Desde Copenhague. Una pianista prueba el sonido en el escenario principal mientras nos acomodamos en la fila junto a la carpa. Lo bueno de que esto no sea un festival de música es que el escenario es más chico, y eso hace todo un poco más íntimo. Dentro de los cuatro escenarios que tiene el Festival de Literatura de Louisiana, a treinta kilómetros de la ciudad de Copenhague, la mayoría de las funciones se tratan de dos personas hablando. Este año, puedo sentir que algo va a ser distinto: en las filas hay niveles desorbitantes de fanáticos que hacen inevitable la comparación con un festival de música al estilo de Glastonbury.
Falta una hora y media para que arranque y ya estoy en la fila para entrar a la carpa, en donde Joyce Carol Oates inaugura la nueva edición de esta fiesta de literatura. Es una fila que arranca frente al mar y sube por una barranca inmensa hasta la entrada del museo. Desde donde espero, puedo ver un pedacito de Suecia. Al contrario del año pasado, el pronóstico anuncia días de sol. En mi mochila llevo un piloto de lluvia, porque acá nunca se puede confiar en el clima, un traje de baño y todos los libros de los autores invitados que me gustan para traerlos a casa firmados.
En el line up de este año están Claire Keegan, Ali Smith, Ian McEwan, Wole Soyinka, Tessa Hadley, Haruki Murakami, entre otros. Apunté llegar dos horas antes en caso de que hubiera mucha cola y estudiar mejor el cronograma. Ahora que avanzo para sentarme en primera fila, pienso que la anticipación fue un acierto. Los lugares en la carpa son pocos, la mayoría lo van a ver desde afuera, en la pantalla, sentados sobre el parque verde flúor. Los veo acomodarse sobre sus manteles de picnic, listos para escuchar a todas estas personas que escriben, hablar.
Me distraigo pensando y de repente, la realidad supera la ficción: detrás del telón veo una mujer chiquita, delgada, con un sombrero negro, asomándose por la lona blanca. Es Oates. Con ella, entra Christian Lund, el director del festival y la entrevistadora. Lund da comienzo al festival que durará cuatro días y sale del escenario. Lo primero que le preguntan a Joyce es acerca de lo prolífica que es, para entender mejor cómo es su metodología de trabajo. Tiene más de sesenta novelas publicadas, pero ella dice que, igual, siente que una novela le lleva mucho tiempo y escribe una sola por vez.
Oates dice que pasa mucho tiempo dentro de una novela y después sale a la superficie, que es este otro tiempo. Durante la pandemia escribió mucho y hay un tono que tenía ese acontecimiento mundial que inspiró todo lo que escribía: no saber cómo íbamos a terminar. Ese estado de espera constante, la incertidumbre de cómo y cuándo iba a ser el final, lo asimila a algo muy parecido a escribir. Ese era el hechizo, dice, una especie de concepto pero también de tono, que la llevó a escribir Babysitter. Oates habla de “escribir bajo un loop infinito”. Dice que escribe sobre misterios que sucedieron y nunca se llegaron a resolver. Su trabajo empieza con una exhaustiva investigación de estos sucesos en la historia de Estados Unidos. Arranca con un hecho puntual y después, hace ficción, poniendo el ojo alrededor del hecho, pero donde nadie mira.
Te puede interesar: Javier Cercas: “Cuando alguien me dice que no le gusta leer, lo único que se me ocurre es darle el pésame”
Habla de su interés por la música, especialmente de cómo se puede aplicar a la prosa. Agua negra es una novela que escribió en 1992 para la que se basó en un accidente de tránsito que tuvo Ted Kennedy en el que una mujer se cayó al agua dentro de su auto y murió ahogada. Él se salvó, y Joyce cuenta que nunca nadie habló sobre esa mujer. Ella quiso poner el ojo ahí, imaginar su historia. Dice que no podemos decir que una persona es solamente un asesino, quizás uno puede tener otra vida después de eso, y explica: “No lo sé, la cuestión era que la gente, en ese entonces, se preocupaba por si Ted iba a poder ser senador y no por Mary Jo Kopechne, que se había ahogado”. La conversación no tarda mucho en encadenarse a la relación de lo político con lo erótico, un tema que Joyce recorre durante gran parte de su obra y de lo que sostiene “ahí siempre hay una muerte”.
