Algo nuevo, algo viejo, algo prestado y algo azul

Libros sobre dialectos, lenguajes y virus, un reality show de repostería para reflexionar sobre el sentido de las palabras y una terraza percibida como territorio de intimidad, todo cabe en este listado

Luis Sagasti, autor de "Lenguas vivas"

Algo nuevo

Luis Sagasti, escritor bahiense, erudito, brillante, sensible, escribió y publicó hace poco un libro. Y poco son meses, a lo mejor. Son días. Qué sé yo. Es su último libro hasta ahora. Es nuevo, entonces, porque si le preguntaran él dirá, con precisión, sin suponer, que es su “nuevo”, no su “último” libro. Se llama Lenguas Vivas, en la tapa hay dibujos elementales de casitas que sacan humo por las chimeneas, un fuego encendido. Todo, menos el fuego, es celeste, blanco, gris. Frío.

Lenguas vivas cuenta historias de idiomas, de dialectos y lenguajes, de modos de nombrar y decir las cosas. Elige lo episódico para contar, lo arbitrario, lo circunstancial, porque (acierta) ese es el modo en el que cuenta la memoria. Nos enteramos de algunos hechos: en 2022 murió Cristina Calderón, la última hablante nativa que tuvo al yagán como lengua materna. Era, el yagán, la lengua más austral del mundo y hasta inicios del siglo xx, se hablaba en el área costera de la isla de Tierra del Fuego y en las islas y canales entre el canal de Beagle y el cabo de Hornos. Ahora, de eso, queda un recuerdo fragmentado, poco registro.

También dice Sagasti que no sabemos cuándo comienza un idioma, pero que, podemos saber dónde algunos quisieran que acabe: en la última edición del diccionario de la Real Academia. Es el único, dice, que no tiene ni tuvo nunca en sus páginas “faros apagados”: palabras inventadas que servían para proteger los derechos de autor de los diccionarios siempre más o menos parecidos. Si esos términos apócrifos aparecían en alguna edición, se podía suponer que todo lo demás también había sido copiado. ¿Habrán sido usadas sin más por alguien esas palabras-trampa? ¿Habrán muerto en su condición de anzuelo? Lo cierto es que el lenguaje, vivo, fuera de los diccionarios, arma sus propios recorridos.

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Habla el libro de esos caminos. De Wittgenstein, bisontes, de Nick Drake. Y al final, de lo personal, de lo propio, del último sonido de una voz, de la última palabra de esa lengua que se hunde en el agua plana de una pileta y que se acaba y que sigue, igual, reverberando. ¿Qué se va en lo que se va, nos hace pensar Sagasti, qué se queda vivo en la lengua?

William Burroughs y Allen Ginsberg, en un fotograma del documental "Crazy Wisdom - The Life & Times Of Chogyam Trungpa Rinpoche" (Foto: Crazy Wisdom/Kobal/Shutterstock)

Algo viejo

William Burroughs no escribió El Almuerzo Desnudo, su libro publicado en 1959 y que muchos consideran su obra más lograda, su libro capital. Lo que él hizo fue anotar, cortar, pegar, acumular papelitos. Jack Kerouac le ofreció el título, Allen Ginsberg ayudó a dar un órden. Las palabras se acomodaron así, así quedaron y ahora hay un artefacto que podría llamarse novela. William Burroughs propone leerlo como se nos dé la gana: empezando por el medio, de atrás hacia adelante. Dice que “El lenguaje es un virus”. Llegó del espacio exterior y, desde tiempos ancestrales, nos usa para hospedarse y vivir y crecer en nosotros. Hay un remedio, hay un modo de contrarrestar la invasión, aunque imperfecto: crear la propia voz, la propia lengua a través de, entre otras cosas, la escritura.

Desde 1959, El Almuerzo Desnudo está ahí y no deja nunca de moverse y mutar para engañar al virus. Burroughs lo ofrece como “el instante helado en el que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores”. ¿Y eso qué será? Imposible decidirse por una respuesta. No alcanza, para nombrar eso que vemos, ninguna palabra.

