido grabado un disco con canciones ácratas. Los anarquistas 1904-1936, contó con el guion de Osvaldo Bayer, el autor de La Patagonia rebelde, y la voz del actor Héctor Alterio, uno de los protagonistas de la versión cinematográfica de ese libro. El proyecto, que contó también con la colaboración de Virgilio Expósito, fue lanzado por el sello Pincen 1972. Una de sus canciones, Este y aquel a Simón Radowitzky, es un homenaje rimado de Fernando Gualtieri(30), concebido en 1923, al obrero que atentó contra el jefe de policía Ramón Lorenzo Falcón, considerado responsable de la brutal represión de la semana roja de 1909 en Buenos Aires.
La represión es cruel, caen ocho obreros muertos y ciento cinco heridos. Entre los manifestantes está un adolescente, un ruso llamado Simón Radowitzky y en el once de noviembre de ese año, hará volar por el aire con una bomba al coronel Falcón y a su secretario. El país se conmociona, el anarquista es apresado y pasará veintiún años en Ushuaia, la Siberia argentina. Será el mártir, el santo de la anarquía, cantado por todos los payadores libertarios.
El disco en cuestión incluye temas como Semana trágica, también del anarquista Gualtieri, Guerra a la burguesía y Sacco y Vanzetti, y solo ha formado parte de los obsesivos coleccionistas de extravagancias. Apenas circuló como una rareza y lo recuperamos en calidad de exiguo antecedente estadístico. Los anarquistas, en 1973, representaban a una minoría de minorías. Montoneros, del otro lado, se disputaba el movimiento de masas y esa había sido una de las necesidades de una cantata (lo ya mencionado: autocelebración y pedagogía) cuya pieza de apertura es de un espesor descriptivo y metodológico mayor: cuenta un secuestro, la puesta en escena de un suceso “radical” en el que se verifican, según González, la suma de catalogaciones de todos los actos de guerra posible. “No fue exactamente un fusilamiento, pero algo de eso tuvo, un arma de fuego de mano apuntando a la cabeza del condenado. Y un tribunal que no espera sorpresas de sí mismo”.
Intérpretes y autores
“Creen en lo mismo que el adversario que combaten: en el poder de la pura fuerza física y destructiva de quienes se enfrentan”, dijo Rozitchner en su crítica a las armas.(32) El disco se lo habría corroborado. No era, en un sentido, el trabajo de aquel grupo cuya originalidad, había dicho apenas meses atrás Andrés, adquiría “contornos extraordinarios” al compenetrarse de una manera “tan profunda con los significados de una canción, no solamente en los aspectos literarios”. Si nos apegamos a ese razonamiento, no podía ser en un punto un disco completamente de Huerque Mapu con textos de Casullo sino de Firmenich y Quieto, que ese octubre habían formalizado la fusión de Montoneros y FAR. El folleto mismo del vinilo sugiere la primacía de la intención de los comandantes por sobre los hacedores del objeto. “Minimizando la importancia de los músicos y compositores, se considera que las canciones nacen de la ‘memoria del pueblo’ y se elaboran a partir de sus sentimientos”, detecta Moira Cristiá al pasar revista. El canto se reivindica en esas páginas apenas como “una forma”, entre otras, de “sentir” la identidad peronista. El cuadernito acompaña las letras con imágenes de luchas recientes, además de fragmentos de discursos de Evita y otro del Perón más incendiario, previo al aterrizaje en la base de Morón y, por lo tanto, desactualizado.(33)
La primera pista en cuestión abreviaba, diez meses antes, sin mayores necesidades argumentativas, la narración del llamado Aramburazo que publicaría la revista Causa Peronista. “Un texto verdaderamente extraordinario en la historia de la violencia política, tan extraordinario que hoy resulta poco menos que increíble (¿esto verdaderamente sucedió y pudo ser contado de este modo?)”.(34) A diferencia de aquel escrito, que daría la voz a los autores de la ejecución, la cantata apologiza en tercera persona. Falta un “yo” que gatilla y canta.
No era, si nos atenemos a los propósitos de Santa María…, el recuerdo de una rebelión necesaria frente a la violencia sistémica, sino el estetizado pasaje a lo audible de un crimen de carácter político. Se traza un abismo entre ese disco montonero y La cantata del gallo cantor, del Cuarteto Cedrón y Gelman, a la que nos hemos referido. Esa separación no es temática –la revolución como tópico les atañe a ambos discos– sino conceptual, y se expresa con claridad en Cambios:
No olviden lo orgullosos / que cuando a la tumba vayan / allí lo mismo se rayan / humildes y poderosos / pero nosotros no solamente queremos la igualdad en la muerte / también queremos la igualdad en la vida / que remos la justicia en vida.
En Sobre la poesía y el combate, corte que, una vez más, se nutre de un walking en el contrabajo prestado de Astor, donde la letra de Gelman, quien, en 1972, ya estaba enrolado en la guerrilla, se inclina a cuestionar el poder transformador del arte:
mientras el dictador o burócrata de turno hablaba en defensa del des orden constituido del régimen él tomó un endecasílabo o verso nacido del encuentro entre una piedra y un fulgor de otoño.
