“Yo todavía lo miro como una gallina a la que le nació un pato. Es un fenómeno. No sabe todavía que el agua moja. Camina un día bajo un aguacero, y cuando llega a casa reconoce con sorpresa que se mojó”. El fenómeno permeable es Borges, la gallina es Leonor Acevedo, la yegua de su madre; y el comentario que tiene la oscuridad de una alucinación es una biografía doble por vía del cuadro dramático. “Yo todavía lo miro”. El nene ya tiene 59 años, pero como él mismo dijo: “Si nacés chico, seguís siendo chico”.
Detrás de la escena, lo que se asoma monstruosa es una relación que podría ilustrarse con una foto de Roland Barthes, otro escritor mamero, otro grandulón, en la que se lo ve del tamaño de su madre, si no más grande, alzado por los brazos de su madre. ¿Cuándo se baja el niño consentido de las alturas de mamá? ¿Qué tipo de hondazo lo baja? De los cortes de la vida, el primero es el más difícil. Y sin embargo, en algún momento de la vida de Borges se despliegan fantasías de separación.
Un día piensa que la nueva Biblioteca Nacional tiene que ser una réplica de la Facultad de Derecho de la UBA; otro, sueña que tiene que ser la Facultad de Derecho de le UBA; y otro, en lo que parece ser el último viaje de una evolución tardía hacia la distancia y algún tipo de soledad, imagina que abandona el departamento en el que vive con su madre y se muda a la Biblioteca Nacional. Pero a la pequeña solución (como suele pasar), le surge un gran problema. Aparece la presencia material del mundo en términos de máquina de imposibles: ¿cómo hace para llevarse sus libros a la Biblioteca Nacional caminando? La fantasía de dificultad es una fábrica japonesa de tercer turno instalada en su cabeza de hijo, y si no se aleja de su madre es porque no puede.
Antes del golpe en la cabeza y la septicemia de la Navidad de 1938, se despliega el Borges tributario de las tradiciones locales, el idioma como de cine malo de los cuchilleros, el barro las orillas, la restauración épica, la desesperación por la experiencia y los alardes de precocidad, que incluyen una especie de envejecimiento prematuro. El primer contrato con la vida consiste en ocultar “la vergüenza de ser un hombre”. Pero la septicemia de 1938 es un momento de alucinación y terror que produce un desvío violento de repertorio en el que aparecen, por fin, los eventos propios y, con ellos, la presencia del Tiempo. El tiempo ya no es más el tiempo encapsulado de la Historia, ni el de la Sangre: ahora es un tesoro y un martirio personal. Esas son las características legendarias de su doble filo: está ahí, pero puede desaparecer; incluso está ahí, desapareciendo.
Martin Hadis, que escribió las Memorias de Leonor Acevedo de Borges (Claridad, 2021), cuenta que después de una semana al borde de la muerte, Borges empezó a escribir sus cuentos fantásticos. Esa manifestación inesperada, digamos de Transformer, asustó a su madre porque no lo entendía. El suceso no sería para llamar al 107, ni al 911, pero podemos imaginar la perplejidad de ver al pato saliendo de un huevo de gallina, es decir imponiendo una identidad de otra naturaleza.
La madre le sugiere volver a escribir “las mismas cosas que antes”, y Borges le contesta: “Dejame, madre, dejame”, que traducido a lenguaje coloquial significa: “Mamá: no me rompas las pelotas, que acá el que escribe soy yo”. Un yo engañoso, o engañador (nos miente a nosotros o le miente a su madre, pero a alguien le miente), si se recuerda que en la edición de las Obras completas de 1974, la evoca y dice: “Aquí estamos, escribiendo los dos”.
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Con septicemia, variante del Diario del Lunes, ya no tenemos al Borges Niño Prodigio, ni al Borges misionero de lo pendiente de su padre (porque no perdamos de vista que Borges nace en una casa donde ya había un escritor), ni al Borges conservacionista que da fe de una etnia de malevos cayendo al abismo de la indiferencia. Tenemos al Borges-Borges, es decir al Borges escritor. Un escritor que (siento una víspera de estremecimiento por las palabras que voy a escribir) podría no haber existido.
