Hola, ahí.
Escribir un envío semanal es algo así como vivir en loop y estar todo el tiempo atenta a aquellos materiales que podrían formar parte de estos textos. Desde hace un año vivo en alerta y suele pasarme que allí donde miro (o experimento, o me cuentan) surgen escenas que mágicamente se relacionan entre sí y conforman una filigrana narrativa de la que surgen estos newsletters.
Algunas veces los hilos de las historias se entretejen de manera más delicada, profunda o curiosa, según los temas que me propongo escribir.
Bueno, hoy es una de esas veces.
Los niños de Lullaillaco
Tal vez recuerdes la noticia porque fue un hallazgo excepcional. En marzo de 1999, un equipo de más de 14 personas liderado por el antropólogo y explorador estadounidense Johan Reinhard y la arqueóloga argentina Constanza Ceruti consiguió rescatar intactos los cuerpos de tres chicos en excelente estado de conservación de la cima del volcán Llullaillaco, a 6.739 metros de altura, a más de 500 kilómetros al oeste de la ciudad de Salta. La expedición, registrada en el Libro Guinness por haber sido la experiencia de ese tipo realizada a mayor altura de la historia, fue solventada por la National Geographic Society.
En 1952 la primera expedición al Llullaillaco había registrado la existencia de construcciones en ruinas en varios puntos del volcán y se comenzó a especular con la presencia de restos humanos en el lugar. A esos restos finalmente hallados hoy se los conoce como El niño, La doncella y La niña del rayo. Se trata de un chico de alrededor de siete años, de una adolescente de unos quince y de una nena de seis que fueron sacrificados por los incas durante la ceremonia de homenaje al sol conocida como Capacocha.
En la actualidad, las momias son exhibidas —de a una por vez y en forma rotativa— en una cápsula preparada para mantener las condiciones de preservación en el moderno Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta (MAAM), creado especialmente en 2004 para dar cuenta de este hallazgo extraordinario, y que convoca a multitudes de todo el mundo año a año.
Antes de ser expuestas, las momias (enseguida voy a referirme a este término, que comienza a estar en discusión en el mundo entero) fueron estudiadas durante seis años en la Universidad Católica de Salta, sin acceso del público a los laboratorios. Hay videos de esos estudios; algunos pueden verse en el MAAM también.
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Los estudios científicos demostraron que los tres fueron dormidos con gran cantidad de chicha y que mascaban coca (se encontraron restos de hojas de coca en la boca de La doncella) en el momento en que los dejaron, es decir que no hubo muerte traumática, según sostienen los científicos. Junto con los restos de los chicos se encontraron los ajuares que las familias habían preparado para acompañarlos en ese tránsito, que no era un castigo sino todo lo contrario: para ellos, los ofrendados no morían, sino que se reunían con sus antepasados para velar, desde las altas cumbres, por las aldeas y provincias del Imperio.
De esos ajuares, en el museo se exhiben unos 50 objetos con arte plumario, metal, cerámica, textil, con componentes orgánicos que se deben mantener con iluminación filtrada, una temperatura estable de 18 grados, y una humedad del 45%.
Luego de adormecer a los niños y adolescentes que habían sido elegidos entre los considerados mejores de la comunidad, los depositaban en la fosa junto a los objetos ceremoniales. Las fosas eran luego cerradas herméticamente, con técnicas que los incas utilizaban también para la conservación de sus alimentos, lo que explica el buen estado de conservación en que fueron encontrados.
No es que esos cuerpos simplemente hayan estado congelados sino que fueron sometidos a un proceso de liofilización natural, que consiste en la deshidratación que se concreta en condiciones especiales de temperatura y presión, lo que permite que el cuerpo pierda su agua sin intervención de altas temperaturas y también explica que se mantengan sus propiedades químicas, físico-químicas y bioquímicas.
”La altitud extrema implica temperaturas bajo cero e hipoxia que ayudan a la preservación de materiales orgánicos; al igual que las cenizas volcánicas, que tienen propiedades antibacterianas. En el caso del Llullaillaco (séptima montaña más alta de América y el segundo volcán activo más alto del mundo), observamos que la nieve no se acumulaba en la cima, barrida por los fuertes vientos, y por ello la capa de permafrost —suelo congelado de manera permanente— era bastante delgada. Esto contribuyó a que las momias pudieran conservarse de forma extraordinaria. Es difícil que ese conjunto de condiciones tan ideales vuelva a repetirse en alguna otra montaña. Por otra parte, el registro arqueológico se encuentra amenazado desde hace muchas décadas por el impacto del huaqueo (N. de la R.: Saqueo de yacimientos arqueológicos con propósito de tráfico y comercio ilícito de bienes culturales), la minería y cuestiones climáticas, por ejemplo”, le explicó dos años atrás a Infobae Ceruti, quien es investigadora del CONICET, directora del Instituto de Investigaciones de Alta Montaña de la Universidad Católica de Salta, profesora titular de la misma universidad y autora de una gran cantidad de libros sobre su especialidad.
