Martín Florio habla de flechas. Flechas que vienen y que van. Cada cual tiene la suya. Flechas que pueden ser una canción, un libro, una película, lo que sea. La suya, su flecha, se titula El nombre de todos los árboles y es una novela que acaba de editar Diotima. Ahora, en Villa del Parque, en la vereda de un café de nombre Argot, donde no nieva pero podría, y el cielo oscila entre encandilarnos y apagarse, dice que esta novela fue una flecha que lanzó al medio del bosque en la noche oscura y luego tuvo que ir a buscarla, a rastrarla, a encontrarla. Siete años tardó en escribirla. Y acá está: la historia medieval de un peregrinaje hacia el milagro.
En un pasado lejano, en un territorio incierto, Jonás y Perpetua tienen varios hijos. Algunos mueren pronto, otros resisten y llegan a adultos para ayudar con la cosecha. Pero otros, ni una cosa ni la otra: sobreviven sin presentar utilidad. Ana ya es grande y fuerte, pero tiene una discapacidad: no habla, no camina y hay que ayudarla con todo. La explicación es religiosa: “Dios estaba enojado. Y esta era su forma de hacérselos saber”. Un día se enteran que hay alguien que puede ayudarlos, un ermitaño, un santo: “Se llama Anastasio el Pobre y hace que los ciegos vean, que los leprosos se curen y que los inválidos vuelvan a caminar”.
La novela es la historia de esa familia, de la hostilidad de un mundo inabarcable y de Jonás, con su hija Ana sobre la espalda, aferrada a un arnés, en busca del santo que, tal vez, de existir, de poder, les conceda el milagro. Sobre todo a Jonás, un hombre sin fe que, por fin, sin quererlo, se disponía a creer. “De a poco dejó de pensar en el tema, hasta que, por fin, simplemente caminó. Había algo único en esa manera de andar, de avanzar sin que le importara qué tan lejos iba a llegar, cuánto faltaba para la caída del sol o dónde habría de pasar la noche. Era una forma de olvidarse de sí mismo, una forma de rezar”.
“La novela surgió jugando a imaginar una película que no se va a filmar”, dice Florio sobre este libro, su segunda novela. La primera, titulada La vereda de lajas irregulares, que define como “un juego de cajas chinas” y “una especie de investigación semi detectivesca fallida”, está en Amazon. “Yo estudié cine y siempre tuve la intención de dirigir. En un momento fui viendo que quizás era demasiado complicado, sobre todo el tipo de cosas que a mí me hubiera gustado hacer. Un homenaje o tributo o admiración a películas y universos cinematográficos que me gustaran mucho. Pero el abordaje es desde la escritura de una novela, no desde un guion”.
—Si bien es muy cinematográfica, sobre todo por la descripción de los paisajes, también hay un trabajo con el lenguaje que es específicamente literario.
—Creo que más que nada se trataba de tratar de transmitir una sensación. Para mí lo más importante como lector o como espectador es cuando me siento transportado al universo que me proponen y realmente lo experimento como propio. Eso es lo que yo quiero lograr cuando hago algo: que las personas se puedan sumergir en un universo de sensaciones y experimentar algo diferente, algo particular. Para lograr ese objetivo contás con palabras. Quise generar cierta familiaridad. Si ese mundo nos resulta totalmente extraño, creo que te deja fuera, no hay posibilidad de entrar. Tratar de ser ameno, de no ser aburrido, tratar de enganchar, de cautivar, de proponer al lector un universo en el cual se pueda sumergir pero al mismo tiempo ese universo es extraño: es difícil, es desafiante, es misterioso, es peligroso, es áspero, es duro. Hay una búsqueda de palabras para tratar de transmitir las sensaciones de los personajes y las vivencias de ese mundo.
La historia estuvo madurando adentro suyo desde mucho, muchísimo antes: desde la escuela. “La misma en la que estudió Milei”, aclara: el Colegio Cardenal Copelo de Villa Devoto. “Siempre me opuse al catolicismo, me parecía una porquería. No entendía lo que me enseñaban; me parece una mentira, una zanata total. Y siempre tuve mucha rebeldía desde chico contra todo eso. Una rebeldía que en algún momento se volvió casi un enojo: me causaba mucha violencia, mucha bronca todo lo relacionado con la religión católica especialmente. Sin embargo, en algún momento de mi vida me propuse intentar entender todo eso”.
