
En marzo de este año los productores de la película The Square, ganadora de la Palma de Oro de Cannes en 2018, le pidieron disculpas formales a la dramaturga argentina Lola Arias, quien había sido mencionada como “creadora” de la obra que da título al film. No era así.
La película sueca da cuenta de un cuadrado instalado en la entrada de un museo de arte contemporáneo. Debía señalar, por antonomasia, lo que quedaba fuera de ese cuadrado: los pobres, inmigrantes, indocumentados, etcétera. Puede verse la película en Netflix.
Obviamente, la obra no funciona. Ni siquiera en aquella sociedad capitalista idílica y soñada por algún Keynes. La decadencia del capitalismo es mayor que cualquiera de las intenciones, pero no lo saben los actores de The Square, que terminan de modo horrible su experimento políticamente correcto.
Un par de cuestiones respecto al arte. En The Square: la obra -el cuadrado- es muy burda, no pasaría el test de ningún curador de arte contemporáneo. Luego, más interesante es el episodio performativo mostrado en el film. Un artista se convierte en un ser primitivo y así. Como un primate, pasa entre las mesas de los asistentes de frac y vestidos de Chanel en la cena de gala del museo. No termina bien. El performer violenta a los asistentes elegantes en sus mesas. Es arte, ¿pero al costo de golpear y luego ser golpeado? Vean esa inquietante escena.

La película empieza con la pregunta: “¿qué es arte?”. El crítico Arthur Danto decía que una piedra al costado del camino es una piedra, una piedra en un museo, es arte. El artefacto es en relación a la mirada, a su geografía, su imantación. Puede ser bueno o malo, pero la posibilidad de ser arte se encuentra en esos retratos de Vermeer, tanto como en la “mierda de artista” de Piero Mazzoni, que depositaba sus heces en frascos exhibidos en un museo. O los jabones de Nicola Constantini, hechos de su propia grasa: debo decir que siempre me pareció un gesto insultante, horrible e infantil pero le reconozco su estatuto artístico.
The Square ganó la Palma de Oro en Cannes en 2018. Este año le pidieron disculpas a Lola Arias por haber usado su nombre sin autorización. Si se quiere, otro hecho artístico.
Desde el mingitorio de Marcel Duchamp el arte difuminó esa categoría. El último reducto de los reyes -el arte de los palacios y sus salones- había sido destruido. Tanto así que hoy por hoy, el arte contemporáneo es cosa de ricos y de lavado de dinero. Es inconcebible que haya piezas de arte que cuesten tanto como el PBI de una nación. O que sean directamente incalculables en pesos, moneda nacional, o dólares, la referencia mundial de la economía y el comercio. A fines de 2018, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, se señalaba que el mercado legal -¡legal!- del arte movía 67.400 millones de dólares. Si un burgués argentino paga en una subasta 60 millones de dólares por un cuadro no se trata de que cuelgue luego la obra sobre su living. Hay algo más.

Por eso el muralismo sigue teniendo hoy un valor en sí mismo -no hay inversor que compre un mural para llevarlo a su casa -así que poco sirve para lavar dinero. Hay muralistas y muralistas. Permítaseme hablar sobre Miguel Alandia, el muralista boliviano.
(Una digresión. Mis padres son bolivianos. Soy argentino, hijo de inmigrantes, de primera generación. Mi madre pertenecía a una rancia clase terrateniente. Pero de esos estratos sociales también surgieron personajes revolucionarios. Alandia era hijo de tenderos que instalaron su negocio en Potosí, junto a las minas. Allí Miguel tomó contacto con los trotskistas del POR que, con Guillermo Lora a la cabeza, habían ido a esos centros proletarios para ganarlos a la revolución. Lo hicieron. Las Tesis de Pulacayo votadas por los miembros de la Federación de Trabajadores Mineros siguen siendo hoy un programa para la clase trabajadora, que emerge de tanto en tanto y de tanto en tanto es reprimido por los gobiernos de ese país. Bueno, la familia de mi madre era amiga de los Alandia. Y a través de la esposa de Edmundo, el hermano menor de Miguel, obtuve mis ejemplares de la biografía de León Trotsky, escrita por Isaac Deutscher. Cerramos la digresión).
Alandia fue el gran muralista minero boliviano. ¿Cómo llevar un mural de un sindicato o de una plaza al living de un burgués? Imposible. Por el contrario, el dictador René Barrientos llevó tanques a las plazas donde estaban los murales de Alandia para destrozarlos a bombazos. Esto pasó en el siglo XX. En el año de 1966.