La ciencia y lo sagrado
A las momias, Constanza Cerruti las llama “embajadores del pasado” ya que dice que es a través de ellas que los propios incas cuentan su historia. Para la ciencia, estos hallazgos son un verdadero tesoro porque es posible investigar las formas de vida, actividades, dietas, enfermedades del pasado de una manera infinitamente más rica que la que puede brindar un objeto o, incluso, restos óseos.
En junio de 2001, los llamados “Niños del Llullaillaco” fueron declarados por ley “Bienes Históricos Nacionales” y la cima del volcán, “Lugar Histórico Nacional”. Según la Ley de Patrimonio, el MAAM es la institución designada para custodiar las momias y los responsables de la crioconservación de los restos.
Detrás de esta clase de hallazgos extraordinarios siempre hay recelos, operaciones de desprestigio, ambiciones frustradas y especulaciones comerciales y de marketing. Hay, también, reclamos de las comunidades indígenas andinas, que exigen desde el primer momento la restitución de los restos humanos hallados en el volcán. En 2022, el Instituto de Asuntos Indígenas (INAI) declaró “sitio sagrado” de los pueblos originarios al Llullaillaco.
El director actual del museo, Mario Bernaski, dijo en varias entrevistas que estaba de acuerdo con encarar el debate por el destino de los restos de El niño, La doncella y La niña del rayo aunque debatir no es entregar los cuerpos que son, además, la razón de ser del MAAM. Recuperarlos fue una odisea, hacerlos llegar a lugar seguro, otra. Hay una fricción evidente entre las autoridades nacionales y las provinciales.
Bernaski está seguro de que cuenta con el aval de parte de las comunidades y se basa para ello en un encuentro que reconstruyó durante una entrevista con la agencia Télam, en la cual contó que, en 2007, antes de comenzar a exhibir los cuerpos momificados, las autoridades del museo se reunieron con quince caciques de comunidades originarias, y uno de ellos les dijo: “Déjalos que cuenten en su silencio”.
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”Esa es la idea, dejarlos que cuenten en su silencio, en un marco de respeto”, repitió con exceso de poesía el director del MAAM. “Por supuesto que es debatible”, agregó, “genera sensaciones, a unos les gusta, a otros no, pero nos da la posibilidad de verlos, indagar y nos transmiten una cultura que sigue estando viva en nuestra forma de pensar y hacer las cosas. Es una cuestión de aprendizaje e identidad que nos van ayudando a recuperar”, concluyó.
En el debate por la “propiedad” de los restos humanos hay intereses y contradicciones; así como hay reclamos genuinos y también descalificaciones, difamaciones y agravios. Son restos sagrados para las comunidades, son sagrados para la ciencia y, también, por diferentes motivos, para las áreas de Cultura y Turismo de la provincia.
“Los arqueólogos profesionales trabajamos con la intención de que el patrimonio arqueológico sea valorado, preservado y con la esperanza de que mejoren las condiciones de vida de los pobladores originarios. De allí la enorme injusticia de que nuestra labor sea livianamente equiparada con las depredaciones efectuadas por huaqueros. La confusión popular entre la tarea del arqueólogo y la del geólogo tampoco ayuda. ¿Por qué se tolera que las prácticas profesionales de excavación arqueológica sean caratuladas como “profanaciones”?, ¿acaso la comunidad médica toleraría que a un cirujano se le tilde de “asesino” si muere un paciente en la mesa de operaciones?, ¿por qué se permite que nuestra praxis profesional sea constreñida en función de discursos radicalizados?, ¿acaso la comunidad médica permitiría que se declare ilegal realizar transfusiones de sangre atendiendo a la voz de minorías religiosas que se oponen al procedimiento?”, escribió Ceruti en un artículo de 2019.
La pregunta sigue siendo la misma: ¿tienen dueño esos restos?