Las preguntas que se hizo fueron: de dónde venía el catolicismo, cómo se originó, qué podría haber sido verdad, cómo evolucionó. “A uno lo educan para una fe, para una religión, pero no le explican nada. Como creo que todos somos el producto de donde nos criamos y de lo que nos enseñaron, en algún momento me dije que en lugar de pelearme con esta religión, había que tratar de entenderla, por lo menos un poco más, aunque sea para criticarla. La intención era ser el mayor adversario crítico posible del cristianismo, entonces comencé a estudiar la historia de la religión de forma totalmente amateur y desordenada y para nada académica”.
Tutoriales, cursos, talleres online. Trasnoches de YouTube y podcasts. “Hoy con cualquier tema que te interese tenés de todo, y gratis. Y en ese tema que es súper súper vasto, donde hay gente que se dedica toda la vida a estudiar un pequeño período de la historia del cristianismo, de la historia de un profeta o un versículo, yo, de una forma mucho más relajada y a lo largo de mucho tiempo, empecé a investigar todo eso para tratar de entender. Entender es una palabra súper ambiciosa. Mejor: para tener una idea, aunque sea del ABC. Grecia, Roma y también la Edad Media, que es cuando esa fe se disemina por Europa y evoluciona”.
—¿De qué forma influyó el cine en esta novela? ¿Cuál es ese universo cinematográfico que mencionabas?
—En ese momento, mientras investigaba, empecé a rever películas, muchas las había visto varias veces, pero empecé a revisarlas de una forma más sistemática. Entonces volví a ver El séptimo sello de Bergman, que es mi cineasta favorito; La fuente de la doncella, también de Ingmar Bergman. Otra película que se llama El valle de las abejas, der Frantisek Vlácil. Ese mismo director tiene otra película que se llama Marketa Lazarová. Andréi Rubliov, de Andréi Tarkovski. Cuerno de cabra, que es otra película que fue bastante conocida acá, o Simón del desierto de Luis Buñuel. Todas películas que tenían como parentesco que con muy pocos recursos pintaban una época remota y que a diferencia de Hollywood donde Ridley Scott te filma 500 mil soldados con catapultas prendiendo fuego un castillo, esta gente -con algunas excepciones porque por ejemplo Andréi Rubliov, que es una producción importante para la época porque tiene escenas de batallas con extras- con cuatro tipos, una túnica, un bosque y un caballo estamos en la Edad Media. Y sentir que en ese universo de esas películas de esa época había cierta comunión, cierto parentesco y que era parte de una tradición cinematográfica que se había ido perdiendo cada vez más. Y ahí es donde jugando a imaginar, que para mí es la clave de todo, me preguntaba: si viniera alguien y te dijera de hacer una película de esta onda, te da la guita que quieras, ¿qué filmaría? Y ahí creo, que de forma muy rápido, se me ocurre toda la historia.
—¿Cómo fue ese momento? ¿Te acordás?
—Creo que en quince minutos me senté y escribí un papelito cómo arrancaba, cómo terminaba. La idea central de la película vino toda todo junta. Después, bueno, hay que definir cómo es esa familia, cómo se enteran de la existencia de este tipo, dónde queda ésto, cuáles son las peripecias que atraviesan durante el camino... Todo eso, por supuesto, viene después y es trabajo, pero la idea central vino toda junta en un solo momento. La escritura sí fue muy ardua, me llevó muchísimo tiempo, siete años. Pasás de los quince minutos en que te vino la idea a los siete años para desarrollarla y llevarla adelante y tomar todas las decisiones que tienen que ver con construir eso. No digo nada nuevo, pero creo que uno escribe tratando de entender qué es eso que se le ocurrió. Tardás un montón de tiempo y esfuerzo y trabajo a la hora de entender qué es realmente eso que se te ocurrió porque no lo conocés, lo tenés que fabricar para verlo, para entender qué querés ver. Y para eso lo tenés que hacer. Son dos momentos. Bergman tiene una frase que para mí es espectacular. Él dice que hacer una película es tirar una flecha a un bosque en el medio de la noche. Eso es la inspiración. Uno lanza una flecha y después hay que ir a buscarla al medio del bosque, en medio de una oscuridad total, para tratar de recuperarla. Eso es el trabajo de fabricar la obra. La inspiración es rápida y después hay un trabajo medio a ciegas. Esa metáfora me parece espectacular.
