Hola, ahí.
El aroma de los jazmines es una explosión de primavera por adelantado. Subo la escalera a la terraza rumiando quejas pero en cuanto salgo al cielo descubierto el perfume me abraza. Son apenas segundos, pero valen todo.
El código de la naturaleza me alarga la vida un cachito.
Jazmines y películas
Me cuesta pensar que en este país haya mucha gente que esté pasando días despreocupados y buena onda. Cumplimos 40 años de democracia y lo que debería ser una oportunidad para la celebración colectiva por momentos roza la contradicción lógica, camino a unas elecciones bizarras: nunca antes estuvimos más cerca de perder el fervor por una forma de gobierno que, sin ser perfecta, sigue siendo la mejor.
Me dirás que Argentina no es la excepción, que el sistema cruje en todo el planeta y que el individualismo le ganó al compromiso democrático y es cierto. El tema es que no me tranquiliza en absoluto saber que el infortunio es colectivo.
Así que vuelvo a la terraza y a mis jazmines y, como no puedo resolver nada de lo que me abruma y detesto mi costado amargo, me propongo ver una película que me saque de este estado de desgracia. Y la encuentro.
Las mejores amigas
¡No estás invitada a mi bat mitzvá! (Netflix) es una comedia de corte clásico del género llamado coming of age, que cuenta lo que le pasa a la protagonista en ese estadio de transición que va de la niñez al mundo adulto. Es una película con Adam Sandler en la que él no es el personaje central. A juzgar por lo que se ve, todo indica que al actor estadounidense le dieron ganas de llevarse a su familia al trabajo y se dio el gusto.
En esta película de Sandler —basada en una novela de Fiona Rosenbloom y dirigida por Sammi Cohen— la protagonista principal es Sunny, su hija menor (su personaje es Stacy), y también actúan Sadie, su hija mayor, y Jackie, su esposa. Las chicas hacen de sus hijas pero el papel de su mujer lo interpreta Idina Menzel. Jackie Sandler actúa como la madre de Lydia, la amiga de la protagonista (Samantha Lorraine).
Todo lo que puedo contarte del argumento puede llegar a parecer chiquito, insignificante, frívolo. Y lo es en algún sentido, y por mi parte hasta lo celebro porque las buenas actuaciones y la efectividad del humor y los guiños me hicieron pasar un momento divertido y agradable. La verdad, lo necesitaba.
Stacy Friedman tiene doce años y los nervios la consumen: son las semanas previas a su bat mitzvá, la ceremonia judía que simboliza el paso a la adultez (en el caso de los varones, se llama bar mitzvá). Es un momento esperado, vas a ser la protagonista del evento y, digamos todo, siempre queremos que nuestra fiesta sea la mejor. Stacy tiene que pensar en ropa, en zapatos, en videos, en música como para producir un gran show. Desde el lado más serio y solemne, tiene que aprenderse fragmentos de la Torá para leer durante la ceremonia y tiene que hacer una buena acción.
Así como ella, así de ilusionados y excitados, digo, están sus compañeros y compañeras de la escuela (el personaje de la rabina entre fumada y ultramoderna que hace Sara Sherman me resultó muy divertido), muchos con la expectativa de este gran rito de pasaje y, quienes ya lo vivieron, con la expectativa de las fiestas de los demás.
La mejor amiga de Stacy se llama Lydia Rodríguez Katz (hay matrimonios mixtos, como ves), son como hermanas por elección desde que eran chiquitas. Les gustan las mismas cosas, las mismas personas, las mismas actividades, la misma música y las mismas diversiones. Y, si no coinciden, casi que se obligan a hacerlo, porque las mejores amigas muchas veces son así: hacen todo juntas.
Hacen todo juntas hasta que un día se pisan la cabeza una a la otra.
La traición no se perdona
La amistad fraterna entre las chicas no supera la traición: un chico lindo pero medio bobo las tiene locas a todas y especula con eso. Y la relación entre Stacy y Lydia se quiebra… ¡justo cuando llegan las celebraciones de bat mitzvá!
Lydia le falla a su mejor amiga, pero Stacy se pasa de rosca en la venganza. La historia orbita alrededor de ellas y el tono de comedia suaviza lo que muchas sabemos que duele horriblemente: que el que te gusta se vaya con otra, que la otra sea tu amiga, que el hecho de que ellos estén juntos te deja en un limbo de soledad y sin ilusiones.
También sabemos que la atracción no acusa recibo de lealtades y que a veces, sobre todo a cierta edad, hacés cosas que terminan lastimando al otro, dejando marcas indelebles. Hay algo fuerte en la crueldad adolescente, ese tiempo en el que conocemos cómo se siente humillar y cuánto lastima ser humillado.
Te dije antes que me habían gustado las actuaciones (Sandy Sandler es mucho más que la hija del célebre comediante, tiene futuro asegurado) y el estilo del humor, un humor judío que me resulta familiar, que no me deja afuera y que me tomó desde el comienzo, con las primeras escenas de fiesta.