Y continúa: “Somos bombardeados por pensamientos todo el tiempo, pero los olvidamos y después esos pensamientos suceden en la realidad, pero no lo recordamos”. La entrevistadora le pregunta acerca de sus personajes, y la conversación gira hacia la presión de ser mujer que, según Oates, está en ese espacio entre “lo que la mujer ve y lo que los demás ven de ella”. Imposible no pensar en Blonde, su retrato extraordinario y triste de Marylin Monroe.
La necesidad de ser vista, en este caso, viene de una falta. Joyce cuenta que estaba fascinada con cómo la habían fabricado a Monroe: de una niña que no la quisieron a una mujer fatal. “Lo erótico se convierte en político” dice. Aclara que no escribe acerca de violencia, escribe acerca de las personas. Dice que vivimos en dos zonas distintas: la zona de la creatividad, en donde “no estamos dentro del tiempo”, donde se sumerge a escribir y sabe que va a pasar al menos unos cuatro años con lo mismo; y después está la zona del coqueteo, la del mundo real y la de Twitter. Joyce es activa en Twitter, lugar que define como una expresión de pensamientos, en la que pone un pie a veces y luego vuelve a su otra zona.
Otra escritora muy esperada que fue invitada a esta edición del Louisiana es la argentina Camila Sosa Villada, que, lamentablemente, tuvo que cancelar su visita por motivos personales. Las malas es un libro del que me preguntan mucho en Dinamarca. Fue recientemente traducido al danés, y vi varias chicas leyéndolo en el subte o en el cementerio. De las actividades que tenía agendadas, conservaron una que hicieron posible por videollamada. En una sala del museo, la pantalla se enciende y muestra a nuestra autora. Le preguntan acerca de sus imágenes, tan mágicas. La escritora responde que nuestra cultura está todavía pegada a ciertos rituales y tradiciones antiguas que en otras partes del mundo se pueden entender como mágicas, y está bien que así lo sea porque así lo son. Sosa Villada da el ejemplo de cuando a Frida Kahlo quisieron definirla como surrealista y ella sostuvo que tenía más que ver con su cultura. Sosa Villada habla de manera afilada acerca de la pérdida, sus influencias literarias y del lenguaje como algo lleno de belleza y agresividad, tal como la vida, que al igual que el lenguaje “se nos impone al nacer”, y deja puesta toda la expectativa para que pueda viajar la próxima.
La charla termina y corro hacia el Koncertsalen, mi sala favorita del festival, que tiene un Hockney en la pared y una ventana llena de verde. La primera vez que visité el museo, noté ese verde y pensé en el bosque, pero pasando más tiempo ahí, aprendí que lo que vemos detrás de esos ventanales hipnóticos es un cementerio, espacio de atracción para varios de los escritores invitados, especialmente Oates, que comparte varias fotos de esas tumbas en Twitter.
La gente se acomoda para escuchar una lectura de Claire Keegan, Tessa Hadley, Hernán Díaz y Claudia Durastanti. Hadley comienza apreciando la vista desde la ventana. Hernan Díaz avisa al público cuántos minutos y segundos exactos va a durar cada uno de los extractos que eligió, dice que no le gusta la sensación de sentirse cautivo del tiempo de los demás. En esta lectura, tengo la suerte de conocer a Claudia Durastanti, autora de La extranjera, un libro que habla de su infancia, de su madre, y de una lengua que se rompe.
A la mañana siguiente, la temperatura aumenta, es un día de sol. Arranco haciendo otra cola eterna para la entrevista que van a hacerle a Claire Keegan. Se sienta y pide si le pueden traer un vaso de vidrio. Si hay una cosa molesta en el Museo de Louisiana es que el agua que venden viene en algo parecido a unos sachets de leche modernos que aseguran ser menos destructivos para el planeta, pero tienen una tapita a rosca igual que cualquier Villavicencio. Claire aclara que le recomendaron no tomar desde un cartón. La entrevistadora propone iniciar la charla hablando de su primer encuentro con la literatura, pero Keegan dice que ese encuentro no existió, que nació dentro de una familia de seis hermanos y en su infancia sólo había hectáreas de campo, pero que toda su vida estuvo interesada en las historias y en los caballos, no precisamente en convertirse en escritora.
