Alejandro Dolina: “Los piolas me aburren más que los solemnes”

El escritor, conductor e intelectual, referente de la radio y la cultura, brindó en el Festival del Libro de Chivilcoy una larga entrevista titulada “La literatura más acá de los libros”. Aquí, sus palabras

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Alejandro Dolina: “Los piolas me aburren más que los solemnes” (Foto: Juan Bernardo Garmendia / Flich)
Alejandro Dolina: “Los piolas me aburren más que los solemnes” (Foto: Juan Bernardo Garmendia / Flich)

El sábado pasado, mientras la lluvia caía insistente y el día se oscurecía, una porción de Chivilcoy fue llenando poco a poco el Club Colón. Sobre el parquet de la cancha de básquet, varios stands de editoriales, y la gente que iba y venía entre los libros. Minutos antes de que el reloj diera las seis, todos se fueron acomodando en torno al escenario —muchos con el mate en la mano— para escuchar al gran invitado del Festival del Libro de Chivilcoy, más conocido como Flich: Alejandro Dolina.

Antes de él, estuvo el taller de poesía y oralidad “Los fatales”, tocó el grupo Gulubú y Dino Bercellini entrevistó a la psicoanalista y ensayista Alexandra Kohan. También hubo lectura de poesía a cargo de Alejandro Chuca, Patricia González López, Morena Ponce, Cora Barengo, Sami San Romé, Daniel Casas y Álvaro Cortés, y el escritor chivilcoyano Hernán Ronsino pronunció el discurso de apertura. Y mucho después, ese mismo día por la noche, un after, el Bonnus Flich: en el bar Ruta 30 fueron entrevistados Carla Quevedo, a las 20:30 (el título era “Motín afectivo”), y Walter Lezcano (“Escribir con rock de fondo”), a las 22.

Pero el plato principal de esta segunda edición de la Flich, la actividad más convocante, tuvo como protagonista a Alejandro Dolina. Una entrevista a cargo de quien escribe esta nota, que llevó por título “La literatura más acá de los libros”. Y que empezaba así:

—Le pusimos ese título a esta conversación porque refleja el espíritu de la Flich. Cuando uno piensa en la literatura, piensa en una biblioteca inabarcable, pero hay una literatura que no está tan arriba, tan lejos, y es esa que aún no ingresó a los libros, y que probablemente nunca ingrese: lo literario de las conversaciones cotidianas. Así que la primera pregunta, Alejandro, es en qué lugar ubicabas a la literatura cuando empezaste a escribir y dónde la ubicás hoy, con una obra ya publicada. Si la literatura está allá arriba, está acá abajo, dónde está.

—Una respuesta inexacta sería que la literatura está en todas partes, lo cual significaría que no está en ninguna. Están los libros, está en la imaginación, está en los cuentos, está en los relatos, está incluso en los relatos orales, los relatos familiares que amueblaron nuestra niñez. Las cosas que nos contaban nuestros mayores también eran literaturas. Los cuentos que me contaba mi abuelo mitad para escandalizarme eran también literatura. Después, claro, aparece la literatura artística y mejor todavía aparece la literatura compleja. No podemos decir que todo dé lo mismo. Hay grados de complejidad en el arte y así como a los niños les gustan los cuentos del abuelo a lo mejor hay personas más complejas y prefieren los cuentos de Borges. ¿Cada uno debe buscar la literatura que le convenga?, me lo pregunto. No sé. Lo que yo creo es que los libros -a mí me gusta más hablar de libros que de literatura- son algo bueno, que nos ensanchan los horizontes, que nos hacen mejores. Yo he conocido muchos hombres que no habían leído nunca ningún libro y que eran hombres maravillosos, pero también pienso que esos hombres que eran, sin haber leído, maravillosos, hubieran podido ser mejores todavía si hubieran tenido acceso a los libros. De manera que lo que podemos hacer nosotros es facilitar que la gente se acerque a los libros. ¿Cómo facilitar? ¿Le vamos a dar empujones para que lean? No. Les vamos a dar una buena vida para que lean. El que no tiene para comer, el que no tiene para alimentarse, el que no tiene para aprender a leer o para educarse, entonces la tarea de un gestor de cultura es ayudar a los que quieren leer a que cada vez puedan leer libros mejores y más complejos, porque son bienes culturales a los cuales todos tenemos derecho.

