La gran novela americana es un fantasma que recorre tanto en el norte como el sur del continente. Podríamos pensar fácilmente en un canon posible con títulos de John Steinbeck, Philip Roth, David Foster Wallace, Joyce Carol Oates o Margaret Atwood en la literatura de Estados Unidos y Canadá; o de José Donoso, Gabriel García Márquez, João Guimarães Rosa o Roberto Bolaño en la de América del Sur. Ejemplos de la voluntad de contar destinos continentales según las convenciones del género obra maestra.
No es tan evidente, en cambio, el concepto gran novela europea. Tal vez porque la ambición de los novelistas americanos, a partir de Moby Dick, fue la de construir cetáceos narrativos que compitieran con los de Cervantes, Dickens, Balzac o Dostoievski. En la novelística del siglo XIX abundan las historias magistrales que recorren el Viejo Continente en tren y que lo piensan como una unidad. Sobre las grandes novelas europeas se construyeron las grandes novelas americanas, que heredaron esa ambición totalizadora. Y la eclipsaron.
Por eso no sorprende que Las tempestálidas (Fulgencio Pimentel), de Gueorgui Gospodínov, comience con una cita de La montaña mágica y con una alusión a Cien años de soledad. El escritor búlgaro del momento, que ha ganado con esa obra tanto el Premio Strega como el Booker internacionales, se propone escribir una ficción sobre la Europa del siglo XXI con la conciencia de que sus referentes sólo pueden ser de ambas orillas del Atlántico.
La idea que pone en funcionamiento la maquinaria de la novela es magnífica: Gaustín –misterioso vagabundo del tiempo, alter ego del autor– inaugura en Zúrich una clínica para enfermos de alzhéimer que reconstruye en cada habitación escenarios perfectos del pasado. Con los posters, muebles, electrodomésticos, telas, cigarrillos o bebidas que sólo existían en ciertas décadas del siglo XX. Así se crean entornos donde el enfermo se siente seguro y puede vivir sin conflictos sus últimos meses o años de vida.
Pero un espacio no es sólo físico. También es narrativo. Los cronorrefugios están hechos tanto de objetos como de historias. Muchas de ellas están relacionadas con la segunda guerra mundial y con la dictadura comunista en Bulgaria, con ecos de Una tumba para Boris Davidovich (Acantilado), la obra maestra de Danilo Kiš sobre la complejidad de la memoria de la represión y el espionaje. Se vinculan con el ensayo sobre el tiempo, siempre en tensión con la biología, la memoria y la historia colectiva.
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En Las tempestálidas se entrelazan la autoficción (son particularmente intensas las páginas sobre el alzhéimer del padre del narrador, y sobre la posibilidad de su eutanasia), los relatos sobre personajes secundarios con algún tipo de trauma y el ensayo narrativo. Aunque a veces sea literario –la interpretación del retorno de Ulises a Ítaca es brillante–, el núcleo del libro es un extenso ejercicio de ensayo ficción de carácter político.
El éxito de las clínicas del pasado se confunde con el auge en toda Europa de la recreación histórica. Y de pronto, tan absurdamente como cobró vida la idea de un referéndum sobre el Brexit, se propaga la necesidad de una consulta democrática sobre en qué década desea vivir cada Estado europeo. Las elecciones le permiten a Gospodínov analizar la historia reciente y la idiosincrasia de las naciones de todo el continente. Y conducir su ficción hacia el territorio de la distopía, con la creación de fronteras temporales que aíslan todavía más que las espaciales a los países del Viejo Continente.
La topografía de la ficción se decide por una capital indiscutible: Zúrich, Suiza. “No es nada casual que dos de los más importantes «descubrimientos» del siglo pasado acerca del tiempo hayan tenido lugar precisamente aquí, en Suiza: la teoría de la relatividad de Einstein y La montaña mágica de Thomas Mann”, leemos en las primeras páginas de la novela. Y, en su ecuador: “Suiza era una isla, pero era también una Europa en miniatura. ¿En qué otro lugar ve uno así (juntas pero no revueltas) a Alemania, Italia y Francia?”.
El laboratorio de la Confederación Suiza permite interpretar Europa desde un centro inédito. Zúrich desplaza a París y a Berlín. Y Gospodínov encuentra en Bulgaria o España periferias para cargar de sentido una visión europea absolutamente personal.
La paradoja es que, aunque sea crítica con los nacionalismos y la ultraderecha, aunque experimente hasta cierto punto con las formas narrativas, Las tempestálidas es un libro eminentemente nostálgico, conservador: “Está escrito que el pasado es un país extranjero. Disparates. El pasado es mi patria. El futuro sí que es un país extranjero, lleno de rostros extranjeros, no pienso poner un pie allí”.
El desinterés por el presente y el futuro no es sólo ético, sino también estético. Leemos también: “Cerré el libro y me pregunté, si los países retroceden en el tiempo a los setenta o a los ochenta, ¿qué será de la poesía y de las novelas que aún no se han escrito, de todo eso que está por venir? Intenté hacer un inventario mental de todo lo memorable que había leído en los últimos años. Y resultó que no iba a echar nada de menos”.
La afirmación es extraña, porque en esos últimos 40 años Gospodínov escribió toda su obra, sus libros de poemas y las dos novelas que preludiaron su actual consagración internacional (Novela natural y Física de la tristeza, ambas editadas en español por Fulgencio Pimentel).
En cualquier caso, aunque no haya duda de su ambición de gran novela europea, con los viajes de sus protagonistas por diferentes ciudades de todo el continente y el análisis de los espectros que unen y separan a los países que lo componen, Las tempestálidas es hija de su época y comparte temas y obsesiones con una gran constelación de novelas de los últimos años.
Enumero para acabar algunas, igualmente recomendables: El mapa y el territorio (Anagrama), de Michel Houellebecq (por la eutanasia en Suiza y el tono de desencanto); El vano ayer (Seix Barral), de Isaac Rosa (por las torturas policiales, que en el caso del novelista español son las del franquismo); Solenoide (Impedimenta), de Mircea Cărtărescu (por la imaginación y la melancolía, en el contexto de una ciudad del Este, como Sofía o Bucarest); Montevideo (Seix Barral), de Enrique Vila-Matas (por las conversaciones metaliterarias con un alter ego de ficción en diversos puntos de Europa); La nueva taxidermia (Random House), de Mercedes Cebrián (por la recreación milimétrica de ambientes del pasado, en clave de instalación o happening); Zorro (Impedimenta), de Dubravka Ugrešic (por su capacidad de hilvanar ensayo literario y político con autoficcion); y Europa Central, de William T. Vollmann (la gran novela europea del escritor norteamericano más cosmopolita e internacional).
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