De hecho, eso le parece un poco pretencioso. A ella le interesan las historias y el comportamiento humano. “Hace más de treinta años que enseño y no podría enseñarle nada a alguien que diga que ama escribir” dice, y explica que nunca fue una niña malcriada, por lo que no tiene que estar haciendo cosas que le gustan todo el tiempo. “Escribir no es algo fácil. Pero es algo muy lindo para probar hacer”. La conversación gira hacia los personajes y aclara que “la buena literatura es buenos modales”. Se pronuncia como una escritora de arcos, no de trama. La entrevistadora menciona una cita de Ali Smith -otra invitada al festival-, en donde la autora diferencia el cuento de una novela, pero Claire no cree en las fórmulas de otros y explica que si ponemos a diferentes autores dentro de un mismo cuarto, se comportan como animales. “Hay una víbora y un rinoceronte, y todas las formas son válidas pero completamente personales”. Confirma que prefiere la tensión antes que el drama, “y cualquiera que pase un fin de semana con una persona dramática podría estar de acuerdo con eso”. Dice que el lector de uno mismo es el que toma las decisiones a la hora de escribir. “Todos tenemos la posibilidad de escribir una historia y algo que me gusta mucho es que no sea algo exclusivo”.
Hace unos meses, Keegan se rompió las costillas al resbalar sobre el pasto húmedo, y durante todo ese tiempo que tuvo que pasar en reposo pensó que no creía posible que estar descansando en la cama pudiera ser tan interesante. Por eso, no cree tanto en el material sino en cómo miramos el mundo.
La próxima charla ya empezó y está desbordada. No hay lugar, la gente intenta escabullirse entre los pasillos laterales de la sala. Es el escritor argentino Hernán Díaz, reciente ganador de un Pulitzer con su última novela Fortuna. Una novela que es un laberinto de voces que se conectan contando el costado triste y extraño del dinero. En la entrevista que le hace Kim Skotte, Hernán cuenta que primero se interesó en poder escribir acerca de personajes con cantidades desmesuradas de dinero para encontrar lo que no estaba dicho ahí. Es así cómo afirma que la protagonista de su novela, es el centro de gravedad de Fortuna. “Las mujeres fueron borradas de la historia del dinero” sostiene Díaz.
Su novela empezó como una exploración dentro del universo del capitalismo y las finanzas, pero después de una ardua investigación pudo ver cómo las mujeres habían sido eliminadas de esa historia. Fue ahí cuando su escritura dio un giro. “No podía hablar de dinero sin contar esta desmarginalización”. Hernán menciona haber leído a Virginia Woolf, Jean Rhys, Elizabeth Hardwick, se proclama como un fanático de Joy Williams. La desmarginalización que menciona Díaz también está puesta en la voz de una inmigrante. El mismo Díaz se mudó a Suecia cuando tenía dos años. Más tarde, volvió a Argentina, donde empezó sus estudios en la Universidad de Letras de la UBA. Luego, continuó su carrera en Estados Unidos.
Cuando la charla terminó, me encontré con él para conversar unos minutos acerca de su obra. Díaz escribe en inglés, hace veinticuatro años que vive en Brooklyn. En otras entrevistas, lo escuché decir que lo que siente por el inglés es amor, que no hay otro motivo para responder por qué escribe en ese idioma, algo relacionado con lo que pensaba Borges. Ha realizado varios trabajos de traducciones de castellano al inglés, del inglés al castellano, del sueco al castellano. “Hace tiempo que no hago eso, pero para mí la traducción es una forma artística y siento un inmenso respeto. Ahora que mis libros son traducidos trato de no inmiscuirme, de ser sumamente respetuoso”.
Respecto a su traductor al español, Díaz cuenta que “hubo un acuerdo tácito de no hablarnos. No hostil, sino de respeto”. Su libro está compuesto por cuatro libros distintos. “Ser un escritor y estar en contra de la trama es como ser un pintor y estar en contra del amarillo” dice. Aclara que no le interesan las reglas en ese sentido, tampoco las jerarquías. “Todo es un poco más caótico para mí a la hora de escribir”. Actualmente, está trabajando en una nueva novela, completamente diferente a las dos que publicó. “Si tuviera un dogma sería ese: vistos en un conjunto, que los libros que escribí no parecieran ser escritos por la misma persona, esa es un poco la fantasía”.
