Manuel Puig, el espectáculo del tiempo

Una fecha central en la narración de “Boquitas pintadas” dispara remembranzas de infancia, familia, amor y dolor: cartas, fotos y objetos para descartar remiten a la gran obra del escritor bonaerense

Manuel Puig traza una marca en el autor de esta nota

“El ya mencionado día jueves 15 de setiembre de 1968″, como dice el narrador una y otra vez, se terminaba Boquitas pintadas. Ese día, del que se cumplen 55 años (y que coincide, excepto por el año, con el de mi nacimiento) el telón cae definitivamente sobre aquel inolvidable elenco de personajes bonaerenses y los entrevemos por última vez: Nené da su último aliento en Buenos Aires, Juan Carlos está hace ya veinte años en el cementerio de Coronel Vallejos, Pancho está enterrado cerca de Juan Carlos, Mabel se apresta a dar una clase particular y Raba viaja en sulky a campo abierto. A todos los venimos viendo desde 1937, que es cuando el libro empieza, y a todos los vemos en esa instantánea final, cuyo epicentro es el living de Nené, que acaba de morir. En ese living, el señor Massa, que acaba de enviudar, prende “un viejo velador con pantalla de tul”.

A ese velador también lo venimos viendo desde hace mucho tiempo: en 1938 aparece en la carta que Nené, recién casada, le manda a Mabel: “Ante todo muchísimas gracias por el regalo tan lindo, qué hermoso velador, el tul blanco de la pantalla es una hermosura”. En ese momento, el velador forma parte del paisaje del flamante matrimonio, pero después va significando otras cosas: por ejemplo, que Nené y su marido, el señor Massa, no logran reunir el dinero para comprar los muebles que la casa necesita. Lo único que tienen es el regalo de Mabel: “[Nené] atraviesa un cuarto destinado a comedor donde sólo hay una caja de cartón conteniendo un velador con pantalla de tul blanco”. Después sigue pasando el tiempo y, treinta años después, el velador ya no significa nada. Solamente está ahí, y es “un viejo velador con pantalla de tul”.

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Hace un tiempo se fue mi mamá y tuve que vaciar la casa en la que crecí. Mientras lo hacía, empecé a sentir que, además de seleccionar cosas para guardar, donar o tirar, en realidad estaba releyendo Boquitas pintadas. Cada armario y cada cajón que abría guardaban, por así llamarlos, “veladores”: objetos que alguna vez habían significado mucho y que ahora, solamente, estaban ahí. Por ejemplo el barro termal que le traje de regalo hace veinticinco años, casi sin usar, o el pulóver que de chico me fascinaba porque tenía dos tiritas de piel “de leopardo”.

En esa casa, además, fue que leí Boquitas pintadas por primera vez, en la época de la secundaria. En ese entonces, los que vivíamos en la casa de la calle Maure éramos tres: mi mamá, mi hermano y yo. El divorcio entre mis padres ya había tenido lugar y mi papá ya se había mudado a un departamento. Y así como de cuatro habitantes habíamos pasado a tres, un poco más adelante quedarían dos: yo me fui de la casa y se quedaron mi mamá y mi hermano. Como era de esperar, pasado un tiempo también mi hermano se fue. La que se quedó hasta el final fue mi mamá: sus últimos veintinueve años los vivió (y los guardó) en esa casa, que es la que yo tuve que vaciar.

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Aquellos días de la casa de Maure, que en su momento fueron los más cuerdos, son, en el recuerdo, los más delirantes. Mi hermano en su habitación. Mi mamá, que era psicóloga, atendiendo pacientes en el consultorio. Y yo tirado en la cama leyendo Boquitas pintadas para un examen de tercer o cuarto año.