Te digo también que esa forma de hacer reír ofrece momentos desopilantes, como la discusión a los gritos y fuera de escena que tienen padre e hija (“¿Para esto enfrentamos a los nazis?”, aúlla Sandler) o algunos momentos de la rabina, que desacraliza la solemnidad religiosa con cantitos de doble sentido sin perder ni un gramo de espiritualidad.
Qué fantástica esta fiesta
Tanto festejo me hizo pensar en mi relación con las celebraciones puntuales de ritos de pasaje. No tuve circuncisión porque soy mujer (de la ablación de clítoris, la salvajada que aún practican en algunos lugares del mundo en nombre de la cultura, hablaremos en otra oportunidad) ni Primera Comunión porque soy judía, aunque en el jardín de mi casa de San Justo posaron varias amigas y vecinas. Todavía eso no era el book quinceañero de la actualidad, pero igualmente cada sesión de fotos profesionales con las chicas trajeadas ad hoc nos dejaba a mi hermana y a mí muertas de envidia y con la boca abierta de admiración).
Tampoco tuve bat mitzvá, por entonces no era tan común que las chicas judías lo celebraran, aunque los varones sí tenían su ceremonia y su fiestita (o fiestaza) y supongo que, por sus ideas de laicidad, para mi papá no era significativa la ceremonia.
Tuve, sí, fiesta de quince y la tuve dividida en dos (una para la familia y otra para los amigos), pero no fue en un salón sino en mi casa: vestidito de terciopelo marrón para celebrar con los Munitz y los Pomeraniec y tremendo jumper de gamuza azul -comprado en la Galería del Este- para bailar con los de mi edad.
Tres grandes detalles oscurecen mi recuerdo. Uno, que mis quince fueron en junio del 76, el año que se inició la última dictadura militar y todo ese tiempo sigue teniendo en la memoria mucho de noche y niebla. Dos: no tengo ni una foto. En tren de darle una mano al hijo de una amiga, mi mamá contrató a un fotógrafo joven, algo inexperto para eventos sociales. Luego de varias semanas sin noticias, lo que supe, lo que me dijeron, fue que al muchacho se le habían velado todas las fotos.
Un momento.
Ahora, mientras escribo esto, se me ocurre pensar que no fue así como me dijeron, y que en realidad lo que ocurrió es que tal vez mi mamá, que hacía magia con los billetes (no por brillante inversionista sino porque siempre los hacía desaparecer), no quiso o no pudo pagarlas.
Y puede ser.
Mi mamá tenía bastante de personaje de Puig o Aurora Venturini. Mi hermana y yo debíamos tener unos 8 y 10 años cuando Feigue tuvo la brillante idea de firmarnos un documento en el que se comprometía a contratar como número vivo para nuestras fiestas de cumpleaños a los bailarines de Música en libertad (un ciclo que a mi generación le sirvió de trampolín ritual a la adultez), a cambio de que nos portáramos bien por un tiempo determinado, no sé, supongamos que eran seis meses.
Durante varias semanas, la nota chantaje escrita y firmada por mi mamá en una hoja de cuaderno Rivadavia (“En este acto me comprometo a contratar….”) estuvo colgada en una pared del comedor diario. No había forma de que pasara desapercibida. Desayunábamos, almorzábamos y cenábamos mirando la letra chiquita y elegante que nos prometía el Paraíso, una felicidad plena que, bueno, sí, adivinaste: nunca llegó.
Ritos de pasaje
Fue el etnógrafo y folclorista francés Arnold Von Gennep quien acuñó el término ritos de pasaje (o ritos de paso, o ritos de transición) en su libro Les rites de passage, de 1909, un ensayo que terminaría siendo muy influyente. Allí Von Gennep estudia estos ritos, vinculados a la religión, que facilitan las transiciones importantes en la vida humana. Son los momentos en los que los humanos pasamos de un estado de vida, social o religioso, a otro.
Si nos ponemos a pensar en lo que pasa hoy en materia de transiciones de estado social, cultural o vital, al casamiento, primera comunión, bautismo, circuncisión, cumple de 15, bar y bat mitzvá, parto o funeral, habría que incluir el baby shower, un primer viaje al extranjero, el momento de abandonar la casa de los padres para irse a vivir solo y, en algunos lugares, el divorcio (sí, hay quienes hacen celebraciones especiales por esto).
Expertos en vínculos y en determinadas formas terapéuticas aseguran que los momentos de cambios cruciales en la vida de las personas se transitan mejor cuando se asocian con festejos o ceremonias. A veces esos rituales son singulares y pertenecen a cada comunidad, e incluso, a cada familia. Lo simbólico siempre acompaña las transiciones.