Próxima estación: Claudia Durastanti, una escritora que no tenía en la lupa, pero siento como un hallazgo. La extranjera es una memoir que cuenta su vida como hija de inmigrantes italianos nacida en Brooklyn. Sus dos padres son mudos, sostienen un matrimonio tormentoso hasta que llega el divorcio. La narradora viaja a Italia con su madre y vuelve a sentirse una extranjera. Durastanti afirma haber sido influenciada por Vivian Gornick. Sostiene que no hay dignidad en la pobreza, y a partir de eso es cómo piensa el lenguaje. Cuenta que su madre, por ejemplo, amaba el horóscopo, y ella lo odiaba. Y por eso el libro está estructurado de esa forma, “porque el lenguaje del horóscopo es el más genérico del mundo y yo quería contar lo más específico del mundo, que es la experiencia entre mi mamá y yo, pero que algo de esa experiencia, se convirtiera en genérica, para todos”.
Es el turno de la estrella de este festival, un “reconocido y muy privado escritor japonés”. Así lo define Oates en una selfie que sube a Twitter capturando, de lejos, a Haruki Murakami. La foto es una especie de chiste que se animó a publicar a raíz de que, durante todo el festival, se remarca que está prohibido sacarle fotos. Esa es la condición que tiene este escritor prolífico, que no necesita demasiada introducción. Es difícil de entender la cantidad de gente que lee a Murakami. Las barrancas del parque están desbordadas, hay personas de todas las edades: mujeres grandes tiradas sobre el pasto, amigos tomando cerveza, familias con niños.
Te puede interesar: La infiltración de libros generados por IA preocupa a las librerías online
Murakami comienza parado en el centro del escenario, leyendo de una hoja en japonés. Dice, muy amablemente, que el museo de Louisiana es su museo favorito en el mundo, y le muestra al público la remera que se compró en la tienda: en el centro tiene la foto de un gato. Murakami dice que cuando no tiene ganas de escribir no escribe, por eso nunca experimentó un bloqueo. Cuando no quiere trabajar en sus libros, escribe sobre jazz o traduce. Y confiesa que no sueña. Menciona a un gran amigo de él, psicólogo, al cual le consultó esta preocupación. Su amigo murió sin poder darle una respuesta, así que eso sigue siendo para él un misterio.
Define la novela como un vehículo lento, ineficiente, y hoy en día todo tiene que ser tan rápido, que algo de que lo mantenga ahí, esperando quizás cuatro años en terminarse, es algo bueno, diferente. Se levanta todos los días a las cuatro de la mañana, excitado por esta pregunta que lo sostiene escribiendo: “¿qué pasará en lo que estoy escribiendo? ¿Y después?”
Al terminar su entrevista, los autores del festival ofrecen unos minutos para la firma de sus libros. En el caso de Murakami, la gente llega tres horas antes para hacer la cola, una serpiente que recorre todo el museo, desde la playa hasta la entrada. Hay otra fila que también intenta hacerse un lugar en el jardín y es para la charla que va haber entre Claire Keegan y Ian McEwan. A pesar de no poder competir con la de Murakami, es larga, la mitad de las personas quedan afuera. Varios autores y autoras del line up asisten a esta conversación.
Tengo cerca a Joyce Carol Oates, Ali Smith y Eva Menasse. Claire Keegan entra primero, vestida completamente de negro. Le siguen Ian McEwan y la entrevistadora, Gyrith Ravn. Un presentador cuenta que la persona que iba a entrevistarlos canceló y Gyrith Ravn va a reemplazarla. Ravn trabajó en el mundo editorial en Dinamarca hasta el 2022, cuando renunció. Desde entonces, escribe sobre literatura. Esta entrevista es su debut moderando en Louisiana. Les pregunta sobre la cercanía entre lo que escriben y su vida. Ian McEwan responde que su último libro, Lecciones, es el más pegado a la realidad. “Nunca quise tener un trabajo, y si no hubiera sido escritor seguramente hubiese vivido en los márgenes”.