De los muchos rasgos distintivos de esa época, uno esencial es que no conocía la ciudad como hoy. En ese entonces iba a pocos lugares: el colegio, el centro comunitario judío, el departamento de mi papá, la casa de algunos amigos, el dentista y no mucho más. Eran puntos aislados a los que sabía con qué colectivos llegar, pero, a diferencia de hoy, no tenía el mapa entero de la ciudad en la cabeza. En consecuencia, tampoco conocía muchas calles. Por eso en aquel momento me llamó la atención que en el libro de Puig apareciera una calle que yo sí conocía: Olleros. Era la primera paralela a Maure. Nuestra casa estaba en Maure al 3000 y la dirección que aparecía en Boquitas pintadas era Olleros al 4300. Ahí había vivido Nené ya casada, cuando se fue de Vallejos y se vino a Buenos Aires.

"Boquitas pintadas", publicada originalmente en 1969

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Habiendo prendido el viejo velador con pantalla de tul (y sentado en el sofá que finalmente pudieron comprar), el señor Massa ve por primera vez unas cartas que los lectores ya conocemos, porque las leímos cuando promediaba el libro: las cartas de juventud entre Nené y Juan Carlos. Son cartas previas a que ella diera el “sí” y se transformara en Nélida Fernández de Massa, pero igual le siguieron importando; ya casada, en 1947, le pide a la madre del difunto Juan Carlos que se las mande: “no tendría que estar pensando en cosas de antes, pero cuando me despierto a la noche se me pone siempre que sería un consuelo volver a leer las cartas que me escribió Juan Carlos”. El día en que el libro termina, el 15 de septiembre de 1968, el señor Massa tiene entre las manos esas cartas que Nené guardó, pero no se atreve a leer más que unas pocas líneas y las tira por el incinerador.

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Al vaciar la casa me enteré de que mi mamá también había guardado sus cartas. Sus cientos de cartas, de cuya existencia jamás sospeché mientras ella vivió. Algunas de amor y otras de amigas y familiares. Las que eran de amor estaban numeradas: “respondiendo a la carta número catorce…”. Esas cartas no eran de, ni para, mi papá, que siempre vivió en Buenos Aires y con quien hablaría personalmente o por teléfono. Eran de y para Phil, el muchacho norteamericano que había conocido en el kibbutz cuando ella todavía era adolescente, el amor previo de mi mamá, la persona que hubiera podido hacer nacer una de mis dos mitades en Estados Unidos.

También había, a un cajón de distancia, notitas que mi papá le había dejado. Descubrí así toda una dimensión que yo apenas había podido entrever: el enamoramiento entre mis padres. Notitas cariñosas donde mi papá le decía que le había comprado facturas, o que se iba a jugar al tenis, o simplemente que la amaba. De repente, la vida había sido bella: mis viejos se habían querido, se habían comprado una casa y nos habían tenido: “dos hijos sanos, dos varones”, como decía Nené en una de sus cartas. ¿Cuál había sido el problema?

Manuel Puig entrevistado en TVE, 1977 (Captura de pantalla)

Lamentablemente, un poco más al fondo del mismo cajón había otros papelitos agrupados: eran notitas agrias, escritas con la misma letra que las anteriores, en las que, ya divorciados, la cosa se había puesto fea. Eso se parecía mucho más a lo que yo recordaba. Y así seguí encontrando apuntes de la facultad, diarios íntimos, sentencias judiciales, resúmenes de banco, historias clínicas de pacientes, cuadernos de llamados, las radiografías, el diagnóstico. Toda su vida estaba ahí, en su placard (uso, como hago siempre, la palabra que ella hubiera usado), contada bastante parecido a como Puig la hubiese contado.

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Es llamativo que no haya insertado, en el final de su libro, la transcripción del diagnóstico de cáncer de Nené. ¿No hubiese quedado perfecto un informe clínico que anunciara escuetamente el final de esa vida? He aquí, entonces, mi Puig engordado: “Buenos Aires, 10 de octubre de 1967. Centro de Educación Médica e Investigaciones Clínicas. Servicio de Patología. Paciente: Nélida Enriqueta Fernández de Massa. Informe histopatológico: se encontró pieza de neumonectomía izquierda que mide 18 x 13 x 5 centímetros…”.