Después, si no los quiere leer, que no los lea, pero ponelo al tipo en situación de que si quiere pueda leer. Y al mismo tiempo, a los jóvenes que quieren escribir libros, ayudar un poco. Hacer un sistema de fomento, algunos son premios, otras son becas. Atrás de todo esto está la educación. Las maestras les dicen a los niños: ‘lean porque el que lee se construye un espíritu y gloria, una vida mejor...’ Y los chicos dice: ‘uh, me tengo que leer todo esto’. Y el mensaje cuál es: beban este trago amargo, que es tener que leer, que después van a aprovechar los beneficios. Yo creo que ese mensaje se equivocado, porque leer es deseable, está bueno. Ahora si vos los espantás diciendo: ‘mañana el que no lee hasta la página 131 le ponemos 24 monedas’. No es esa la manera de acercarse a los libros, al menos no es una manera alegre. Algo que no se dice algo, y yo creo que es cierto, es que la persona que lee, la mujer que lee, el hombre que lee, se convierte en un mejor enamorado. Pero eso no se le dice a los chicos. ¡Deberían decírselo! Si a mí me hubieran dicho eso en la adolescencia hubiera leído mucho más de lo que leí, pero no: me prometieron otras cosas en las cuales yo ni siquiera estaba interesado. Porque la verdad que yo empecé a leer porque me gustaban los libros, no porque quería que me dieran un premio. Me parecía que era divertido leer, que allí encontraba amigos que eran los escritores, los personajes, la historia. Y estaba mucho menos solo. Y ahora también: cuando leo ya no estoy tan solo.

La entrevista con Alejandro Dolina en Chivilcoy se tituló “La literatura más acá de los libros” (Foto: Juan Bernardo Garmendia / Flich)
La entrevista con Alejandro Dolina en Chivilcoy se tituló “La literatura más acá de los libros” (Foto: Juan Bernardo Garmendia / Flich)

—Es interesante lo que decís porque la idea de este festival, que organizan Sami San Romé y Maxi Gesualdi, es pensar a la literatura desde un lugar de encuentro, no desde ese lugar lejano solemne. Pero también esa solemnidad a veces ayuda, es decir, hay un doble juego entre romper esa solemnidad de la literatura para bajarla un poco a tierra, pero por otro lado es inevitable romantizarla, ¿no? Tiene un costado romántico la literatura. ¿Cómo ves este doble? ¿Dónde ubicas vos tu idea de los libros?

—Está bien lo que decís, En principio hablás de encuentro y la poesía es encuentro: encontrarte con tu lector, encontrarte con tu poeta. El tipo agarra un libro y lee: ‘Margarita está linda la mar, / y el viento, / lleva esencia sutil de azahar; / yo siento / en el alma una alondra cantar; / tu acento: / Margarita, te voy a contar /un cuento’. Entonces se pregunta: ‘Ay, ¿este tipo quién es?’. Este tipo es Rubén Darío. Y si uno escribe a veces tiene la suerte de presenciar ese milagro que es el de encontrar a su lector. ‘Escribí una poesía solo en mi casa, no había nadie, y un día encontré un lector, uno que la leyó y se emocionó, y ya no estoy solo’. En cuanto a la solemnidad, yo creo que a veces es un pecado formal. Hay gente que se esfuerza para escribir de un modo solemne. Y a mí me parece que debe haber literatura solemne cuando los contenidos eventualmente son solemnes, que no es muy seguido. En la vida hace falta un poco de solemnidad.

