Una imagen se repite al principio y al final de la película El huevo de la serpiente (1977), del genial Ingmar Bergman: en blanco y negro, una muchedumbre es vista desde un picado perpendicular, y eso permite ver unos rostros hastiados. Mujeres y hombres con ropas oscuras yendo sin destino, balanceándose unos junto a los otros mientras caminan en un estado de resignación. Títulos. En esta oportunidad no importan los spoilers, igual se debe ver la película.
Comienza la acción. Una voz en off brinda las coordenadas temporales que marcarán al film: “La escena es en Berlín. La noche del sábado 3 de noviembre de 1923. Un paquete de cigarrillos cuesta 4 billones de marcos y casi todos han perdido la fe en el futuro y el presente”. Abel Rosenberg (David Carradine) es un acróbata estadounidense que vive en la capital de la República de Weimar luego de haber llegado junto a su hermano Max, casado con Manuela (Liv Ullman). Los tres son parte de la troupe de un circo hasta que por una lesión en la muñeca de Max, deben alejarse. Manuela trabaja en un cabaret como bailarina y cantante. Abel ronda por la ciudad en busca de licores. La noche aludida en las primeras palabras de la narración en off, encuentra a su hermano muerto: cometió suicidio. Busca a Manuela en el cabaret. Entre los papeles de Max leen, repetida, la palabra “envenenamiento”. Luego, Abel sigue de ronda de alcoholes por la noche. Es judío. Se encuentra con uno de esos grupos de hombres con palos que buscan judíos para apalear, y escapa.
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El clima del film es oscuro. Oscura es la ciudad, los empedrados de las calles, las paredes grises, incluso en el cabaret. La policía llama a Abel, luego de que él reportase el suicidio de su hermano. El inspector Bauer lo hace desfilar por la morgue. Hay una serie de cadáveres, todos asesinados. El inspector lo retiene. Lo lleva a su oficina. Es un sospechoso.
“Todos tienen miedo y yo también. El miedo no me deja dormir. Nada funciona bien, excepto el miedo”, dice el inspector Bauer. Antes enumera la crisis económica, el hartazgo, el golpe que prepara un tal Adolf Hitler junto a “unos uniformados y unos locos”. Abel deduce que es sospechoso por ser judío. Intenta huir, es golpeado por la policía. Bauer, después, lo deja ir.
El cabaret tiene una función. Es un rastro de aquel momento de auge, cuando fue el símbolo de la libertad y el libertinaje voluptuoso que sucedió tras la caída del Kaiser y que devino en la instalación de la República de Weimar. Pero más aún: la República Soviética de Baviera, iniciada en noviembre de 1918 y de cortas semanas de duración del gobierno de consejos obreros. Ese momento esplendoroso había declinado cuando el mismo gobierno socialdemócrata central que había sucedido al Kaiser, asesinó a los líderes espartaquistas Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, en enero de 1919. La crisis capitalista posterior a la derrota en la Gran Guerra profundizaría todos los males. Volvamos al film.
El cabaret tiene una función, una de esas noches de noviembre de 1923. El brillo de los maquillajes tanto en mujeres como en hombres es deslucido. Sin embargo, la música resuena. Un grupo de asalto compuesto por hombres de negro, ingresa a los golpes y desaloja el escenario. Recitan frases antisemitas. Buscan al dueño judío del cabaret. Le rompen las narices golpeando su cabeza contra una mesa. Nadie hace nada alrededor.
Con Manuela, Abel consigue trabajo en la clínica St. Anna. Él en el archivo, ella en la lavandería. Hay papeles secretos, le dicen a Abel. Experimentos con humanos dirigidos por el doctor Vergerus, le dicen. Abel Rosenberg denuncia al inspector Bauer estos acontecimientos.
Luego vuelve al centro, al alcohol, a una noche de lujuria con los dólares estadounidenses que le quedan, que valen billones de marcos. Regresa a la clínica, busca el lugar de los experimentos, ahí está el doctor Vergerus. El científico le muestra filmaciones del sometimiento a pruebas voluntarias de hombres y mujeres a cambio de un poco de dinero y un plato de comida. Son de una crueldad inhumana. Culminan en la muerte, la locura o el crimen. El doctor Vergerus sabe que la policía lo buscará, tiene preparada una cápsula de cianuro. Muestra a Abel la filmación de esos hombres y mujeres, balanceándose en la resignación de la primera imagen del film.