La dimensión humana
Hace algunas semanas viajé a Salta con mi familia y visitamos el Museo de Arqueología de Alta Montaña: fuimos a ver a las momias. El recorrido tiene historia, los objetos de los ajuares ceremoniales son realmente conmovedores pero el centro de esa visita es la exhibición de uno de los cuerpos. Una leyenda advierte que los visitantes pueden terminar su visita al museo antes de pasar a la sala en la que se ve la momia. Todos los museos del mundo hoy se ven obligados a hacer advertencias acerca de la posible incomodidad de algunas personas del público.
Cuando fuimos nosotros, la cápsula contenía el cuerpo del Niño.
Está como lo encontraron, sentado, con las piernas recogidas y la cabeza sobre ellas. Viste una túnica roja. Los objetos que se hallaron cerca de sus restos y algún adorno en su pecho fueron tomados como indicios de que se trataba de un hijo de la elite incaica. El chico llevaba el cabello corto y alrededor de su cabeza dan vueltas unas cuerdas de lana que sostienen un adorno de plumas blancas.
Verlo en la cápsula no es verlo en una foto sino poder apreciar la dimensión humana de esos restos. Desde uno de los ángulos podía verse perfectamente el brazo y una mano: no conseguía hacer foco, enseguida corría la vista hacia la ropa o el calzado. Sentía que vulneraba su intimidad. Me preguntaba qué me había llevado a verlo; no era solo morbo, no suelo moverme con esa clase de instintos.
Mientras estaba ahí —también después, largo rato— me preguntaba si el niño habrá tenido miedo en algún momento, si se habrá dormido pronto, si le habrán contado qué iba a pasar. O si estaba tranquilo porque había creído, como sus mayores, que el hecho de que lo hubieran elegido como ofrenda era un premio para celebrar.
Me preguntaba, también, si está bien exhibirlo, y no hablo de posibles fisuras en el sistema de crioconservación. No tengo dudas sobre el tremendo valor histórico y científico de la recuperación de estos restos. Tampoco dudo acerca de la importancia de haber filmado el proceso de estudio, que le permitirá a muchos expertos recurrir a esas imágenes. Lo que me genera gran incomodidad es otra pregunta, la de si hay derecho o, mejor, si alguien tiene el derecho de mostrarlo como una excentricidad o como un objeto más, el más preciado, la joya de la corona.
Y creo que no: lo que vemos ahí hace 500 años era una persona. Un chico.
Las vendas de Irtyru
Te dije que iba a hablarte de los problemas que tiene en los últimos tiempos la palabra “momia”. De hecho, los museos británicos hace unos meses comenzaron a recomendar el uso del concepto “restos momificados” porque la palabra momia “tiene un efecto deshumanizador”. “Hablamos de personas, no de objetos”, explicó un vocero de una de las instituciones culturales del Reino Unido. Señalaron, también, que si se conoce el nombre de la persona a la que pertenecen los restos, lo correcto sería utilizar ese nombre.
El pasado colonial pesa y la necesidad de revertir la imagen de abuso, también. Los cuidados con el lenguaje y con las formas de exhibir las muestras se dan en momentos en los que los reclamos de devolución de los objetos expoliados están on fire. Con respecto a lo de llamar a las momias por su nombre, en un artículo de el diario El País de Madrid, el corresponsal Rafa De Miguel citó el blog de Jo Anderson, una de las arqueólogas del Great North Museum de Newcastle, y en particular un artículo en el que se detiene en las salvajadas a las que fueron sometidos en su momento los restos de Irtyru, uno de los dos cuerpos que se exhiben en la institución. Siempre la llamaron Irtyru, aunque la vejaron igual.
Durante 200 años se creyó que la momia de Irtyru provenía de los saqueos napoléonicos, que un coleccionista la había comprado en París y que la había entregado al museo aunque diferentes indicios ahora echan sombras sobre aquella versión y se tiende a pensar que nada de eso es cierto, que no será ya posible conocer muy bien su procedencia aunque durante la autopsia de 1830 sí fue confirmado que el tipo de embalsamamiento de su cuerpo era el que se utilizaba en el último período del Antiguo Egipto (664 AC - 332 AC).
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Anderson recuerda que fue la campaña de Napoleón en Egipto y el acopio de grandes reservas arqueológicas lo que hizo resurgir en Europa el interés por la cultura egipcia y la nueva ola de “egiptomanía”, que incluyó unas prácticas abominables llamadas “fiestas de desembalaje”, en las que se desenrollaban las vendas de los cuerpos momificados que habían sido saqueados.