Supongamos que hay un casorio, un casamiento: el cura le mete un poco de solemnidad. No dice: ‘mirá, fulano, esto es así, ya saben cómo es esto, acérquense al mostrador’. No hace eso, sino que le da un poco de solemnidad, porque el casamiento como ceremonia dura poco. Pero si todo el día uno tuviera que conducirse de un modo solemne y sube al colectivo y le dice al colectivero: ‘señor colectivero, en este acto propongo que constituyamos entre usted y yo un contrato que consiste en el acarreo de mi persona hasta el destino que yo el infiere. A cambio pagaría el justo precio del boleto. Traigo aquí a mi amigo Luciano, que se escribano, y que va a ser...’ ¡No, no se puede ser solemne todo el tiempo! Como tampoco se puede ser piola todo el tiempo. Si está mal ser solemne todo el tiempo, ser un simpaticón que está todo el tiempo haciendo chistes es insoportable. Yo por eso huyo de las personas simpáticas. Tengo amigos que son muy antipáticos, el gesto adusto, apenas si saludan. Y los escritores me gustan también antipáticos, con pensamientos profundos, una cierta tristeza, una cierta melancolía. Melancolía y tristeza que provienen del hecho de ser mortales, de la naturaleza humana trágica. Lamento tener que confesarlo ahora: a veces los piolas me aburren más que los solemnes.

Ruben Dario (1867 - 1916) circa 1905. (Foto: Hulton Archive/Getty Images)
Ruben Dario (1867 - 1916) circa 1905. (Foto: Hulton Archive/Getty Images)

—Y pareciera que estamos en tiempos donde abunda un poco esa idea de lo piola. Quizás nos pasamos de rosca con lo antisolemne y de repente los lugares para hablar en serio, para pensar, para reflexionar para apreciar una obra de arte, con lo que eso significa, parecen empezar a escasear. ¿Hay un abuso ahí de lo piola, del lenguaje de la calle, en el sentido de lo superficial, de lo rápido?

—Yo creo que a lo mejor la calle no es tan buena como dicen. Especialmente en la Ciudad de Buenos Aires está la superstición acerca de la universidad de la calle. Y yo lamentablemente estuve mucho en la calle; digo lamentablemente porque me hubiera gustado cambiar ese demasiado tiempo que estuve en la calle por otros lugares. Si querés te digo lo que se aprende en la calle, lo sabemos todos. Si tenemos mucha suerte aprendemos a ser solidarios, aprendemos a captar el sufrimiento ajeno, aprendemos a que nos duela como propia la cicatriz del otro, pero eso si tenemos mucha suerte. Si no tenemos mucha suerte, aprendemos a ser malandros. La universidad de la calle no enseña mucho. Esa viveza, esa facilidad para decir malas palabras que suele informar al piola de la televisión. Y peor: postular a ese personaje como algo deseable para las nuevas generaciones a mí me parece una desgracia. No es porque quiera que todos se reciban de abogados. ¡Dios mío, imagínense! En ese caso preferiría que fueran chorros. Pero también es cierto que hay una cierta exageración en los bienes de la calle. Recién conversábamos sobre una situación supuesta. El conductor de un programa X, que seguramente estudió, o a lo mejor estudió en la universidad del Estado, o en una privada, y tiene un diálogo, ya sea con un jugador de fútbol o con una persona que no ha estudiado, que no ha tenido esa suerte, que no ha llegado al colegio secundario tal vez. Entonces el tipo empieza a relacionarse y a dialogar con ese tipo y se hace el que él mismo habla mal, se hace el que él dice muchas malas palabras, muchas pero muchísimas. Yo no me voy a soltar de las malas palabras, pero creo que las malas palabras tienen un lugar.