La hipótesis de que Borges fue escritor por accidente podría probarse y no debería encender ninguna alarma. Todo el mundo es lo que es por accidente. Hay demasiadas interferencias ensuciando o iluminando las líneas de la voluntad, el deseo, las ilusiones y las catástrofes que siembran la Tierra. Desvíos, deslizamientos, contramarchas, saltos: la vida es una experiencia sorpresiva y contra la postulación ridícula de que Borges no tuvo una vida, he ahí la credencial del accidente.
En 1959 lo invitan a dar una conferencia a Montevideo, y le dice a Bioy Casares: “Estoy dispuesto a cualquier cosa que no sea escribir, a todo lo que me distraiga de la imposibilidad de escribir. Ahora he descubierto el balbuceo, que me permite hablar tres cuartos de hora sobre cualquier tema. Ya no soy más un escritor”.
No hay mucho que analizar de una persona que dice estar dispuesta a cualquier cosa con tal de que no ocurra otra. No hay nada más normal que desvivirnos para que ciertas cosas no pasen. Lo que hay que evitar se lleva la mayor parte de nuestras gestiones. La deserción de Borges es galopante. En 1959 era el escritor que ya fue.
No se detecta ninguna pena en el abandono o más bien en el desprendimiento del sayo al modo de una piel de estación que se cae. Todo lo contrario. Ha encontrado en el balbuceo un mantenimiento de su figura (que vivió reacomodando aquí y allá como si fuera un mueble que cambia de ambiente), un ritmo de supervivencia y un bono extra de duración. Pero si ya en 1959 no es más un escritor (y eso cualquier lector de Borges lo sabe), ¿qué es? ¿Quién escribe la mitad de Crónicas de Bustos Domecq en 1967, su último libro vivo?
Bioy Casares recuerda lo que pasaba en el “pabellón” en el que se reunían a contemplar el espectáculo degradante de la cultura humana un poco al modo de Bouvard y Pécuchet; otro poco al modo de Beavis & Butt-Head, los adolescentes tarados de la vieja MTV: “Eramos dos dementes. Uno le decía al otro que estaba meando fuera del tiesto”. Y luego: “Inconteniblemente, Borges propende a la broma desaforada”.
Todos los testimonios de ese proceso demencial nos traen noticias de una incontinencia mutua, pero sobre todo de Borges, que ya no recuerda que durante años “escribía muerto de miedo consultando continuamente el diccionario”. Ahora, ¿eso es escribir? Eso parece más bien una liberación de fuerzas interiores, y tiene (y aunque no lo parezca, aquí el lenguaje es una materia marginal) el efecto de fuga de una tos, y si desemboca en la literatura es porque se trata de lo que Borges tenía a mano, y quizás de lo único que tenía a mano, dado que escribir es un arte que florece en la indigencia.
La mitad de Bustos Domecq correspondiente a Borges es un aporte a un tipo de literatura vitalista en el sentido de que no puede no ser un derivado “natural” de asuntos que estaban ahí (asuntos de la vida). Son cuestiones de cepa fóbica. Lo que Borges no soporta, más allá de las escuelas megadiscursivas del siglo XX (el modernismo, el surrealismo, el psicoanálisis) ubicadas detrás o adelante de él pero jamás contemporáneas, es la figura de los escritores. Carlos Argentino Daneri, Gervasio Montenegro y Bustos Domecq (quizás él mismo) no son serios. Para no hablar de la lista de sus competidores inscriptos como carteles en la Historia de la Literatura que no es otra cosa que una historia de nombres.