El show de los médicos con Irtyru demoró dos horas y el peso de las vendas fue de casi 24 kilos. El público había pagado para ver ese espectáculo siniestro. “Después de la autopsia, prepararon el cuerpo de Irtyru para su exhibición. La barnizaron con una goma lacada, para su supuesta protección. Por eso hoy su cuerpo aparece tan oscuro. Y como querían mostrarla de pie, fue sometida a graves violaciones: un enorme clavo y un disco se encajaron en su cráneo para colgarla en posición vertical. A la vez, se insertó en su columna una enorme grapa de metal para asegurarla a la base del sarcófago”, contó el arqueólogo.
Gabinete de curiosidades
La controversia está presente en el mundo del arte y en el de los museos en general. Desde comienzos del siglo XXI hay olas de reclamos de diverso estilo por terminar con la cultura patriarcal, la discriminación y el racismo hasta exigencias lógicas de que las instituciones quiten de la vista imágenes que son exhibidas como ejemplos freaks de la humanidad. Muchas veces, estos últimos provienen de las propias familias de los afectados.
El famoso Mütter Museum de Filadelfia, Pensilvania, especializado en el cuerpo humano y la medicina —de hecho forma parte del Colegio médico de Filadelfia— se encuentra en el centro de la polémica por denuncias que los llevaron a iniciar un examen exhaustivo de la procedencia de 35 mil piezas/objetos/restos humanos de su muestra permanente. El centro es célebre por las curiosidades macabras que pueden hallarse en sus colecciones de cráneos, fetos y fragmentos de cuerpos humanos.
Las autoridades se encuentran bocetando un nuevo manual de ética para la exhibición de sus colecciones y se preparan para cumplir con una ley que ordena la devolución de los restos humanos pertenecientes a comunidades indígenas y con todos los reclamos de la comunidad afroamericana.
Como cuenta The Guardian, entre los objetos de su colección se encuentran “órganos inusuales o deformados, un pulmón de hierro con los que se trataba a los enfermos de polio y fragmentos del cerebro de Albert Einstein. Está también el molde de la muerte y el hígado unido de Chang y Eng”, los célebres gemelos siameses que luego de ser exhibidos en todo el mundo como curiosidades de circo se asentaron, armaron sus familias y murieron en Estados Unidos.
En ese museo está también el cuerpo de la mujer conocida como la “Dama del Jabón”, cuyos restos están encerrados en una sustancia grasa, una cera cadavérica que se produce luego de la descomposición conocida como adipocira; el esqueleto del “gigante de Kentucky”, un hombre que llegó a medir 2,20 metros y el cráneo de Francisca Seycora, la famosa prostituta vienesa, “junto con 139 cráneos utilizados por el anatomista vienés Josef Hyrtl para refutar las teorías frenológicas del siglo XIX de que la inteligencia se puede medir por el tamaño y las medidas del cráneo”.
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El Mütter, como tantos otros museos, se encuentra en el medio de la pelea entre quienes se sienten ofendidos, mortificados o molestos por la exhibición de las piezas macabras como órganos humanos afectados por la sífilis y de los defensores de la institución, que temen que con las nuevas políticas el museo deje de dedicarse a la enfermedad, la muerte y la “anormalidad” para pasar a dedicarse a la salud.
Sam Redman, autor de Bone Rooms, un estudio reciente sobre cómo los museos médicos se convirtieron en depósitos de restos humanos, dijo que más allá de su función educativa para los médicos, las instituciones “ayudaron a satisfacer deseos viscerales y curiosidades macabras”. Abiertas al público, “las exhibiciones médicas subvirtieron las normas sociales dominantes al colocar cuerpos, partes del cuerpo o patologías visibles consideradas demasiado impactantes para su exhibición pública en un contexto más socialmente aceptable”.
Para Redman, la discusión por esta clase de instituciones está desde el origen. “La gente siempre se ha sentido atraída hacia ellos y al mismo tiempo escandalizada casi en partes iguales. La llegada de Internet puso en evidencia que la adquisición de conocimientos médicos no siempre se hizo bajo reglas éticamente transparentes”, asegura.
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El envío pasado a propósito del vacío del discurso político y la nueva miseria de la clase media tuvo mucha repercusión. Evidentemente todos estamos preocupados por situaciones nuevas y nos faltan respuestas. Por eso, creo, esta forma de comunicación puede ayudarnos a pensar.
Te recuerdo mi mail: hpomeraniec@infobae.com. Te deseo una muy buena semana, hasta la próxima.
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