Si vos solamente hablas como las palabras, no para dar relieve a lo que estás diciendo ni para incluso escandalizar. ¿Qué hago yo cuando mi propósito es escandalizar? Digo una mala palabra. Cuando me propósito es explicar prefiero no decirlas. Y hay gente que dice malas palabras por pobreza del lenguaje y, peor todavía, como en el caso de estos entrevistadores, para hacerse los que pertenecen al mismo mundo: ‘mirá, yo soy como vos, digo malas palabras, soy como vos, conjugo mal los verbos’. ¿Qué es esa clase de ficción, de actuación? Se ve todos los días. Ojalá que todos pudieran llegar a la universidad. No es estrictamente necesario. Ojalá todos pudieran disfrutar de la poesía, ojalá todos pudieran escribir poesía. Lo que tenemos que hacer nosotros es que ayudar al que lo desea. No obligar al que no tiene esa clase de interés, porque hay otros interese. Esto es un encuentro de poesía, un encuentro literario, pero mañana mismo podemos hacer un encuentro de papifútbol, qué sé yo. Así que no hay que sacralizar tanto, pero tampoco hay que perder de vista la diferencia entre lo que es excelente y lo que es una gilada.

"Los escritores me gustan antipáticos, con pensamientos profundos, una cierta tristeza, una cierta melancolía", dice Alejandro Dolina (Foto: Juan Bernardo Garmendia / Flich)
"Los escritores me gustan antipáticos, con pensamientos profundos, una cierta tristeza, una cierta melancolía", dice Alejandro Dolina (Foto: Juan Bernardo Garmendia / Flich)

—Antes de subir al escenario comentábamos la idea de que a la poesía, esa forma de mirar la realidad desde un ángulo un poco más estético, distorsionado pero estético, se la puede encontrar en todos lados. No que está en todos lados, sino que se la puede encontrar en todos lados.

—¡Claro! ¡Es el poeta el que está en todos lados, no la poesía! Pero si no está el poeta que la encuentra es lo mismo que decir que en algún lugar de Chivilcoy hay un tesoro enterrado. El poeta es el que encuentra la poesía allí donde está. Si no hay poeta, no hay poesía en las flores ni en los amaneceres ni en los amores viejos ni el un silbido en la noche. El poeta es el que hace que ese silbido sea poesía. La poesía es creación del poeta. Como en todas las artes, un poco de artificio, un poco de miel y un poco de sangre, como decían los mitos nórdicos: hablaban de una hidromiel, una bebida que vos te la tomabas y eras poeta, y esa bebida estaba hecha con la miel más dulce y con sangre. Y de eso está hecha la poesía: de dulzura, de miel, de amor, y de sufrimiento, porque así es la naturaleza humana. Había unos enanos en los mitos nórdicos que destilaban esa bebida, esa hidromiel de la poesía y al final fue el príncipe de los dioses nórdicos, que se llama Godín, y se la afanó. Si afanó unas cuantas botellas. Y se vació una damajuana de un saque y desde entonces solo habla en verso.

—Y hay otro costado dentro del amplio universo de la literatura que podría pensarse como la filosofía, que es ver la realidad desde un punto de vista distorsionado, ya no desde el lugar estético, sino desde el lugar de la duda, del interrogante, de la reflexión.

—Hay narradores que no tienen un sustrato filosófico, y son igual buenos. Pero los mejores que cuentan un cuento y detrás del cuento, como una sombra platónica proyectada en el fondo de la pared, aparece una reflexión sobre la naturaleza humana que no estaba en el cuento. Esos son los escritores filosóficos que te hacen pensar, después de todo, qué es la vida. ¿Y cuáles son las preguntas filosóficas? Son maravillosas y tendríamos que hacérnosla. Y no es que uno empiece por allá arriba. Hablábamos el otro día con Darío Sztajnszrajber y él, citándome a un filósofo que se llama Derrida, me decía: ‘¿Es posible el perdón?’ ¿Cómo funciona el perdón? ¿Por qué siempre que perdonamos a alguien le pedimos a la persona que es perdonada que nos devuelva algo a cambio del perdón algo que puede ser el arrepentimiento, cambiar su conducta, una disculpa formal, algo? ¿Y es posible dar el perdón gratuitamente? Y Sztajnszrajber analizaba casos de perdones y siempre hay algo que le estás pidiendo al que perdonar; no lo perdonás gratis. ¿Es posible este acto de dar el perdón sin pedir nada, ni siquiera un reconocimiento? Esa es una pregunta filosófica.