En Jonás habita “la fe de los que no creen”. Perpetua, su mujer, que rezaba por él, que creía por él, lo acompaña siempre. Fue ella la que le dio la cruz que le culega en el cuello. Y en ese largo peregrinaje entiende que “todo tenía razón de ser”: “El camino. Los lobos. El hambre. El frío. Los ojos del ladrón con el cuchillo en la garganta. Los ojos de la chica muerta en el bosque. El ojo ciego del cura. Los ojos de la cabra, rectangulares e inexpresivos. Los ojos insondables de su hija. No podía haber llegado hasta allí por nada. No podía rendirse ahora que estaban tan cerca. Solo necesitaba llegar, descansar unos días, ponerse bien. Dios lo iba ayudar”.
“No soy religioso, no creo ni en el cristianismo ni ninguna religión”, dice Martín Florio. “Pero sí creo: creo sin creer, que es lo que creo que le pasa a los personajes de esta novela. Todos tenemos una religiosidad que está flor de piel, que está viva, que fluye y existe con una energía desbordante. Creo que muchas veces no lo podemos ver o no somos conscientes de ello, sobre todas las personas que no tenemos una fe y una práctica religiosa declaradas, pero creo que la religiosidad es parte esencial del ser humano. No en el sentido de que necesitamos creer en un Dios o inventar una religión para llenar el vacío. En otro sentido”.
—¿En cuál sentido?
—Yo creo que es al revés: la religiosidad brota espontáneamente, como un instinto casi, como algo inherente a nuestra psiquis. Siempre hago el paralelismo con la Argentina. Vivimos en una incertidumbre total. Todo el que hace un emprendimiento, que pone un negocio. que arranca un laburo, que hace una editorial, que escribe un libro, que hace una película, que hace un documental, una obra de teatro, un boliche, un restaurante es siempre un acto de fe. Es muy complicado hace cualquier cosa acá. ¿Qué otra cosa te sostiene, más allá de alguien que haga algún estudio de mercado? Por lo general son actos de fe ciega. ‘Yo creo que en esto me va a ir bien’. Y tenés tus cábalas y se juega el Mundial y estás con si el bigote del presidente era el mismo, elijo creer, que dónde me senté, que la camiseta que tengo que usar, que no nombremos a tal cosa, anulo mufa. El Mundial para mí es la la comprobación máxima de todo esto que te digo, pero a un nivel superlativo. Tenés un héroe místico que se llama Messi, Messi de mesías, que tiene que matar a su padre simbólico al que le decían Dios. Se tuvo que morir para que él pueda lograr el triunfo máximo. Y el pueblo reverenciando en una especie de orgía popular, casi como en un ritual pagano, ese triunfo que, como en los mitos, una vez que el héroe lo conquista lo comparte con el pueblo. Un logro que, obviamente, es totalmente místico, totalmente religioso. Y eso es la religión puesta en el lugar donde podemos, porque no creemos en las religiones, entonces fabricamos otras. Los partidos de fútbol, las canchas, es todo lo mismo.
—¿Cambió, entonces, tu percepción de la religión, del cristianismo, al escribir esta novela?
—Sí. Es que habrá gente a la que las religiones le parecen que le ayudan y le sirven y habrá otra gente que le parece que le cargaron la vida y que lo llenan de represión y de cosas espantosas y de un sistema de valores arcaicos y totalmente quizás misógino y machistas. Para algunas personas sí, para otras no, para otros hay piedad. Al cristianismo, sobre todo, lo podés atacar o defender como quieras, pero me parece que es cierto que cada vez tienen menos relevancia en la vida actual y esa fe la ponemos en otros lados. Pero creo que los procesos son siempre los mismos. Entonces es un poco zonza, me parece, esa actitud de ir en contra algo cuando en realidad es la forma en la que eso que brota naturalmente dentro de todos nosotros encontró su cauce. Y, obviamente, una vez que cualquier cosa brota de forma descontrolada aparece una institución o se crea un dogma que lo intenta encarrilar y ponerlo dentro de algún tipo de cajita. Pero lo importante es tratar de entender de dónde vienen esos procesos y tratar de no luchar contra ellos, sino tener una mirada más comprensiva porque esa mirada comprensiva nos dice mucho sobre quiénes somos y por qué hacemos las cosas que hacemos.