“Son incapaces de hacer una revolución –dice–. Están temerosos, derrotados, humillados. Pero dentro de diez años, sus hijos de quince años tendrán veinticinco. Entonces habrá una revolución y nuestro mundo se hundirá en sangre y fuego”. Vergerus anuncia que el putsch de Hitler fracasará. “Pero sólo en diez años será distinto”, le dice a Abel. “Cualquiera puede ver el futuro, es como un huevo de serpiente. A través de la fina membrana se puede distinguir un reptil ya formado”. La policía golpea las puertas de la clínica. Vergerus toma la pastilla de cianuro. Abel despierta después de dos días. Le ofrecen llevarlo al circo, su dueño le ha ofrecido trabajo. Abel acepta. El inspector Bauer dice al pasar: “El golpe de Hitler fracasó. No previó la fuerza de la democracia alemana”. El pavor nutre la mirada de Abel, que recuerda las palabras de Vergerus.
Mientras una guardia policial lo acompaña a la estación de tren, Abel se escabulle, cuenta la voz en off del principio. Cuenta que nunca nadie supo nada más de él.
¿Por qué ver o volver a ver El huevo de la serpiente en la Argentina de agosto de 2023? A veces una obra cinematográfica ayuda a concebir las categorías que corresponden a una etapa de nuestra actualidad. Por cierto, el candidato a presidente vencedor en las PASO de este mes es un fascista. Pero no basta con eso para aseverar que la nación puede encuentrarse al borde del fascismo. No basta una sociedad hastiada para que una parte de ella sea ganada al fascismo. Hace falta una derrota histórica y política de la clase trabajadora para que eso suceda. Por eso importa la fecha en la que transcurre el film: noviembre de 1923. Sólo una década después subiría al poder el nazismo. ¿Es un riesgo el fascismo hoy? No. ¿Debemos entonces estar tranquilos? De ninguna manera. Hay un huevo de la serpiente. Se puede ver a través de su fina membrana.
¿Qué es una derrota histórica de la clase obrera? Lo que sucedió en Alemania en 1933. Quisiera recomendarles un texto autobiográfico escrito en 1941 por Jan Valtin (seudónimo de Richard Krebs), un militante comunista de la Comintern, es decir, un “revolucionario profesional”, un organizador internacional de los trabajadores marítimos que respondía directamente a las órdenes de Moscú –no era un militante más del partido comunista alemán–. El texto fue definido por Franklin Delano Roosevelt como: “El mejor libro que he leído sobre el siglo XX”. H.G. Wells dijo: “Un libro apasionante, auténtico y sin concesiones”.
Es el relato de impresionantes acciones, narradas con un ritmo estremecedor y que tenían el fin de organizar a los trabajadores para lograr su independencia política y propiciar una salida liderada por esa clase social. Muestra, también, el devenir de los dictados de la URSS al ritmo del ascenso de Stalin que alejan esa posibilidad, para suplantarla por los propios intereses de la capa burocrática que gobernaba en el Kremlin. Pese a la crisis que se agravaba en la república de Weimar, el ascenso del fascismo era obturado por los poderosos partidos socialdemócrata y comunista, que agrupaban a vastos sectores de los sectores laboriosos. Pero el huevo ya había madurado y la serpiente estaba por nacer. En las calles, los paramilitares de las SA hitleristas enfrentaban manifestaciones obreras, atacaban negocios judíos y realizaban intentos de pogroms. Eran grupos formados por sectores desclasados, lúmpenes, abandonados y sólo iluminados por el mesianismo de su líder.
El Comintern, al que Jan Valtin respondía, había dictado la política de clase contra clase. En Alemania, los comunistas denominaban a los socialistas como “socialfascistas”. Los trabajadores se enfrentaban a los trabajadores mientras los nazis los apaleaban por separado y su Führer ganaba adeptos. León Trotski, exiliado por Stalin en Turquía, abogaba por la necesidad del frente único entre comunistas y socialistas para derrotar a los fascistas. No le hicieron caso. Stalin dictó que el partido comunista debía ir solo a las elecciones y denunciar a los socialdemócratas y los fascistas que serían “aliados”. Si se hubieran unido, habrían derrotado a Hitler. Al subir al poder, éste destruyó los sindicatos, y las fuerzas paramilitares se volvieron oficiales. Comunistas y socialdemócratas fueron enviados a los primeros campos de concentración. Así hubo, y así lo cuenta vívidamente Valtin, una derrota histórica de la clase obrera.
La crisis se agrava en la Argentina. Siempre conviene percibir bien cada movimiento para poder caracterizar las situaciones atravesadas y las próximas por atravesar. Hay que estar alertas. Hay que organizarse. Hay que afinar los objetivos. Y siempre viene bien ver a Bergman y retomar un libro un tanto olvidado.
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