Hernán Carbonel (1973) nació en Salto, provincia de Buenos Aires, y estudió Comunicación Social en la Universidad Nacional de La Plata. Escribe para la revista Acción y el suplemento literario de La Gaceta de Tucumán. Está a cargo de la prensa en la Fundación La Balandra, dedicada a la difusión de la narrativa argentina. Ha publicado El chico que no crecía y otros cuentos (Galerna Infantil) y cuentos en antologías.
En abril de este año publicó Casos abiertos, con el subtítulo de “Crónicas rurales”, por la editorial Nido de vacas, de la ciudad de Rojas, al noroeste de la provincia más poblada del país pero que a la vez permanece como eminentemente agrícola—y con localidades que apenas superan los 20.000 habitantes—en varias regiones. En su libro, Carbonel echa mano a herramientas del nuevo periodismo, con ecos de Capote y su A sangre fría, pero también de una escuela argentina como la de Rodolfo Walsh, para contar las historias de casos como el asalto al Banco de Crédito Rural de Arroyo Dulce, en 1971, que generó más incógnitas que certezas respecto de quiénes lo perpetraron (¿fueron delincuentes comunes o una organización armada?), o el más renombrado “caso Pomar”, una familia desaparecida en 2009 mientras viajaba de José Mármol a Pergamino. En el juicio para esclarecer este hecho, plagado de pistas falsas e hipótesis más o menos absurdas, los inculpados resultaron unos “perejiles”.
Carbonel ofrece algunas características, acertadas, sagaces, que dan cuenta de su concepción del género policial y el periodismo: “Las historias suelen contener un don huidizo, y aunque se insista sobre ellas o se las pretenda dejar en el olvido, poseen la capacidad de regresar a su antojo y esquivar el punto final. No nos queda, a nosotros, más que descubrirlo y aceptarlo, pero ese descubrimiento suele darse, también, en los momentos menos esperados”.
—Elegiste como epígrafes dos citas, una de Anguita y Caparrós sobre uno de los asaltos que abordás en tu libro y otra de Borges sobre Perón. ¿Por qué decidiste incluirlas? ¿Quedaron afuera algunas otras?
—Sí, para “El caso Arroyo Dulce” elegí esas dos. Originalmente había más citas: Walsh (“¿Era peronista su padre? ¿Era un delincuente su padre?”), Soriano, Pepe Amorín…Decidí dejarlas afuera porque me parecía jactancioso. Y ya sabemos, gracias a la escuela norteamericana, que menos es más. De Anguita y Caparrós es desde donde partí para esa investigación; el de Borges es una ironía, aunque no tan buena ironía como la de sus palabras. Además, esa cita borgeana linkea con la otra de Piglia que está en uno de los capítulos.
—¿Qué dificultades encontraste en el proceso de investigación? ¿Encontraste algo que te haya resultado inesperado?
—Dificultades, varias: que algunos testimonios no quisieran hablar, que retacearan información, tener que viajar en momentos en que el contexto de mi vida no me lo permitía. Gran parte de los hallazgos fueron inesperados: soy un tipo que está de cara al horizonte a la espera de la sorpresa todo el tiempo, y cuando llega, ¡pum!, alegrón.
—De todas las personas que entrevistaste, ¿hubo alguna que te despertara mayor simpatía?
—Quizás los dos protagonistas de las dos crónicas más extensas fueron los que más me impactaron, no sé si por su simpatía –porque, además, eran dos personas muy marginales, poco empáticas– sino porque eran ellos los que iban a mover el amperímetro de la narración, de la historia que yo quería contar. Como simpático, la mujer con el loro que cantaba la marcha peronista, esa es inigualable.
—¿Qué importancia tuvo Antonio Dal Masetto en tu investigación?