Es momento de recordar el tratamiento de Borges a sus pares de todos los tiempos:
El poeta uruguayo Emilio Oribe quería ser argentino para cantarle al Iguazú, la Pampa, el Polo Sur, Los Andes. Borges: “Cánteles, que no va a pasar nada”. Sobre Francisco Romero: “Es un presocrático: tiene todo el pasado por delante”. Sobre Graham Greene, para una solapa de EMECÉ: “Es casado y tiene una pija”, por: “Es casado y tiene una hija”. “Mujica Láinez escribe novelas porque es chismoso”.
Lugones dice de un personaje: “Pasa por el patio, entra a un dormitorio”. Borges: “El dormitorio. Si no, es como si dos personas están en una casa y uno se toma un tranvía en el comedor”. “El estilo de T. S. Eliot es desesperante. Todo es un quizás, un pero”. “Gannon piensa una sola vez”. Sobre un poema de Quevedo: “No tiene ninguna emoción. Es fabricado”.
“Mallea escribe ‘silencio obeso’. Qué feo”. “Mansilla hace enumeraciones estúpidas: yo que viajé en mula, a caballo, en elefante, en camello, en coche, en barco; que comí en tal parte... Está showing off todo el tiempo. Parece que fue el primer argentino que visitó la India. Las mentiras que habrá dicho sobre la India”.
Sobre el suicidio de Ríos Patrón: “De las personas superficiales, hasta el suicidio es superficial”. “Sábato está pobrísimo. Traté de compadecerlo, pero no pude. Es difícil compadecer a Sábato”. “En Herrera y Riessig todas las palabras parecen erratas”. “A David Viñas lo llaman ‘Viñas de ira’, por las trompadas que pega”. “Joyce representa lo mejor de una mala causa”. “Ese imbécil de Beckett”.
Es una serie con la dinámica de la cinta sinfín: nombres que pasan, algunos que pasan y regresan, llevándose el recuerdo de un bullying con aire de crítica y alma de chisme. Porque es en el chisme, en las torsiones de la degradación que le da a un nombre (y a su “dueño”) lo que se merece, donde la serie no puede detenerse. Pero no está sola, la acompaña la serie del chiste recolectado o compuesto al pasar. Y lo que es asombroso es “el número”. ¿Cuántos chistes? ¿Cuántos shaggy dog stories, como Borges llamaba a los peores?
“El turrón es un alimento para longevos. Matusalén tal vez lo concluiría”. “Fulano es muy caca, y no tiene poca caspa”. “Se puede comprar jamón crudo, cocido, glacé y tiernizado. Un personaje de Bustos Domecq palpa a una señora y acaba por ‘tiernizarla’”. “Encontré al doctor Einseinstein en un avanzado estado de semitismo”. “Vagaba por el estrecho calabozo”. “Salimos a la oscuridad de la calle como cartas que se echan en un buzón”. “Un niño que está aprendiendo a hablar dice en el Subte: ‘¿cuánto flauta para Palermo’?”. “Me incrementé con camisetas, con buñuelos”. “La historia de alguien que escribe una palabra pero tiene dudas y la reemplaza por otra: ‘Se pone las pantuflas, los patines, las herraduras...’”. “La señora Bibiloni: ‘Después de una semana volví al club, con mi personalidad’”. “Erro dijo en una conferencia: ‘un sensualismo a todo vapor’”. “La frase ‘salió a los pedos’ es anterior a las motos, pero parece inventada para las motos”. “Voy al baño, pongo un sorete y vuelvo”. “Depuse un soneto”. “Se abocó a la sopa”. “‘Ha de ser hijo de vidriero’. ¿Los vidrieros son transparentes?”. “El Embajador de Francia, como persona es poco refinado. En cambio, como oso uno no diría lo mismo”. “Delante de Xul Solar alguien recita: ‘parado en las cinco esquinas/con toda mi contingencia/por ver si te rompo el culo/ando haciendo diligencia’”.
