Tennessee Williams vuelve con sus personajes desesperados en una comedia de recuerdos

En una magnífica versión de Mauricio Kartun, “El Zoo de cristal” se presenta los martes en el Teatro Picadero, con las actuaciones de Ingrid Pelicori, Agustín Rittano, Martín Urbaneja y Malena Figo

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"El zoo de cristal" es una exploración, sumamente poética, de los contradictorios vínculos familiares  (Foto: Federico Sosa)
"El zoo de cristal" es una exploración, sumamente poética, de los contradictorios vínculos familiares (Foto: Federico Sosa)

Cuando murió aquel 25 de febrero de 1983 en la suite en la que vivía en el Hotel Elyseé –un elegante departamento de casi 100 metros cuadrados con todos los servicios a la habitación– en el Midtown Manhattan, en Nueva York, se informó que la causa del deceso del escritor Tennessee Williams había sido el atragantamiento con la tapa de un envase de gotas para los ojos. Hubiera servido como una metáfora: el autor de Un tranvía llamado deseo, La gata sobre el tejado de zinc y El zoo de cristal –entre otras grandes obras maestras de la dramaturgia– había querido ver mejor, sin embargo, ya había visto tanto y de esas visiones había surgido una obra que ya no era necesario ver más y, así, el destino había actuado.

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Pero no. Williams tenía 71 años, y esa noche como tantas otras noches y días había estado bebiendo y, sin poder dormir, recurrió a su frasco de barbitúricos y había tomado una, dos, tres, muchas pastillas y había comenzado un sueño del que ya no podría jamás volver. Otra metáfora. El hombre que había revestido de una poesía trágica a la vida y sus conflictos no requería para su propia muerte un embellecimiento artificial, y así había obrado el destino. En cualquier caso, Tennessee Williams había muerto. Había dejado toda una obra sobre la tierra.

Fragmento de la obra "El zoo de cristal", de Tennessee Williams (versión de Mauricio Kartun)

El zoo de cristal es una de esas piezas maestras. Actualmente, se la puede apreciar los lunes en el teatro Picadero, donde la actriz Ingrid Pelicori devora el escenario con una gran actuación en la que interpreta a Amanda Wingfield, una madre dominante del sur de los Estados Unidos, cuyo rol de arquitecta de la vida de sus hijos Tom (Agustín Rittano) y Laura (Malena Figó) los asfixia día a día, sin que ella se percate de los tentáculos opresivos de los que es dueña. Pero sus hijos sí. Amanda está obsesionada con que exista un pretendiente, un candidato, para su hija Laura, que sufre una timidez patológica y que es renga, ostensiblemente. Encomienda a Tom, que es poeta pero cuyo empleo es el de vendedor en una zapatería, que lleve a alguno de sus compañeros de trabajo a una cena para presentar a Laura. Tom accede. Su compañero de trabajo y antiguo compañero en la preparatoria Jim O’Connor (Martín Urbaneja) irá a cenar. Será un evento de revelaciones.

La puesta orbita en torno a la fuerza del personaje de Amanda en una versión del texto realizada por Mauricio Kartún y, de conjunto, se logra una muy buena representación de esta “comedia de recuerdos”, como definía Tennesse Williams a la pieza en sus notas a la dramaturgia. Al dar indicaciones sobre la escenografía, el autor dice más que unos señalamientos sobre el decorado. Sobre el departamento, dice que es uno de aquellos “que florecen como excrecencias en los centros urbanos de la clase media inferior y son un síntoma del impulso que empuja a ese sector de la sociedad norteamericana, el más grande y fundamentalmente esclavizado, a evitar la fluidez y la diferenciación y a existir y a funcionar como una entretejida masa de automatismo”. Y agrega: “en todos esos enormes edificios arden siempre los lentos e implacables fuegos de la desesperación humana”.

Es una obra de recuerdos, Tom -alter ego del autor- reconstruye su vida familiar en tiempos de crisis económica (Foto: Federico Sosa)
Es una obra de recuerdos, Tom -alter ego del autor- reconstruye su vida familiar en tiempos de crisis económica (Foto: Federico Sosa)

Y es así. Una desesperación de Amanda por un pasado que no fue y que la condujo, por amar a un hombre equivocado en lugar de un rico heredero del sur, a vivir al borde del colapso económico y con la amenaza de tener una hija solterona en casa. La desesperación de Tom de trabajar en una zapatería mientras sueña con otros espacios, otros mundos y anota en sus cuadernos retazos de poemas que quién sabe si alguien alguna vez leerá; mientras va al cine, es decir, los bares, y donde habla con extraños. La desesperación de Laura, cuya fragilidad le impide conducirse por el mundo o aparentar hacerlo, al menos, y que se refugia en sus cristales de animalitos, una colección, un zoo. Y hasta Jim, que era una promesa, pero no es nada. O es, a lo sumo, un empleado de zapatería, como Tom. Se trata de una gran obra, una de esas representaciones que hay que ver.

Quién fue Tennessee Williams

Tennessee Williams fue bautizado como Thomas Lanier, pero en la universidad sus compañeros le cambiaron el nombre definitivamente por Tennessee, debido al purísimo acento sureño de su voz. Decidido a hacer carrera con el oficio de escribir, se mudó a la Nueva York de los años cuarenta del siglo XX, en la que Broadway era el centro de la dramaturgia del mundo. A los 34 años, en 1944, estrenó El zoo de cristal, que le valió el reconocimiento del público y de la crítica. En 1948 presentó el consagratorio Un tranvía llamado deseo, que lo eleva a las cimas de la gloria. La tremenda versión fílmica dirigida por Elia Kazan y protagonizada por un debutante y hermosísimo Marlon Brando y una madura Vivian Leigh es un clásico de todos los tiempos. Williams fue nominado al Oscar por el guión del film.

Tennessee Williams (1911 - 1983) en una casa de Key West, Florida, poco antes de morir (Foto: Derek Hudson/Getty Images)
Tennessee Williams (1911 - 1983) en una casa de Key West, Florida, poco antes de morir (Foto: Derek Hudson/Getty Images)

Decía: “Todos mis personajes se inspiran en mí. No puedo crear un personaje que no lleve adentro”. Abiertamente gay, Tennessee Williams produciría una obra en la que la cuestión del peso de la homosexualidad mostraría una faceta producida por años más oscuros. A pesar de que tuvo una pareja estable que colaboraba con él como asistente, Frank Merlo, y cuyo fallecimiento en 1961 marcó el inicio de una depresión de la que, tal vez, jamás saldría; también ofrecía un cúmulo de personajes desdichados, incapaces de amar, destinados al sexo pasajero o urdido por el comercio. Incluso en El zoo de cristal se puede inferir que cuando Tom le dice a Amanda que ambos tienen secretos, que no están obligados a decirse el uno al otro y que cuando cuenta qué se la pasa en bares hablando con extraños en las barras, también esté hablando de su propia sexualidad.

La obra de Williams es uno de los ejes de la cultura norteamericana (y, por lo tanto, mundial) que nos dejó el siglo XX. En sus memorias decía: “Pero no es al acto de morir al que temo: es al olvido. Nadie se va a acordar, realmente, de ese Thomas Lanier Williams, borracho, un poco loco, algo escritor, que nació en la dura ciudad de Columbus, Mississippi, un 26 de marzo de 1911 y se autobautizó Tennessee”. Seguramente, nadie recuerda al tal Lanier. En cambio, la cultura vuelve una y otra vez a esos seres desesperados, parte de la condición humana, creados alguna vez y para siempre por Tennessee Williams.

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