—El Tano no tuvo ninguna relevancia en la investigación, pero si lo tuvo en mi vida en general. Teníamos una relación esporádica pero sostenida: hablábamos por teléfono, nos veíamos cuando se daba una vuelta por el pueblo. Y cuando lo invité a que escribiera el prólogo me pidió el texto, lo leyó, a los pocos días me llamó y me dijo “¿tenés lapicera y papel a mano?, bueno, anotá”. Así salió el prólogo, yo sentado en el patio apuntando en una libreta sus ideas. Una escena inolvidable.
—Mencionás la alta tasa de suicidios entre la población de Arroyo Dulce como tema para una próxima investigación. ¿Has vuelto sobre el asunto?
—No, no he vuelto. Como tantos otros, ese es uno más de la larga lista de proyectos pendientes. Pasa que investigar ese tipo de sucesos pone en juego algo muy fuerte desde lo emocional para los testimonios, es jugar con subjetividades ajenas, dolores, angustias, lutos. Pero si me lo preguntás de nuevo en un par de meses, capaz que me entusiasmo y arranco.
—En general, parece que los citadinos tienen una visión algo idílica de la vida en localidades rurales, pero tu libro muestra lo contrario… ¿Qué opinas al respecto?
—Me han tirado esa idea, sí. Creo que hay matices, no conclusiones. Hay los dos extremos y variables en el medio. Particularmente, soy un enamorado de la vida rural, su paisaje, el sosiego que propone. Pero como dice el refrán, en todos lados se cuecen habas. Lo que sucede es que, al ser una comunidad más reducida, todo queda más expuesto, a la vista. La violencia está latente y los estímulos que la liberan son diferentes a los metropolitanos, pero las miserias humanas están en los pueblos y en cualquier parte. Creo que el mejor ejemplo, ya que hablábamos de él, es Siempre es difícil volver a casa de Dal Masetto.
—¿Qué rol cumplen los medios locales y nacionales en el tratamiento de los crímenes que examinas en tu libro?
—A nivel nacional, en “El caso Arroyo Dulce” no pude rastrear mucho, ya que estamos hablando de más de cincuenta años atrás, pero sí me ayudaron, y mucho, los medios regionales (Pergamino, Chivilcoy). Lo de Dennehy fue una bomba mediática; el colega que da a conocer la sentencia del juez Costía abrió la caja de Pandora para que los medios nacionales amarillistas se relamieran. A algunos medios y a algunos periodistas les prohibieron la entrada al pueblo: quisieron hacerse los Gay Talese o los Hunter Thompson y se pasaron de rosca.
—¿Qué podés contar de los casos Pomar y Guzmán Illanes?
—El día que aparecieron los cadáveres de la familia Pomar yo estaba ahí, por azar, en el lugar de los hechos. Llegué antes de que vallaran, vi cosas que no se condecían con lo que después declararon las autoridades, saqué fotos, pero no me animé a ver los cuerpos. Tuve el proyecto de hacer una crónica más extensa: recogí testimonios, revisé archivos, pero me faltaban voces que eran fundamentales para el desarrollo de esa narración, y no podía publicar un adefesio, era un castillo al que le iban a faltaban las columnas y se iba a caer de un momento a otro.
El caso de Juan es uno de millones –el inmigrante al que la justicia mide con otra vara por su condición–, con la particularidad de que él, desde su situación de encierro, publicó un libro de cuentos, a través de una editorial juninense que se llama Rama Negra, y te puedo decir que es muy bueno: suena pomposo por ahí, pero hay en esos textos algo de un Rulfo del altiplano.
—En tu libro, lo literario se entrelaza con lo periodístico de una manera muy estrecha. Además de los autores que ya mencionamos, están citados Capote, Hemingway, Walsh y otros, principalmente de la tradición norteamericana. ¿Los volviste a leer mientras escribías Casos abiertos?
—No me recibí, pero estudié Comunicación Social en la UNLP, y parece que algo aprendí (risas). Pasé por varios padrecitos santos en ese momento y hasta el día de hoy. No recuerdo particularmente qué leí al momento de sentarme a escribir, pero te puedo confesar, sin sonrojarme, que la estructura de “El caso Arroyo Dulce” es un afano total de Operación masacre. Lo digo con el mayor de los orgullos.