Afuera, en tanto:
seguía la lucha de clases / el capitalismo brutal / el duro trabajo / la estupidez / la represión / la muerte / las sirenas policiales cortando la noche / él tomó el endecasílabo y con mano hábil lo abrió en dos cargando de un lado más belleza y más belleza del otro / cerró el endecasílabo / puso el dedo en la palabra inicial / apretó la palabra inicial apuntando al dictador o burócrata salió el endecasilabazo / siguió el discurso siguió la lucha de clases / el capitalismo brutal / el duro trabajo / la estupidez / la represión / la muerte / las sirenas policiales cortando la noche este hecho explica que ningún endecasílabo derribó hasta ahora ningún dictador o burócrata aunque sea un pequeño dictador o un pequeño burócrata / y también explica que un verso puede nacer del encuentro entre una piedra y un fulgor de / otoño o del encuentro entre la lluvia y un barco y de / otros encuentros que nadie sabría predecir / o sea los nacimientos casamientos los disparos de la belleza incesante.
A pesar de señalar esos déficits (no alcanza con la belleza de un endecasílabo), La cantata del gallo cantor se ubica en un plano en las antípodas de la montonera, aun compartiendo los mismos anhelos de redención y algunos de los procedimientos musicales. Desde los escombros de una derrota histórica, atiborrados de constataciones, entre ellas, claro, los desgarramientos y las pérdidas, por miles, ilustrados por ciertas revisiones críticas y miradas a contrapelo de los acontecimientos, cuesta asomarse hoy, es decir, el día en que una larga cavilación llega a la hoja en blanco, a las intenciones de la Memoria de los basurales. Pensar que se pensaba que una canción sobre sobre un acto letal, constitutivo de la cultura de los otros (“matar es fácil”, como se dice, repetimos, en Los dueños de la tierra, la novela de David Viñas), sería percibido como música celestial y no el avance ensordecido hacia una tierra baldía. Si nos atenemos a los hechos había en ese primer corte una pretensión de ejemplaridad que naturalizaba el sacrificio (la supresión). Ni siquiera un mal menor. Un canto.
Vuelvo a Rozitchner porque ha sido el más audaz en plantear lo impronunciable, aun cuando brotaban de las bocas de los fusiles las verdades reveladas. “¿Es posible sacrificar una vida humana para dar un ejemplo? ¿Hasta qué punto nos damos cuenta, los militantes que lo hicieron quedaron para siempre emputecidos en lo más sagrado, inhabilitados para siempre de proponer y abrir un campo diferente al que criticamos y aborrecemos de la derecha? ¿Hasta qué punto su propia individuación estaba degradada, hasta sus últimas fibras, de horror ante lo más sagrado?”. Y ahí, la música, una música encomendada para moldear un presente que, leído medio siglo después, arroja los dados de la perplejidad. Música sobre la muerte –justificada y celebrada– cuando la melomanía juvenil, alejada de las configuraciones insurgentes, pero, quizá, capturada sin saberlo por retazos de la retórica del zeitgeist setentista, expresaba su predilección por ciertos discos o artistas diciendo que mataban.
Cantar presente
Los fragmentos siguientes de la obra (La V de La Calera, Garín, El combate de Ferreyra, Fernando y Gustavo, El Negro Sabino, entre otros), quedaban atrapados en esa misma red de sentido. La excepción a esa regla se presentaba en Patria Trelew. Los préstamos del barroco latinoamericano debieron ser involuntarios. El cruce del Aleluya de Haendel que forma parte de El Mesías, se entrevera con el cello, la guitarra y el charango. Sobre esta mezcla de procedencias musicales se dicen los nombres de los fusilados, interrumpidos por un “presente” y una certeza que, si se sustrajera de la escena patibularia de la base Almirante Zar, podría provenir del rock: “ellos vieron el sol, de mi patria feliz”. El aleluya es una exclamación bíblica de júbilo, un modo de alabar al Creador que, en este caso, se pluraliza. Los caídos, citados con sobriedad, han sido forjadores del porvenir. El coro les reconoce un grado honorífico de comandantes antes de callar. Lo que sigue, sin embargo, borra esos minutos de recogimiento: “juventud presente, Perón, Perón o muerte”, se escucha bramar a una manifestación. Dudamos que haya sido la intención de los músicos de incrustar justo después de Trelew ese extracto de realismo sonoro.
“El paso de Huerque Mapu del compromiso político a la sumisión al partido armado refleja, por un lado, la radicalización del escenario político y, por otro, la intensificación de la estrategia de comunicación masiva de Montoneros”. Un disco al servicio del proceso de acumulación política que pudo ser financiado por la acumulación originaria de la guerrilla: las operaciones con finalidades económicas. Los vínculos entre dinero y revolución traían del pasado las peripecias de los anarquistas expropiadores y los gabinetes empresariales y financieros del PC, a quien el ministro Gelbard le debía cierta fidelidad originaria. El dinero al servicio de la revolución, extraído del corazón del mundo de la plusvalía, a punta de pistola, si fuera necesario. En Un fusil y una canción. La historia secreta de Huerque Mapu, la banda que grabó el disco oficial de Montoneros, Tamara Smerling y Ariel Zak describen el instante en que la ley del valor se impone a todo viso de trabajo voluntario. Concluida la grabación, Firmenich, haciendo gala de su condición de productor de la cantata, comenzó a repartir “fajos de dólares entre los técnicos y los operadores de [los estudios de grabación] ION a los que señalaba Nicolás”.