La filosofía no es algo que está lejos de nuestra vida, sino que está continuamente en nuestra vida. El perdón, el amor... ¿es posible el amor? ¿Es realmente, como por ahí pretenden hacernos creer, una situación mercantil? Esa novia que viene y te dice: ‘¿vos me querrás tanto como te quiero yo?’ Me está diciendo: ¿será la operación mercantil en que el amor consiste? Habría que empezar a preguntarse si no conviene cambiar el paradigma de nuestros pensamientos respecto del amor y no considerarlo como una cosa conveniente que se calcula. Sino todos nos casaríamos con abogadas de 33 años con propiedades en Alberti. Y no, afortunadamente, el amor que sucede o que nos parece que sucede es otro que no no tiene tanto ‘te doy’, tanto ‘me das’, que no es una operación mercantil. Pero todas esas cosas te las enseña a pensar la filosofía y los autores filosóficos presentan esos temas. No solamente cuentan cuentos en donde alguien remonta un río y encuentra la fuente del Nilo. A veces, muchas veces, siempre me gustaría decir: hablan de la naturaleza humana, siendo esta trágica.

Vladimir Nabokov y su esposa Vera en Ithaca, New York, 1958 (Foto: Carl Mydans / Archivo Time & Life Pictures)
Vladimir Nabokov y su esposa Vera en Ithaca, New York, 1958 (Foto: Carl Mydans / Archivo Time & Life Pictures)

—Quisiera volver sobre la lectura porque si bien, Alejandro, vos sos escritor, tenés otro costado, el radiofónico, donde la palabra hablada es fundamental: como si se pudiera hablar escribiendo o escribir hablando. ¿Esta capacidad tuya se debe fundamentalmente a la lectura o tiene que ver más con la experiencia?

—Hay gente que habla y parece que estuviera. Leyendo. Leyendo mal incluso. Yo no sé si me gusta tanto eso. Las personas que construyen su discurso de una forma tal que parece que se lo hubiera traído escrito desde su casa. En ese caso es preferible, sí, traérselo escrito desde su casa. Es una cuestión personal, de dotación personal. Hay un gran escritor ruso, Vladimir Nabokov, que era absolutamente incapaz de hablar en público. Ni siquiera hablar en público, era incapaz de contestar preguntas que le hacían los periodistas. Sí las contestaba pero del siguiente modo: le mandaban los periodistas las preguntas escritas y él escribía las respuestas. Imagínense que hiciéramos esto aquí. Vos tendrías que escribirme en un papel la pregunta, yo escribiría la respuesta y vos la leerías. Quiere decir que Nabokov, que era un señor que trabajaba con la palabra y un maravilloso escritor, no tenía eso que algunos llaman elocuencia, facilidad de palabras, y que a lo mejor es un don más bien de vendedores y no de poeta. Pero no quiero desmerecer a muchos que lo tienen y que yo he visto en acción, personas de una gran elocuencia que incluso eran capaces de improvisar versos.

Yo he visto en acción a poetas repentinos, los payadores, como José Curbelo, capaces de unas maravillas verbales y repentinas hechas en el mismo momento. Pero es otra, no es escribir. Por ahí cuando los payadores se escriben no te conforman porque pensás que esos versos están bien si están improvisados, si están pensados ya no tanto. Quiere decir que son cosas distintas. A mí me ha tocado ejercer un poco de las dos, de manejar la palabra hablada, que es la radio, que es más fácil, y manejar la palabra escrita, que es más difícil, aunque parezca más fácil. Parece más fácil porque vos tenés tiempo. Y es más difícil porque vos tenés tiempo.