“Creo que la pintura mural es la pintura del futuro, no sólo por ser monumental y expresar las esperanzas de las amplias masas, sino también porque la transformación de la sociedad impone que se exprese de forma monumental –decía Alandia–. La plástica expresa el sentimiento democrático y humano de la sociedad en su conjunto, o sea, que la pintura mural debe sustituir en el futuro a los pequeños museos en que hoy se conservan las obras de los grandes maestros del pasado. Mi mayor placer es siempre pintar murales, lo que no me impide hacer pintura de caballete”.
El POR había intervenido en el Congreso, elegidos senadores y diputados trotskistas en 1946. Se dedicaron a presentar proyectos favorables a las mayorías desposeídas, pero sobre todo a deslegitimar a los diputados de los partidos tradicionales. “Calientasillas” fue lo más leve que les decía a los diputados de la verdadera casta. Los representantes del POR fueron destituidos y encarcelados, enviados a prisión en el Altiplano o en la selva santacruceña.
En 1952, su partido estaba desperdigado, sin dirección política, Lora estaba en París. Estalló la revolución. Los mineros derrotaron militarmente al ejército a base de dinamita. Miguel Alandia tomó su fusil y salió a las calles a combatir junto a los mineros. Vencieron.
Alandia junto a Juan Lechín fundaron la Central Obrera Boliviana. Esos tiempos fervorosos le dieron el gobierno al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR). La revolución socialista no triunfó.
Alandia siguió pintando sus murales llenos de color, historia y rabia.

En 1971, durante el gobierno del militar nacionalista Juan José Torres, los sectores laboriosos lograron instalar la Asamblea Popular, un organismo de doble poder al que acudían trabajadores, mujeres, jóvenes para gobernar. Sólo una vez sesionó aquel inédito instrumento soviético en la historia de Latinoamérica. Miguel Alandia, el pintor, había sido elegido como responsable del armamento popular y obrero. Ministro de Milicias Obreras fue el título que se le otorgó. Inmediatamente vino el golpe fascistizante de Hugo Bánzer. Hubo cuatro mil muertos. Alandia no pudo repartir las armas entre los operarios.
Alandia se exilió en Perú (gran parte de su familia fue a Suecia o Gran Bretaña, en esos años mi madre retomó contacto con ellos, específicamente con su tía Alita, quien me cedió la biografía de Trotsky). Miguel Alandia murió en 1975. Unas semanas después de su muerte sus restos fueron inhumados en La Paz, con un cortejo que partió con miles de asistentes desde la Federación de Mineros que, según testigos, gritaban las consignas: “¡Alandia sigue vivo! ¡Alandia es inmortal!”.
“Alandia es inmortal”. ¿Qué artista no querría ese lamento en su funeral? Mientras tanto, ningún fondo de inversiones podría comprar un mural.
Esta columna es escrita durante los días de arteba. Aquellos días en los que el dios mercado exhibe arte, vende arte, ofrece arte al mejor postor. No es una crítica. Varios de mis amigos viven de vender su obra en arteba durante el año, o dos años, o tres. O quince. Viva arteba, entonces. También es cierto que ahí hay tanto lavado de dinero. Tanto.
Viva Miguel Alandia, entonces. Alandia es inmortal.
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