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En esas páginas finales que nos cuentan cómo está cada uno de los personajes el ya mencionado día jueves 15 de setiembre de 1968, nos enteramos de que en la tumba de Juan Carlos hay una nueva placa recordatoria. La mandó a hacer Celina, su hermana, un año antes. Se ve un sol naciente o poniente a ras del mar y una inscripción que dice literalmente así: “JUAN CARLOS TODO BONDAD. Hoy veinte años que te fuiste de nosotros. Tu hermana que no te olvida CELINA 18-4-1967″.

Las transcripciones de las placas del cementerio de Coronel Vallejos eran, antes del fallecimiento de mi mamá, lo único que me parecía errado en Boquitas pintadas. Me molestaba el uso arbitrario y descuidado de los signos de exclamación y las mayúsculas, y me desconcertaba la omisión de ciertas comas. Pero cuando empecé a ir al cementerio noté la perfección absoluta del realismo de Manuel Puig. El equivocado era yo. Las mayúsculas, los signos de exclamación y la agramaticalidad son la norma estilística del cementerio en el que está mi mamá. Es un destino inevitable, como la muerte misma, porque el rubro es así: cuando tuve que lidiar con el marmolero que se estaba encargando de hacer la placa, me vi obligado a plantarme para que no esculpiera los signos de exclamación que constituían, al parecer, la parte divertida de su trabajo. También abogué por que no hubiera anomalías gramaticales. Y también rogué por que al menos una coma separara el mensaje de nuestra firma, pero la súplica no fue atendida.

Manuel Puig 1932-1990 (Foto: sinetiquetas.org)

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Ahora que conozco la ciudad, sé que Olleros al 4300 no existe, al menos en este mundo: esa calle tiene numeración hasta el 4000, y después empieza el Cementerio de la Chacarita. También sé que el 15 de septiembre de 1968, doce exactos años antes de que yo naciera, fue domingo, y no jueves como repite el narrador una y otra vez. Y también sé, porque leo en PDF y porque mi papá me regaló un Kindle que me cambió la vida, que hay un pequeño desliz en el final de Boquitas pintadas: antes de tocar el fuego, las cartas de Juan Carlos se iluminan fugazmente, y podemos volver a leer varias de las frases, a cuál más imborrable, que ya habíamos leído antes, cuando leímos esas cartas en el transcurso del libro. La última de esas frases es “...pero cada vez que leo tu carta me vuelve la confianza...”. Ahora bien: CTRL+F mediante, advertí que esa frase no aparece exactamente así en la carta original: yo buscaba “pero cada vez” y aparecía un solo resultado, el del final del libro, y no dos, como debía ser. Entonces, releyendo la carta original, encontré la diferencia. Es sólo una palabra, pero, como todo en Boquitas pintadas, es perfecta. Está en la «Séptima entrega» y dice: “pero ahora cada vez que leo tu carta me vuelve la confianza”.

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“Ahora”, pensaba cuando salía de la casa rumbo al contenedor de la basura cargado de bolsas y cajas.

“Ahora” quería decir que estaba viendo algunas cosas importantes por última vez: juguetes que reconocí al instante, kilos de historias clínicas de pacientes, el barro termal, el pulóver con el detalle felino, y también el diagnóstico, los apuntes de la facultad, el diario íntimo y las cartas, que al llegar al contenedor, por un instante, quedaban a la vista: “…también pude retomar un poco mi trabajo…” “...y es un excelente colegio, muy conocido...” “…me tardó hacerme a la idea de tantas renuncias…” “...porque ella es un queso terrible...” “...así que espero para abril...” “...y ahora estoy muy contenta...” “mis días como verás pasan con los críos” “...ayer que hubo paro general...” “...bueno te hago un plano de mi casa, es nueva y es muy grande ¿no?...” “...dejé lista de almuerzos...” “...nos endeudamos bastante...” “acá encuentro un ratito para escribirte” “…todo el día en casa…” “…me quedé cuidando mi jardín…” “…porque llegamos a estar pésimo y ahora estamos bien…” “…nuestros días son bastante parejos, ¡como los de una familia!...” “…y a veces creo que todavía estoy en eso…” “…¿con quién lo dejás?...” “…manchitas blancas que pican por todo el cuerpo” “... me quedo con él todo el cumple...”.

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