El público que asistió a la entrevista abierta con Alejandro Dolina, el domingo 3 en Chivilcoy (Foto: Juan Bernardo Garmendia / Flich)
El público que asistió a la entrevista abierta con Alejandro Dolina, el domingo 3 en Chivilcoy (Foto: Juan Bernardo Garmendia / Flich)

—Hoy hablabas de gente que no ha leído un libro. También están los escritores que nunca han leído un libro. Pero en tu último libro, Notas al pie, Vidal Morozov, su protagonista, que es un gran lector y escritor, ensayó un curioso mecanismo de crítica literaria. Como mucha gente le mandaba sus libros para que los leyera, le diera una devolución o haga una crítica, y claro, no tiene tiempo, ideó un texto muy académico, muy intelectual, que funciona perfectamente sin la necesidad de tener que haberlo leído. Y ahí hay una cita muy interesante. Morozov dice: ‘Leer un libro es no leer otro’.

—Esa es la desesperación del que entra en una librería. Algunos que yo conozco dejan de leer a los nuevos escritores. Y dicen: ‘¿cómo voy a leer este pibe que yo no sé quién es? Va a ser un libro menos de Dickens que voy a leer’. Bueno, es una economía difícil. Pero lo que hacía Morozov, para no tener que andar leyendo los libros que tenía que criticar, había inventado una crítica que servía para cualquier libro. Estaba escrita de un modo tal que no importaba el libro al cual fuera aplicada, servía para cualquier libro. ‘A ver, hágame una crítica de La isla del tesoro. ‘El que toca este libro toca un hombre’. Claro, ya está. Morozov es el personaje de un libro que escribí yo, que el señor ha tenido la gentileza de leer. Pero hay gente que cree que es mejor no leer, siendo escritor, para no contaminarse de las ideas de los otros.

Yo escuché un director de cine decir que él no iba a ver película porque tenía miedo que viendo otras películas se le contagiaran las mañas de otros directores. ¡Oh, guarda! Es un gesto de soberbia como no he visto otro en la región que va desde Trenque Lauquen hasta Luján. ¿Cómo no vas a leer, cómo no vas a ver películas? ¿Y qué te crees, que vas a ser tan piola que vas a inventar la rueda, que vas a inventar la literatura vos solo a partir de la nada? Sin embargo es muy frecuente, ocurre mucho por ahí, no solo en lo literario, ocurre en el pensamiento, en la política, en los sucesos de todos los días. Siempre hay en todas las pizzerías un tipo que no tiene muchos conocimientos y sin embargo -otra vez los piola- cada vez que hay un crimen el tipo sabe quién fue, cada vez que hay un robo el tipo sabe quién fue el que se la afanó. Y el tipo tiene, sin haber recorrido ni medio metro, teoría sobre todo lo que pasa en el universo. Bueno, así son algunos directores del cine y así son algunos escritores.

"Notas al pie" (Planeta) de Alejandro Dolina
"Notas al pie" (Planeta) de Alejandro Dolina

—Morozov también tiene lo que él llama a amenuenses. Morozov le dictó mucho de sus textos a sus asistentes y en un momento se dio cuenta que, al releerlos, no eran los textos que él había escrito. Hay una frase muy linda que me la anoté: ‘Deberé aprender a aceptar estas obras ajenas como mías y a comprender que después de todo uno no es del todo uno. Tal vez es de mal gusto empecinarse en ser alguien en un universo tan complejo y tan cambiante’.

—Morozov decía: ‘Cópieme esto’. Y a los días decía: ‘¡Esto no es lo que yo escribí!’ Y a uno, aunque no use amenuenses, le pasa lo mismo. Uno mismo escribe, vuelve a leer lo que escribió a la semana y dice: ‘Esto no es lo que yo escribí’. Y tiene razón: no es. Y peor todavía: no es uno, ya no es el mismo. Nosotros tenemos un programa de radio hace treinta y tantos años, y todos nos dicen: ‘¿Cómo hace usted para no aburrirse de hacer el mismo programa durante tanto tiempo?’ Es que no es el mismo programa y tampoco nosotros somos los mismos. No es que haya cambiado un tipo por otro. Supóngase que estuvieran todos los del primer día, empezando por mí, yo no soy el tipo que era ese treinta años. Yo escucho los programas de hace treinta años y no los reconozco ni como míos ni como pertenecientes a mi historia ni los volvería a hacer así.