"¿Es pastel?", reality show de repostería (Foto: Patrick Wymore/ Netflix)

Algo prestado

Una vez, en la casa ajena en la que pasamos diez días de vacaciones, tuvimos a disposición las elecciones de otros. Desconocidos.

Estaban ahí sus perfiles de Netflix, el rastro de lo que habían visto, la lógica robótica de lo que podría gustarles. Ofrecido a nuestra curiosidad dispersa. Como Ricitos de Oro, teníamos esos platos redondos para probar. Creo que elegí el de Mamá Osa. Por suerte, había un montón de programas que yo no hubiera visto nunca. Mucho reality. Uno de ellos, el que puse, se llama: ¿Es pastel?, y junta a un grupo de cocineros que se dedican a armar tortas que parecen cosas. En el capítulo que vi: ropa, zapatillas, carteras. Los pasteles se mezclan después con objetos verdaderos y los participantes tienen que adivinar cuál es la cosa y cuál la torta. De ahí el nombre inequívoco: ¿Es pastel?.

Viéndolo, me acordé de los “faros apagados”. Esas palabras que no son en realidad palabras, pero parecen. Una variante algo más snob de este juego, menos entretenida, supongo, además, podría llamarse “¿Es palabra?”. No considero que haya nadie tan tonto como para hacerlo.

En todo caso, otro pensamiento: ¿Cuál es la palabra para nombrar lo que no llegamos a entender si es una cosa o es otra; si lo que vemos es cierto o se está imitando a sí mismo? Cuando algo no es del todo lo que parece, cuando no puedo asegurar ni decir con certeza, ahora adopté esa costumbre (temporaria, por supuesto. Supongo que durará unas semanas): digo “¡Es un pastel!”.

Toalla, terraza y cielo despejado (Foto: Santiago Craig)

Algo azul

Me gusta estar en la terraza del edificio en el que vivo. Es una terraza compartida sin nada más que un piso anaranjado, cuatro paredes blancas y dos sogas que la cruzan para que podamos poner a secar la ropa todos los vecinos. Además, ahí está el cielo. Limpio. Es probable que no haya un idioma en el mundo que no tenga una palabra para nombrar el cielo. Del cielo viene el virus marciano de Burroughs, de ahí baja hasta nosotros. Yo subo a la terraza y miro el cielo. Es un lugar íntimo la terraza. A veces ahí, mando audios largos y sentidos a gente que no veo hace mucho tiempo. A veces, me siento en el suelo, sin hacer nada, del lado del sol, a veces lloro un poco y me enjuago la cara en la pileta de azulejos amarillos, al costado de la puerta.

Voy a colgar y descolgar ropa. Esa es la excusa que me permite estar solo un rato. Noté hace poco que, no importa qué medias y repasadores y sábanas vaya sacando del balde para abrochar en las sogas de plástico, en algún momento, aparece siempre una toalla azul. ¿La misma? Me gusta pensar que sí. Desde que me propuse escribir estas columnas le presto más atención al azul. Y el azul aparece. En este caso, siempre, cada vez, en esta toalla recurrente.

Con el sol blanco y flaco encima, justo encima, me parece que esa toalla que cuelga recta podría ser también la superficie rugosa de una pileta cuando ya declina la temporada de chapuzones, cuando el verano se apaga y no tiene sentido que esté ahí para nadie. Me parece que podría ser agua la toalla azul. Una pileta en una quinta, al final de un libro y al lado de lo último que su hermano le dice a Luis Sagasti, antes de no volver a verse. ¿Es toalla o es agua? Es una palabra, la distancia entre lo que seca y abriga, lo que cuelga inerte y su opuesto. Lo que se estanca, pero también circula y cambia y nos recorre y permanece. Lo que se va y lo que se queda. Un virus, el agua, el cielo limpio, lenguas apagadas, lenguas vivas.

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