Leí una explicación que me resultó satisfactoria para entender las diferencias entre rito, ritual y ceremonia, y es esta: el rito es cultural y ancestral, mientras que el ritual es simbólico y espiritual y la ceremonia es social y cultural.
Las edades de bar y bat mitzvá están establecidas en el Talmud, pero todo indica que se llevaban a cabo desde antes. Una hipótesis es que la edad de las chicas para el rito de pasaje se definió en base a la edad que tenía Miriam, la hermana de Moisés, cuando tuvo la madurez suficiente para tomar la decisión de colocarlo en una canasta para salvar su vida.
Los varones comenzaron a tener su bar a fines de la Edad Media. Las mujeres tuvieron que esperar bastante tiempo más. Aunque hay documentos que señalan que desde hace unos 200 años en Europa algunas familias realizaban festejos para honrar la entrada de sus hijas en la adultez, fue recién en el siglo XX que comenzaron a hacerse las ceremonias y no en todos los sectores del judaísmo: el lugar de las mujeres no es el mismo en las diferentes corrientes. No todas las corrientes aceptan que una mujer lea la torá o sea rabina, por ejemplo.
Ya va a llegar.
Las fiestas de quince
En Latinoamérica, la quinceañera es toda una figura en términos culturales. La fiesta de quince es una tradición y es el momento anhelado por las chicas de diferentes clases sociales. Las familias, incluso las más pobres, son capaces de endeudarse para cumplir con ese anhelo.
Las fotos y los videos son parte indispensable del proyecto. Entre 2014 y 2019, la fotógrafa francesa Delphine Blast documentó esta forma de celebración tomando fotos a jovencitas de Perú, Colombia, Bolivia y México. La serie de estas imágenes se llama “Quinceañeras”, puede verse en detalle en su sitio y algunas de las fotos ilustran este envío.
La fiesta de quince proviene de los ritos de pasaje de la pubertad a la edad adulta que celebraban las culturas precolombinas azteca y maya. Al entrar en la pubertad, se entraba al Telpochcalli (centros en los que se educaba a los jóvenes del pueblo, a partir de los 15 años, para servir a su comunidad y para la guerra), y a las mujeres se les enseñaba sobre historia, modales y “el arte de ser mujer”, especialmente para convertirse en esposas.
Durante la Conquista, los españoles introdujeron la misa católica y más tarde, en el siglo XIX, en México el emperador Maximiliano y su esposa Carlota añadieron el vals y los vestidos. En algunos países hay una escena de la fiesta en la que el padre le coloca zapatos altos a la quinceañera, como símbolo de la entrada en la adultez.
El origen de la fiesta de quince se encuentra en los famosos “bailes de debutantes” europeos, durante el siglo XVIII, en donde las hijas de las familias aristócratas o nobles se presentaban frente a los reyes para ser reconocidas ante la sociedad.
Esta costumbre fue popularizada durante el reinado de Jorge III de Inglaterra, quien habría sido también el que impulsó la tradición de que las chicas llevaran guantes y vestidos blancos, señal de pureza y castidad.
El objetivo era instruir a las jóvenes en las costumbres de la vida social, y por eso la presentación a la corte se hacía en un espléndido y exclusivo baile. Originalmente, el debut representaba la manera ideal de dar a conocer que una mujer había llegado a la edad apropiada para aceptar pretendientes, una forma elegante de decir que las chicas ya estaban listas para entrar al mercado del matrimonio.
No participaban de esas fiestas todas las jóvenes, naturalmente. Solo las hijas de los nobles y aristócratas eran presentadas al rey y a la reina en una elaborada y elegante ceremonia conocida como “Presentation at court”.
Y, por supuesto, mientras te cuento estas cosas me dieron unas ganas locas de volver a leerme todas las novelas de Jane Austen. Necesito vacaciones ya.
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No sabés cuánto me estimula el ida y vuelta que se da a partir de los mensajes que recibo por estos newsletters. Y esto ocurre no solo porque lo que me dicen enriquece mi mirada sobre las cosas, sino también porque es una enorme satisfacción saber que una lectura sugerida o la recomendación de una película no cae en el vacío y llega a vos para darte buenos momentos.
Este envío estuvo ilustrado con imágenes de la película No estás invitada a mi bat mitzvá y con fotos de la fotógrafa francesa Delphine Blast. Por mi parte, me despido con ganas de tener una fiesta, mi gran fiesta, la que nunca tuve.
Estoy grande, pero no pierdo las esperanzas: mientras trabajaba en este texto descubrí montones de historias de abuelas que tuvieron su fiesta de quince recién a los setenta y pico o más, para alegría de los nietos que les propusieron festejar y enmendar ese bache de sus historias.
Te recuerdo mi correo: hpomeraniec@infobae.com. Espero que pases una muy buena semana, hasta la próxima.
Por último, a guit iur, Shaná Tová, feliz año nuevo para toda la colectividad judía.
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