Leonardo Bettanin, uno de los diputados de la tendencia que desafiaría a Perón por la reforma al Código Penal, pensó “que tendría que haber sido un álbum con una vertiente más popular, de cánticos ligados a la JP, como los que se escuchaban, por ejemplo, en las manifestaciones y que provenían de las canciones de Palito”. Y eso en parte sucedió. El objeto insólito de esos meses lo aporta, nuevamente, Ortega en “El camino de la libertad”, una canción que, con su perfume folk, fue compuesta en homenaje a los guerrilleros muertos.
hay muchos que dieron su vida / que dieron su sangre por la libertad / dejaron vivo el pensamiento nunca morirá.
Nos queda una constatación: se trata del Palito más osado e irrepetible, que complejiza más su figura. En declaraciones a Noticias, el diario de Montoneros, Ortega relató qué lo había empujado a escribirla. “Cuando ocurrió lo de Trelew yo me desperté espantado esa mañana. Yo sabía que vivíamos bajo una dictadura, pero jamás pensé que pudiera ser tan violenta, tan feroz, que pudiera ocurrir algo así en la Argentina”. Noticias quiso saber si, teniendo en cuenta que se trataba de Ortega, no había cruzado un umbral de audacia. “De su aceptación o rechazo podré saber si lo que se espera es que siga presentando una visión positiva de las cosas o que mis temas cambien. Yo, lo único que hago es transmitir lo que todos sentimos”.
Volviendo al Luna Park, sostiene Roberto Baschetti en el prólogo del libro de Smerling y Zak que “sin lugar a equivocaciones “aquella presentación en el Luna Park el 28 de diciembre de 1973 “es el último acto de masas partidario donde la euforia, la alegría y el entusiasmo reinante registran decibeles récord”.
“La historia del pueblo cantada por el pueblo”, tituló El Descamisado, sobre lo que sucedió esa noche. El disco había envejecido antes de presentarse por factores más graves que los que habían convertido al Cancionero de la liberación en una foto sepia de la coyuntura. De un lado, la caída de Allende en Chile. El golpe militar no solo borraba el cancionero que intentó acompañar la vía pacífica hacia el socialismo que había propuesto la Unidad Popular. La sed de venganza se había cobrado la vida de uno de sus principales referentes, Víctor Jara. ¿Cuánto de lo que estremecía al país vecino podía repetirse del otro lado de la cordillera?
En cuando a las condiciones políticas internas, el ritmo trepidante de la derechización erosionaba algo más que la línea del horizonte de expectativas. “Cuando veo a los jóvenes que gritan patria socialista y usan blue-jeans y pantalones vaqueros tipo norteamericanos, pienso que hay que ser verdaderamente idiotas útiles para semejante dualidad”, había dicho el ministro de Trabajo, Ricardo Otero, al diario La Razón el 15 de diciembre, pocos días antes del concierto del Luna Park. Humberto Martiarena, integrante del Consejo Superior del Movimiento Nacional Justicialista convocaba, en tanto, a defender la “pureza ideológica”. A los que tenían “problemas de desviación ideológica” les recomendaba –desde las páginas de Clarín el 17 de diciembre–”concurrir a las fuentes, es decir a Perón”.
Sostienen al respecto Sergio Bufano y Lucrecia Teixidó que la verborrea de Martiarena fue un llamado a hacer tronar el escarmiento. “La desviación ideológica se convirtió en fuego sagrado”. En los primeros días de diciembre de 1973, “por orden de la Municipalidad de Buenos Aires, fueron incinerados entre 200.000 y 300.000 ejemplares de publicaciones que, de acuerdo con el criterio de las autoridades, eran consideradas obscenas. A la ceremonia de la quema en donde miles de páginas se convirtieron en cenizas que se elevaban al cielo, fueron invitados los miembros de la moderna Inquisición: el arzobispo de Buenos Aires y dirigentes de la Liga de Padres de Familia y de la Liga de Moralidad”.
El día 28, cuando Huerque Mapu se preparaba para salir al escenario había sido encontrado en un baldío de la ciudad de Córdoba el cuerpo de José Contino, un obrero de veinticuatro años que militaba en el Peronismo de Base. Había sido secuestrado dos días antes y sometido a graves padecimientos. “Los asesinatos no se ocultaban. Por el contrario, los cuerpos eran arrojados para que pudiera apreciarse el ensañamiento obsceno de sus ejecutores. Muchas veces aparecían acribillados o quemados, pero sin registro de filiación política. No obstante, la mutilación previa al asesinato o los incontables disparos sobre los cadáveres era la firma que utilizaba la ultraderecha para identificarse”.