El guardián del castillo: sobre la responsabilidad de los lectores

Infobae Cultura reproduce el discurso inaugural del 28° Foro Internacional del Libro y la Lectura que se realiza en Resistencia, Chaco. “Un lector es un compositor del libro”, afirma la escritora argentina

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Betina González en el 28° Foro Internacional del Libro y la Lectura, en Resistencia, Chaco (Foto: prensa Fundación Mempo Giardinelli)
Betina González en el 28° Foro Internacional del Libro y la Lectura, en Resistencia, Chaco (Foto: prensa Fundación Mempo Giardinelli)

A mis alumnos de la Universidad de Buenos Aires, en especial a Valentina, Jorge y Malena

Crecí en una casa sin biblioteca, en el barrio de Villa Ballester, en el conurbano bonaerense. Fue la primera casa de ladrillos que conoció mi papá, que se crió en un rancho de madera, en el que tenía una pieza sin ventanas. En la casa de mi infancia había apenas una decena de libros de autores como Dostojevski, Chekov, Shakespeare, Quevedo, Cervantes. Estaban encuadernados en cuero e impresos en papel Biblia. Mi papá los había comprado con mucho esfuerzo, en cuotas; no sé si tuvo tiempo de leerlos en su totalidad. Ocupaban un estante cualquiera del comedor y nosotros —sus seis hijos— más que leerlos los manoseábamos, igual que a su colección de discos de vinilo. Los libros, entonces, para mí fueron siempre objetos preciados y preciosos.

Por mucho tiempo lamenté la falta de una biblioteca familiar, sobre todo al conocer las casas de amigos que sí las tenían. Tardé en darme cuenta de que eso fue una gran ventaja: sin nadie que distinguiera por mí, que me impusiera su idea de lo bueno y lo malo, lo alto o lo bajo, leí siempre sin filtro y cualquier cosa que mi curiosidad o la oportunidad me pusiera entre manos: desde Corin Tellado hasta El Lazarillo de Tormes, desde revistas como el Tony, Selecciones y Humor hasta Borges, Alfonsina Storni y Conan Doyle. Así leo todavía: evitando los prejuicios eruditos y atendiendo a lo que el texto tiene para dar.

En una casa sin libros, mis primeras lecturas fueron cuentos de hadas e historias de santos. Los primero se los debo a mi mamá, que nos contaba leyendas maravillosas de su pueblo en Sicilia y se ocupó de comprarnos libros que se les parecieran. