¿Qué ocurre después de la muerte? Esa pregunta atravesó con mayor o menor intensidad a todas las épocas y lugares de nuestra larga historia como humanidad. Las religiones, la gran mayoría de ellas, suelen decir que todo depende de cómo se transitó la estadía en la vida. Si las personas fueron amables, bondadosas, solidarias, el destino de gracias. Pero si no, se produce el descenso al inframundo. La imagen mental es consensuada: fuego, gritos, sufrimiento.
En el budismo es el Naraka; en el judaísmo, el Gehena; en la mitología griega, el Tártaro; en la mitología nórdica, el Helheim. El cristianismo llamó a ese lugar el infierno. Quien lo gobierna es Satán —o Satanás o Lucifer o el Diablo: el mal absoluto—, un ángel caído y desterrado luego de rebelarse ante Dios.
Ese lugar ha sido representado por la pintura de miles de formas. El punto de vista estético de estas obras es tan grande, tan potente, tan poderoso, que uno podría decir, como la canción de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, que “el infierno está encantador esta noche”.
En la Alte Pinakothek de Múnich hay una pintura que hace temblar a cualquiera: La caída de los condenados de Pedro Pablo Rubens. Fue creada alrededor de 1620, durante la Guerra de los Treinta Años. Lo que vemos es gente cayendo. ¿A dónde? Al infierno. Luego del Juicio Final, se les decreta sufrir por toda la eternidad.
En la parte superior del cuadro está el Arcángel Miguel que sale de un rayo de luz entre nubes oscuras. Es él quien, portando un escudo redondo de brillo cegador, arroja cientos de cuerpos desnudos, hombres y mujeres, al fondo del abismo.
Quizás la gran referencia cultural, la mayor, la más influyente, sea El Infierno de Dante Alighieri. Es la primera de las tres cánticas de la Divina Comedia: primero el infierno, luego el purgatorio y finalmente el paraíso. El género es la poesía; el idioma, el italiano. Fue escrita entre 1304 y 1321, año en que su autor muere. Es una obra intensa, llena de referencias, de imágenes visuales, de metáforas, de nombres, de sensaciones.
El protagonista y narrador, el propio Dante —que está “a la mitad de la vida” porque en ese momento tenía 35 años—, se encuentra de pronto frente a tres bestias, alegorías de la soberbia, la lujuria y la codicia, pero lo rescata el poeta romano Virgilio (70 a. C. - 19 a. C.) y desde entonces será su guía para transitar los diferentes círculos del infierno. Juntos, caminan entre almas perdidas que sufren por un error cometido en vida.
La caminata de Dante y Virgilio por los círculos del inframundo mereció cientos de pinturas. Basta con nombrar tres: Dante y Virgilio en el infierno (1879) de Gustave Courtois, La barca de Dante (1822) de Eugène Delacroix, y Dante y Virgilio en el infierno (1850) de William-Adolphe Bouguereau.
Casi doscientos años después de la obra de Dante, a mediados del siglo XV, Giovanni di Paolo di Grazia, un pintor italiano que trabajó principalmente en Siena, ilustró los textos de Dante.
La atmósfera onírica y colorida se aleja de la imagen oscura que tenemos hoy del infierno. Sin embargo, si acercamos la mirada, el sufrimiento de sus personajes es inobjetable.
En la misma época, Sandro Botticelli —conocido, sobre todo, por El nacimiento de Venus— pinto Los nueves círculos del Infierno (entre 1480 y 1490) basándose en lo escrito por Dante. En la punta vemos a Lucifer en su cueva y luego, hacia arriba, el infierno se va agrandando hasta llegar a su entrada.
“Botticelli no era todo amor, alegría y belleza. El pintor tuvo también su época oscura”, escribió la crítica Laura Cabrera Guerrero.
Gustave Doré no solo pintó Dante y Virgilio en el Noveno Círculo del Infierno (1861), también realizó varias ilustraciones entre 1861 y 1868 de diferentes escenas del peregrinaje narrado por Dante. Fue tan interesante la serie que hizo que un crítico de la época dijo que “el autor es aplastado por el dibujante”, y “más que Dante ilustrado por Doré, es Doré ilustrado por Dante”.
Al principio los editores se negaban a producir estas lujosas publicaciones a un costo demasiado alto. Por eso Doré tuvo que autopublicar esta obra. Al mismo tiempo, expuso estas ilustraciones en una muestra, junto con su el monumental óleo mencionado. Finalmente valió la pena porque su mirada es muy potente.
Otro infierno, otro de tantos representados en el lienzo, es el de Pieter Huys, de 1570, que se encuentra en el Museo del Prado. La escena se aleja de la pintura académica del siglo XIX y de las expresivas ilustraciones de Doré para situarse en algo más realista, con lo que alude esa palabra: la realidad.
Lo que ese óleo sobre tabla de 82 centímetros de ancho y 86 de alto titulado El infierno muestra es una especie de masacre brutal con mucho detalle (quizás más detalle del que quisiéramos). Una mezcla de guerra, orgía y tortura que tiene a personajes sonrientes y a otros sufriendo mortalmente.
La pregunta no se fue, sigue presente, sigue punzante: ¿qué ocurre después de la muerte? Así como atravesó a todas las épocas y lugares de nuestra larga historia como humanidad, sigue ahora, acá, entre nosotros.
La imagen mental es consensuada: fuego, gritos, sufrimiento. La pintura plasmó esas pesadillas. Y lo hizo de tal manera que el infierno luce encantador.