El hombre de hoy sustituye al de ayer: vamos creciendo y vamos cambiando, y estas modificaciones no son catastróficas. No es que a partir de hoy a las ocho de la noche voy a hacer una persona decente. No. Uno se va convirtiendo en un chorro de a poco, con los minutos, hasta que llega un punto en que uno ya no es el mismo, no se reconoce, y sin embargo te dan un documento de identidad. Yo miro el documento de identidad y ese documento asegura que yo soy el mismo tipo que era hace veinte años. ¡Mentira! Pero es necesario para que para que uno pague los créditos para que uno haga honor a sus deudas. Imagínense si uno no garpara lo que debe con el pretexto de que ha cambiado. No sería un mal pretexto para esgrimir frente al Fondo Monetario Internacional diciéndole que ya no somos el mismo país que éramos cuando nos la prestaron.

—Y en ese sentido hay una excusa, un escape que toman muchos escritores, luego de una obra publicada: decir ‘yo hablo por mi obra’, ‘yo soy mi obra’, ‘mi obra habla por mí’.

—Yo no sé quién soy.

—¿Vos hablás por tu obra, Alejandro, o tu obra habla por vos?

—A veces la obra toma rumbos que uno no puede conducir adecuadamente y se va, se va, se va sola. Uno dice a veces: ese no soy yo. Hay a veces la pluma, la mano, que toman otros rumbos. Como el tipo de los amanuenses, hay que aceptar lo que uno escribió no siendo uno. Pero eso de decir ‘yo soy mi obra’... ¿Qué mi obra? Uno se sienta y hace lo que puede, escribe un libro, por ahí le sale bien. ¿Con qué cara le voy a decir a un tipo ‘miren, y soy mi obra’? Déjense de embromar. Usted conoce una mina, por ejemplo, y la invita a tomar un café. Y la mina te dice: ’¿y vos cómo sos?’ ‘Bueno, mirá, yo soy mi obra’. Si yo fuera la mina me iría inmediatamente para encontrarme un tipo que no sea su obra sino él o alguien, qué sé yo, no lo sé.

—Con la literatura surge siempre la pregunta de para qué leer. Suelen haber dos caminos posibles, quizás ninguno definitivo: que la literatura es una resistencia a estos tiempos difíciles y que la literatura es un refugio donde meterse y esperar a que los malos tiempos pasen.

—Podríamos decir desde el punto de vista científico que un ser humano, una mujer, un hombre, es un sistema en un entorno. El entorno sería el mundo, el resto de las personas. Entonces el sistema se relaciona con el entorno de distintas maneras. ¿Qué le interesa al sistema? Sobrevivir en el entorno. Si el sistema es una piedra no tiene mucho que hacer porque lo que quiere la piedra es seguir estando allí y nada más. Lo que quiere una ameba es un poco más complejo, lo que tiene un mono un poco más, y el ser humano ya tiene más cosas. Entonces necesita, para relacionarse con el entorno y no sucumbir, pensar, necesita anticiparse al entorno, necesita cambiar de entorno si no fuera posible este sobrevivir en el que le tocó. Necesita caminar, ver, percibir, teorizar, escribir teorías, pero entre todas las cosas que necesita para estar vivo, para seguir viviendo, para seguir estando, para que no se lo coma un depredador, esta la poesía, está la lectura. Si no hubiera poesía nos moriríamos. El ser humano necesita del romanticismo por la misma razón que necesita el oxígeno: porque si no se moriría. O sea que no es un refugio ni un pasatiempo, es algo que si no existiera nos haría tan desgraciados que tarde o temprano nos moriríamos de tristeza.