“La literatura te permite poner en palabras una aventura”, dice Martín Florio, y se queda pensando. Luego subraya la idea, la aclara: “Cuando digo aventura lo digo con mayúscula, en el sentido más abarcativo, no de Sandokán saqueando un barco, sino la aventura de la vida, la aventura vital. Me parece que la literatura es un vehículo para poder meternos en esos personajes, en ese universo, transmitir ese mundo. Tiene que ver con un milagro también. Esta novela tiene el peso de un milagro. Hay algo milagroso en la literatura: en esto de que yo con palabras te voy contando lo que va pasando y vos algo te podés imaginar”.
Entonces recuerda el proceso, el peregrinaje interior, la noches escribiendo y escribiendo. “En este momento tengo imágenes muy precisas de momentos muy precisos de la novela que a mí me costaron mucho pero que también me gustaron mucho escribir. Esas sensaciones están y no son otra cosa que palabras que evocan imágenes. Y son capas: descripciones, sensaciones, ideas, traspolaciones de tiempo, espacio y lugar. Poder transmitir simplemente con una concatenación de palabras tiene algo mágico, tiene algo milagroso, tiene algo religioso”, cuenta debajo de un gorro de lana, detrás del cuello de la campera cerrado hasta el tope.
La escritura es un ritual: te transforma. Y cuando es ficción, teletransporta. Cuando Florio se puso el ropaje de Jonás, cuando intentó caminar su sendero, sintió culpa. “¿Yo voy a sentarme a escribir la historia de este tipo que es re dura, que tiene que hacer un esfuerzo físico enorme, casi al punto del agotamiento total, desde la comodidad de mi sillón, desde la MAC? La abro, tic, tic, tic... ¡soy un careta! Es una careteada total. Realmente me parecía un acto de inmoralidad absoluto: escribir una vida tan dura, una vida tan difícil, un universo de tanto sufrimiento para estos personajes desde la comodidad”.
“Esto lo escribo en dos patadas, pensaba, y no tenía ni idea de que me iba a costar un esfuerzo enorme. Había que trabajar mucho, investigar, preguntar, comparar, había que tirar la novela a la basura tres, cuatro veces y volverla a empezar de cero. El recorrido del personaje, arduo, tortuoso y difícil, en algún momento se tenía que equiparar con la tarea del escritor. No era una novela para escribir en pocos meses y sacársela de encima. Fue todo un peregrinaje escribirla. Un peregrinaje, por supuesto, interno, más intelectual, no físico. Eso me deja tranquilo porque, y lo digo con toda sinceridad, siento que le hago honor a ese personaje”, cuenta.
—El contraste es inevitable. Me refiero a la relación entre la hostilidad de la naturaleza en la novela y el confort de la actualidad. ¿Hubo una intención de subrayarlo durante la escritura? Porque en la lectura eso aparece con mucha recurrencia.
—Sí. Investigando me encontré con vidas muy sacrificadas, muy duras, muy luchadas, de enormes sacrificio. Familias súpernumerosas donde la muerte de un hijo o un familiar era todos los días. Somos como tirados al mundo y arreglate: nacés acá y jodete. Acá hay mucha gente que la pasa mal. En Argentina la situación es muy difícil, en Latinoamérica, muchos países, la gente realmente lo padece. Y si bien hay una estación análoga, también hay otras personas que tenemos muchas cosas bastante resueltas dentro de todo y no lo valoramos. Vivimos preocupadísimos, que es toda una mierda, y vas al súpermercado y te comprás un sánguche y comés todos los días. Tenemos otros padecimientos. La vida es dura para mucha gente, por supuesto. La pagamos con la neurosis, pero me parece que hay una tendencia a idealizar épocas más rurales, épocas más tranquilas, una vida más contemplativa, olvidando que fue un mundo muy difícil. Cuando empecé a escribir esta novela, eso fue algo que me movió también: valoremos más lo que tenemos porque nos costó mucho lograr el presente. Muchos, no te digo que todo el mundo, pero una porción mucho mayor que la gente de esa época, tenemos cosas que eran milagros: agua caliente, comida. ¡El deseo individual! Eso no existía. ‘¿Vos querías ser escritor? ¡Me chupa un huevo! SI no laburás no morfás hoy’. Hoy te duele una muela y vas al dentista. ¿Cómo hacían antes? Te la regalo. Todo ese confort se paga por otro lado: temas climáticos, enfermedades, muchas cosas. El progreso es así, es una cosa totalmente caótica donde intentamos resolver cosas y generamos otros quilombos en el medio de una forma que no lo podemos parar. Pero sí, hubo una intención de mostrar una vida muy difícil, así como también apreciar o de mirar un poco diferente lo que tenemos hoy.
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