“Il trovatore es un drama, una fantasía, una creación artística de Verdi; o es eso o no es arte”.
Andrea Della Corte, musicólogo italiano.
El arte –el de todos los tiempos y en todas sus manifestaciones- está plagado de convenciones. Y hasta podría llegar a afirmarse que sin ellas, no sería tal. En el campo de la música, la ópera es, tal vez, el género en el que de modo más evidente han quedado expuestas esas convenciones. Al punto que su plena aceptación –o incluso su total puesta entre paréntesis-, termina siendo la condición indispensable para que el público logre “entrar” en ella y pueda disfrutarla con total plenitud. Entre los fanáticos del melodrama incluso –una cofradía fundamentalista como pocas- solo puede explicarse el hecho de que alguien pueda no gustar de la ópera por el hecho de no poder franquear aquella barrera de las convenciones y, de ese modo, fraguar la indispensable complicidad que el género impone, incluyendo los innumerables –e indispensables- rituales y prácticas que con el paso del tiempo han contribuido a dar forma al hecho operístico propiamente dicho.
Más allá de las innegables condiciones musicales que en su dilatada vida creativa, Giuseppe Verdi (1813-1901) supo demostrar, lo que sin duda lo identifica es el diestro manejo que con el tiempo fue logrando de las convenciones propias del melodrama italiano del 800. Es bien conocida la permanente insatisfacción y las idas y vueltas sufridas por Verdi con varios de sus libretistas, a excepción de Arrigo Boito, con quien produjo sus milagrosas últimas creaciones cuando había superado ya los setenta años de vida.
Sin embargo, Verdi fue siempre plenamente consciente de que, por fin, las deficiencias, insolvencias y hasta por momentos inviabilidad de muchas de las escenas de los dramas que musicalizó, terminarían licuándose con aquello que, justamente, una de las convenciones centrales del género lírico exige: que el canto sea el protagonista excluyente en la búsqueda de la eficacia teatral que los amantes del género esperan encontrar, una y otra vez, en cada una de las representaciones a las que asisten.
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Un caso emblemático
El caso de Il trovatore –por estos días en escena en el Teatro Colón con un elenco impecable de intérpretes integrado por la gran soprano rusa Anna Netrebko, sus compatriotas Yusif Eyvazof, Oleysa Petrova y nuestros excelentes Fabián Veloz y Fernando Radó- es, en varios sentidos, un ejemplo emblemático. Lo es, por un lado, de aquel cumplimiento casi irrestricto de las convenciones pero, a su vez y fundamentalmente, de la maestría indiscutible de Verdi para lograrlo. No por nada este título se ubica en el número 23 entre los cien más representados, y algunos de sus pasajes forman parte del acervo auditivo del gran público de varias generaciones.
En efecto, el gran divulgador de la música, Paul Henry Lang, afirmó respecto de esta ópera: “Il trovatore posee un libreto que es casi imposible de aceptar, es una mezcla en la que del principio al fin se ofrecen los más dudosos elementos en forma de trama y acción. Luego se levanta el telón y ocurre un milagro: lo que parece absurdo o antinatural cuando se lee se convierte en ardiente pasión humana cuando se canta. Este libreto, configurado a partir de una novela barata, acarrea todos los ingredientes de la gran ópera romántica: duelo, suicidio, venganza gitana, una monja a punto de profesar raptada por su amante, una fortaleza asediada y un profuso surtido de escenas sangrientas. (…) Sin embargo, todo esto carece de importancia, pues la música hace que todo sea verosímil. Verdi conocía mejor que nadie el poder de la música de convertir un lúgubre melodrama en nobles sentimientos humanos…” (La experiencia de la ópera, p.102).
Estrenada en el Teatro Apollo de Roma el 19 de enero de 1853, Il trovatore integra, junto con Rigoletto y La Traviata –más logradas teatralmente-, la popular trilogía del segundo período creativo del compositor conocido como seconda maniera. Junto con los componentes dramáticos indispensables de la época –incluido el exotismo por lo hispánico, tan propio del romanticismo y al que Verdi recurrió en varias oportunidades-, desde lo musical la ópera tiene todo lo que tiene que tener: arias, dúos, tríos, escenas de conjunto y desde luego, los infaltables coros verdianos, una lista de exigencias a la que debe responder un elenco de cinco cantantes de primerísima línea sobre quienes, además, pesa la larga tradición de luminarias que sellaron con su impronta interpretaciones hoy legendarias.
Pero junto con las convenciones que ratifican su inscripción como un clásico del género –algo que además Verdi logró desde el momento mismo de su estreno-, resulta imposible no “leer” también Il trovatore –mucho más que sus “hermanas” de la trilogía incluso- en clave histórica. En efecto, su creación se da a caballo entre la primera y la segunda guerra de Independencia de Italia en el marco de la invasión de la península por parte del ejército austro-húngaro, proceso en el que Verdi –se sabe- se comprometió activamente. Tal como había ocurrido con Nabucco en 1842, resultaba imposible que los italianos, que se sentían sojuzgados por la invasión extranjera, no encontraran en algunos pasajes de esta ópera, verdaderas alusiones directas al clima de época, además de combustible para insuflar el espíritu patriótico indispensable para expandir la revuelta que terminaría con la Unificación final de Italia en 1866.
Tal vez quien de modo más acertado “leyó” y recreó ese vaso comunicante entre esta creación operística y su época fue el gran cineasta Luchino Visconti en Senso, película estrenada en 1954, hoy también ella un clásico. Luego de revisar la vasta obra del compositor, Visconti eligió a modo de obertura de Senso, Il trovatore y, en particular, la escena en la que Manrico renuncia a Leonora y acude en auxilio de su madre, la gitana Azucena, a la que el conde de Luna va a ejecutar. Lista la hoguera y avanzando hacia el proscenio, Manrico canta “Di quella pira…”, un aria de bravura y tal vez el segmento más electrizante y popular de la ópera. Sobre el final de la misma, el coro llama a las armas y este clamor encuentra eco en la sala de la Fenice, cuando una joven lanza un ramo de flores tricolores contra un oficial austríaco al grito de “Fuera de Venecia los extranjeros!”, habilitando que una lluvia de panfletos tricolores revolucionarios caiga sobre los soldados invasores presentes en la sala.
También emblema de una pasión
Más allá de las convenciones relativas al género y de las lecturas contexualizadoras a las que siempre puede someterse toda creación artística –perspectivas cognitivas que debieran contribuir a acrecentar el disfrute de cualquier manifestación estética-, Il trovatore es uno de esos títulos en los que se pone en juego, también de modo emblemático, otro aspecto, mucho más inasible e inexplicable, pero igualmente consustancial a la ópera en cuanto experiencia sensible.
Se trata de aquello que José Luis, un apasionado de la ópera, resumió en el testimonio recogido por el sociólogo Claudio Benzecry para su investigación etnográfica en torno a la pasión por la ópera: “¿Por qué ustedes los sociólogos siempre preguntan si vamos a la ópera para que nos vean, para conocer gente, para ver amigos, para alcanzar un estatus profesional más alto y nunca se les ocurre preguntarme si voy a la ópera porque me gusta o, simplemente, porque la amo?” (Los fanáticos de la ópera. Etnografía de una obsesión, p. 281).
¿Será un poco de todo esto lo que hace que se salga de una función de Il trovatore -como la de estos días en el Colón-, de un modo tan diferente a como se ingresó a ella? Una vez más: ya sabemos que una mirada sociocultural, en todo caso, contribuye solo en parte a la respuesta.
* Sociólogo (UBA) especializado en temas culturales. Doctorando en Ciencias Humanas (UNSAM).
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