Cuando el libro Retromanía (Caja Negra, 2011) comenzó a circular en Argentina, Simon Reynolds no era muy conocido en estas tierras. Solo había publicado un solo libro, Después del rock (Caja Negra, 2010) que había tenido un recorrido muy acotado porque hizo su camino dentro del, por entonces, pequeño mundo de lectores de literatura rockera, el universo de la crítica musical y de quienes disfrutan de pensar la música sin hacer hagiografías o rendirse ante la tentación insoportable de la anécdota. Pero Retromanía, al igual que Después del rock, llegaba de la mano del sí reconocido crítico, compositor y referente cultural Pablo Schanton (incluso en el interior se advertía que era una edición a su cuidado, casi como un sello de calidad) y esto le dio, en principio, un rasgo distintivo.
A medida que Retromanía hacía lo que hacen los buenos libros, encontrar lectores de forma silenciosa y con humildad, empezaba a gestarse un reconocimiento: había una obra que ejecutaba un diagnóstico certero, despiadado y brutal sobre los primeros diez años de cultura en el siglo XXI. Escribe Reynolds: “Vivimos en una era del pop que se ha vuelto loca por lo retro y fanática de la conmemoración, Bandas que vuelven a juntarse y giras de reunión, álbumes tributo y cajas recopilatorias, festivales aniversario y conciertos en vivo de álbumes clásicos: cada año es mejor para consumir música del ayer. ¿Puede ser que el peligro más grande para el futuro de nuestra cultura sea… su pasado?” Esta pregunta caló profundo en el corazón de la época, hace diez años.
Y es así como el texto de Reynolds pegó el salto de su propio algoritmo para interactuar en otras zonas de diálogo y puso a circular un concepto, la retromanía, que ayudaba y le servía a cualquier humano a comprender lo que estaba sucediendo por entonces: el ayer se estaba comiendo al presente, lo pasado era un pozo ciego del que costaba muchísimo salir. ¿Y el futuro? ¿No era el futuro el objetivo natural del rock, de la cultura rock? Parecía que ese objetivo se había diluido ante el aterrizaje de un nuevo milenio. Una idea nueva, cuando su pólvora se despliega y prende en la sociedad, es un juguete que todos quieren usar y pronunciar.
Y es así como esta idea-revelación salió del gueto rockero para ser una señal de comprensión sobre los tiempos que se vivían (pensar también en el concepto de “sociedad líquida” de Zygmunt Bauman o el “burnout” de Byung-Chul Han, como referencias de conceptos que se insertan en la mente social). Retromanía fue, de esta manera, algo más que un libro: fue objeto de lectura que corrió el cerco de su propio territorio para formar parte de la cultura general. Ahora bien, ¿qué sucede diez años después? ¿Algo mejoró frente a su diagnóstico devastador y apocalíptico? Y otra cosa importante: ¿Qué tan viejo quedó un libro que ambicionó un análisis de época cuando se sabe que esos libros mueren antes de imprimirse porque el tiempo es veloz? Son muchos pensamientos para una sola cosa.
Como cualquier movimiento importante del siglo XX, la cultura rock siempre se cuestionó a sí misma. De forma estratégica y consciente, la cultura rock constantemente buscó herramientas y puentes posibles para dialogar con su presente. Pero la meta era la modificación de las sensibilidades contemporáneas para vislumbrar un mañana distinto, diferente al que se estaba viviendo. Esto, necesariamente, hizo que el rock fuera el tema preferido del rock: ¿qué es rock y qué no es rock? En el único punto en el que hubo consenso era en la relación con el tiempo: la evolución, la transformación y la mutación eran vistos como señales claras de estar pisando suelo rockero.
Pensar, de este modo, en Bowie, Dylan, Tom Waits, Spinetta (“¡Mañana es mejor!”), PJ Harvey, Laurie Anderson, en fin, lo que se plantea como el canon: se trata con todo el fervor de evitar el sedentarismo y la quietud que son síntomas de sequía y extinción. Y de luchar contra la posibilidad de volverse una pieza de museo. Es decir, museo: muerte. Entonces, en muchos sentidos, el rock vive de su propio autoanálisis y autopercepción de existencia. Por eso, el término “retromanía” ya circulaba desde los 80 y noventa en la prensa musical inglesa en forma de juicio: el rock repitiéndose como señal de alarma de la caída del imperio evolutivo en el imaginario generacional. Incluso, cuenta Reynolds en alguna entrevista, que él mismo la había puesto en el título de una nota suya. Es por esto que el autor ya venía rondando esa idea: ¿qué tanto se está repitiendo esto que traía constantemente la novedad?