El protagonista de Lecciones intenta ser poeta y fracasa, prueba dando clases de tenis y vuelve a fracasar. Keegan contesta que es cierto que el contexto histórico es lo más atado a la realidad con lo que trabaja, pero que a pesar de eso, ella no hace una investigación cuando escribe. Tampoco lee el diario y no tiene televisor en su casa. Dice que le gusta dejar que su imaginación trabaje sola, que apenas escucha la radio cuando va a visitar a su hermano. Sostiene que lo más fuerte que le pasó a Irlanda, país donde nació, fue el colapso de la iglesia católica. Cosas pequeñas como esas transcurre en los conventos que funcionaban como lavanderías en Irlanda, administrados por la Iglesia católica y el Estado, en los que miles de chicas fueron explotadas laboralmente, casi no recibían comida y sufrían abusos. Eran separadas de sus bebés, que terminaban dados en adopción sin consentimiento, o muertos, como también muchas de ellas. El libro está dedicado a estas víctimas. Más que el hecho histórico, a Keegan le interesa el tono de cada personalidad cuando se está dentro de un acontecimiento así.
Ravn menciona que ambos libros se vinculan, también, porque se tratan de secretos. McEwan aprovecha esa idea y cuenta algo que le pasó : hace unos años, su hermana lo llamó y le dijo que tenían un hermano. A partir de ahí, el aire en la sala se vuelve más íntimo, más cálido. “Al ser yo el novelista de la familia, me pareció prudente ser el primero en ir a conocerlo” continúa McEwan. En ese entonces, sus padres habían puesto un anuncio en el diario, el cual McEwan describe ahora como algo claramente escrito por su padre, quien era militar. “Podía notar sus huellas bien claras”. Su hermano fue adoptado por una familia que lo cuidó muy bien, pero su mamá nunca habló del tema, ni con él ni con nadie. Incluso en sus últimos años, ya con demencia, hubo cierta intención, pero no llegó a decirlo. “Hay muchas cosas en la vida que no se resuelven, y de eso se trata el libro”.
McEwan sostiene que lo no dicho es el poder de la trama, y que es increíble cómo podemos vivir toda una vida sin poder nombrar nuestros sentimientos. Keegan opina que, más que parte de la trama, a ella le parece que lo no dicho es parte del tono. Cuando se fue a estudiar a New Orleans, la sorprendió ver cómo todos allá hablaban de sus emociones y contaban lo que sentían. Eso a ella le pareció completamente inadecuado, aunque tierno. “Hay varios dichos populares en Irlanda que sostienen que digas lo que digas, no digas nada”. Keegan dice que hay que reconocer que necesitamos los secretos. “En mi familia había una especie de claustrofobia del silencio, que de alguna manera todos podíamos escuchar, generando una especie de coherencia ahí, en el silencio, que estaba tensionada por emociones que no se podían nombrar, pero sí se podían sentir, y se podían ver, y se podían oler… pero no podíamos decir nada, tampoco había palabras para hacerlo”.
Keegan confiesa que eso es igual de delicioso como aterrador, porque sin estos pactos no podría existir la tensión en nuestras historias. Deja claro que hay una línea oscura en todo esto, pero que es importante reconocer que para escribir, los necesitamos. Ambos escritores en el escenario están de acuerdo.
Ravn aprovecha para preguntarles acerca de la vergüenza, a lo que Keegan responde: “Supongo que viene de la culpa católica” dice, “y cómo supuestamente no podemos sentir placer en nada”. Ella define la vergüenza y los secretos como una ropa que llevamos puesta que es muy, muy pesada. Cuenta la vez que estaba sentada con su padre mirando la calle mientras él manejaba, y de un ómnibus vieron bajar a una pareja. El hombre y la mujer tendrían más o menos veinte años, caminaban agarrándose las manos. El padre de Keegan tenía un brazo apoyado sobre la ventana, fumando un cigarrillo. Señaló a la pareja y le dijo a su hija: ¿cómo no les da vergüenza?
“Esa es la diferencia entre Irlanda y Estados Unidos. Mostrar afecto era algo terrible donde yo me crié, y eso devino en abusos. En que, en algunos casos, el sexo se conviertiera en algo sucio en vez de una necesidad fisica o una demostración de afecto”. Keegan cierra esta idea con su humor infaltable: es interesante pensar por qué, en la literatura de su país, no existe la figura de un amante irlandés. McEwan interviene diciendo que los asuntos humanos son importantes. Y la mayoría de los problemas no son resueltos en la vida, solo en las películas y en los libros. Si le preguntamos a alguien mayor qué aprendió en su vida, al final, no aprendemos nada y aprendemos de todo, o al menos es algo muy difícil de poner en palabras.
Seguir leyendo