Es el “estilo ametralladora”, que él mismo describió para despreciarlo. Ya sin el disfraz del escritor, lo que no puede hacer Borges es parar de hablar. Delante de Silvina Ocampo, dice: “Parce que hacia el final de su vida, a Coleridge sólo le importaba hablar. No le importaba el interlocutor, ni nada”. Silvina Ocampo le contesta, mirando a Bioy Casares para que entienda que va a hablar de Borges, y dice: “Hay mucha gente así”. Pero Bioy reacciona en auxilio de su amigo, y dice: “Sí. Marta Mosquera”.
Son años en los que Borges va a lo de los Bioy-Ocampo a hacer bromas, comentar sus impresiones sobre cualquier cosa, escribir cada muerte de obispo, recordar con una memoria de locos las lecturas de la juventud y desentenderse de las actividades mundanas y de los deberes mínimos del huésped: come dulce con las manos y se las mete en los bolsillos, mea la tabla del inodoro, apoya los cubiertos en el mantel y el pie del bastón en las sábanas. Sólo conecta con el pequeño pato hijo de gallina que es.
Leonor Acevedo contó que los aspectos míticos del aparato Borges ya funcionaban a los 5 años: la ironía, con prestaciones de agudeza a la altura de un acto de violencia (una violencia psicológica en ausencia del violentado, no muy digna de quien honra el valor físico de sus antepasados de armas, pero para eso está también la literatura; para hacernos los malos); y el humor desorbitado, ambas variantes de una misma malicia. Esa precocidad es la que domina la entrada de Borges a los personajes que inventó, y sus salidas: el niño como un avatar de viejo malo.
César Aira dijo que la decadencia del ser humano comienza a los 6 años. Es una consideración muy seria sobre la farsa del progreso personal, por la que le legó un consejo al futuro, que sabremos más tarde si lo toma o lo deja: que la educación (esa incertidumbre que llamamos educación) empiece por el final y termine por el comienzo. Primero, la universidad, o sea: de lo universal, lo específico. Luego, las generalidades diletantes de la educación media. Después, lo básico de la primaria. Y, al final, la libertad y el arte del jardín de infantes. ¿O acaso el arte no es un fenómeno preescolar? ¿No es un fenómeno no escolarizado el arte?
El Borges que ya fue como escritor, es el Borges niño. La puerilidad es cosa de viejos, incluso más que la vejez, que a veces puede ser una actividad juvenil. Y lo que sucede en ese régimen de idas y vueltas, es que Borges “aprende” a viajar en el tiempo a partir del momento en que lo entiende.
En 1962, Ema Risso Platero prepara un viaje de cinco años a Japón. Borges le dice: “No te preocupes. No estarás cinco años. No está uno cinco años en ninguna parte, sino un instante, el instante presente”. Es una variante de salón de El Milagro secreto y, sobre todo, del epígrafe citado del Alcorán: “Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo: ¿Cuánto tiempo has estado aquí? Un día o parte de un día, respondió”.
A escala de rutina, la idea reaparece en el Borges mamero grandulón cuando su madre se queja por tener que ir a visitar a unos parientes plomos a Adrogué. Él le dice: “Ya pasó”. La madre le dice: “¿Cómo que ya pasó si todavía no fuimos?”. Faltó decirle: “Nene, ¿vos sos boludo? Pedazo de pato…”. Pero Borges insiste: “Ya pasó”; y tenía razón, porque ¿qué es lo que no pasó todavía? Podría haber dicho: “Va a pasar”, pero ¿cuál es el problema de dar por hecho antes el futuro que está cantado.
El instante y la eternidad como fenómenos reversibles es una experiencia de niños, y si Borges, según cuenta Estela Canto, extrajo el modelo de su aleph de un caleidoscopio es porque es por vía de un golpe de libertad pueril (por sus “accidentes”) que se llega a lo que los adultos llaman con solemnidad “sabiduría”.
El niño Borges que había dicho que si se nace niño se sigue siendo niño, también dijo en la misma frase que para ser adulto habría que haber nacido adulto. No se refiere, está claro, a dos momentos de un mismo proceso (el proceso del progreso) sino a dos animales diferentes, como si dijésemos por decir algo, un pato y un gallo.
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