Formado en Historia y amigo del suicida lúcido Mark Fisher, Reynolds espera la primera década para ver si sus intuiciones son reales y así es, lo confirma: la cultura pop en su totalidad (música, cine, moda, etc.) están inmersas y ahogándose en las aguas de propio ayer. Se cumple, de este modo, su mayor miedo: el rock parece morir, en la primera década del siglo XXI, por el propio peso de su memoria y narcicismo. “Dado que disfruto de muchos aspectos de lo retro, ¿por qué sigo sintiendo, en el fondo, que es pobre y vergonzoso?”, se pregunta el autor. Y en seguida aparece la respuesta: “Si la cultura pop contemporánea es adicta a su propio pasado, yo pertenezco a una minoría de adictos al futuro. Es la historia de mi vida pop, en realidad.”
Releer Retromanía, suena a tautología, pero no lo es. En este momento histórico, resulta un experimento sumamente atractivo porque este periodo de pospandemia parece un tiempo removido y descentrado. Su sensación es la una prenda que no termina de encajar correctamente, pero que se usa porque no hay otra. Si la pandemia “detuvo” el transcurso normal de los almanaques, esto que se está viviendo parece ir acomodándose a su propio ritmo al cauce natural –el río- del tiempo. Es, en este sentido, el de vivir un tiempo totalmente enrarecido, en el que el 2023 parece –definitivamente- una continuación del 2019. Desde esta sensación un tanto intensa de que las cosas no parecen avanzar en ningún aspecto ni sector de la cultura, Retromanía vuelve a tener su relevancia y su, digámoslo así, poder de iluminación. Más de diez años después de salido por primera vez volvemos a confirmar que otra vez está ocurriendo: la cultura pop de estos días sigue estancada y atrapada en su propia historia.
Un fantasma recorre la crítica cultural. El fantasma a quedar fuera de época (y viejo) por hacer una mirada mordaz y desoladora del presente. Pareciera ser que si no se comulga a favor de todo lo que está sucediendo en estos días es porque no se comprende realmente el valor de lo que está ocurriendo. En este caso hay que pensar el caso de la revista inglesa Pitchfork y la revisión que hace de sus reviews: modifica su pasado para estar a tono con la época. Nadie está a salvo del miedo a quedar afuera del clima ideológico del momento. Si no se habla con pleitesía y reverencia, la enemistad aparece con ferocidad. Ahora bien: ¿Cómo estar en contra de la vuelta de Blur, de la vuelta de The Cure, de la vuelta de Pulp, por ejemplo? ¿Quién se opondría, sin ir más lejos, al retorno de Oasis por el 30 aniversario de Definitely Maybe en el 2024? ¿Quién tiene la necedad de expresarse en contra de que vuelvan Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota (“solo te pido que se vuelvan a juntar”)?
Y por otra parte, ¿no es lo menos rock que existe montarse a la fantasía de la nostalgia cuando son vueltas montadas solo en vender felicidad envasada, en entregar un pedazo de esa ilusión de pasado que se romantiza –en el peor sentido- cada vez más a medida que pasan los días? Lo que decía Reynolds en el 2010 en Retromanía sirve con mucha certeza para pensarlo al día de hoy: “Alguna vez, el metabolismo del pop zumbaba de energía dinámica, produciendo esa sensación de sumergirse-en-el-futuro tan característico de periodos tales como los sesenta psicodélicos, los setenta postpunk, los ochenta del hip hop y los noventa de la rave. Los años 2000 tienen otra impronta.” Jaque mate.
En este 2023, la tendencia sigue siendo la misma que hace un tiempo largo para la música (ver los discos que salieron y que fueron más festejados y celebrados en medios y redes sociales) y la cultura en general (las reversiones, la reutilización de personajes y el metaverso se vuelven imposibles de evitar): un remix portentoso, un loop que se sostiene de forma interminable, una revisión constante para que todo, absolutamente todo, posea un espíritu de lo ya conocido, lo reconocido, lo ya vivido. La nostalgia parece ser la única emoción válidamente artística en estos primeros años del siglo XXI: “En lugar de ser lo que eran, los 2000 se limitaron a reproducir muchas de las décadas anteriores al unísono: una simultaneidad temporal del pop que termina por abolir la historia e impide que el presente se perciba a sí mismo como una época dotada de identidad y sensibilidad propias y distintivas”, escribe Reynolds en su libro.
Pensando que la nostalgia (y la melancolía) fue estudiada por la ciencia durante un largo periodo como un desorden psíquico, que ahora se encuentre en el centro de la escena y generando tantos contenidos, tiene sentido preguntarse: ¿es una sociedad que está enamorada de su padecimiento? Si el futuro tiene la respuesta no lo sabemos porque parece imposible llegar ahí desde este presente tal como están planteadas las cosas.
Retromanía, al igual que Manifiesto Cyborg de Donna Haraway, Rastros de carmín de Greil Marcus y Manifiesto contrasexual de Paul B Preciado, es de esa clase de libros que dialogó con el presente en su momento y ya no envejece. Sigue resonando a medida que pasan los años.