—Alejandro, ¿creés que son tiempos difíciles para la poesía?

—Para la gente son difíciles, para todos nosotros que estamos aquí, para los que están afuera de aquí, y particularmente en la Argentina. Son tiempos difíciles en el mundo. Hay desigualdad e injusticia en el mundo. Y en la Argentina vivimos esos problemas, quizás con más intensidad que en otros lugares. Esto está condimentado con unas pimientas de odio y de intolerancia que lo hacen todavía más difícil de soportar. De manera que tenemos que pensar mucho en lo que hacemos, lo que decidimos, pero también en cómo nos relacionamos justamente con aquellos que hacen que este mundo sea difícil. Ahí están los filósofos también, si es que no los políticos, para resolver cuál es nuestra respuesta ante el sufrimiento del otro.

La respuesta que yo propongo aquí es que, en estos tiempos difíciles desde lo político, se aplique la misma solución que hemos propuesto para los asuntos poéticos. ¿Cuál es? ¿Qué es lo que se propone en el centro de la poesía? El otro. Si no estuviera el otro, para qué vas a escribir poesía, para vos? Y en este caso, también, si se trata de pensar en términos políticos, pensemos en el otro. Nada más que eso. Como principio: el otro, ver qué le pasa al otro. Socorramos al que anda en la mala. Socorramos al que esté sufriendo, al que lo necesita. Si podemos hacer eso, está bien. Y si podemos escribir un buen verso para que el que sufre lo lea y se consuele, mejor todavía.

"Socorramos al que esté sufriendo, al que lo necesita. Si podemos hacer eso, está bien", dice Alejandro Dolina (Foto: Ricardo Ceppi/Getty Images)
"Socorramos al que esté sufriendo, al que lo necesita. Si podemos hacer eso, está bien", dice Alejandro Dolina (Foto: Ricardo Ceppi/Getty Images)

—Te escuché hablar, Alejandro, de la idea de la felicidad compartida, sobre todo en tiempos donde parece reinar cierto individualismo. ¿Por qué la necesidad de una felicidad compartida?

—Lo que no se puede, salvo que no sea un canalla, es ser feliz rodeado de gente que sufre. Tuvimos una entrevista donde aparecía este asunto. Contaba yo, arriba, estábamos hablando, en una entrevista para la televisión, de una situación entre el cielo y el infierno. Según algunas concepciones medievales, los bienaventurados pueden ver cómo sufren los del infierno. Dice ese relato que los bienaventurados, al ver cómo sufren los malvados que están en el infierno, se regocijan y esa forma es parte de su felicidad. No quiero esa felicidad. Están los tipos en el infierno, ahí, con el fuego, y después están los tipos que los ven y se burlan de ellos. ¿Esos son los buenos? Vamos a pensar las cosas a ver quiénes son los buenos y quiénes son los malos. Yo creo que lo mejor es estar siempre del lado del que no se burla, del lado del que da, del lado del que ayuda. No es fácil, pero es un principio.

—Bueno, y para ir cerrando, abogando a la idea de este festival, de la literatura como encuentro, ¿creés que la literatura, el arte, la cultura es un poco una salida, o una entrada quizás, para tiempos mejores?

—Eso es según. Eso es según. Hay cosas que son importantes pero no urgentes. Los asuntos culturales están todos fenómenos pero imaginemos un pueblo que no tiene agua potable y no tiene universidad. Y todos sabemos qué es más importante la universidad que la canilla, pero también sabemos que primero hay que poner la canilla. De la cultura, en el sentido clásico, el arte, la ciencia y la filosofía de un pueblo, podemos hablar. Y también podemos esperar. Hay otros asuntos que no esperan, que se llevan la vida de las personas. Uno puede creerse o autopercibirse como un hombre de la cultura pero el sufrimiento está ahí es urgente y es para hoy. Cuando tenemos cuando tengamos un poco de tiempo hablamos de poesía. Hoy, por ejemplo.

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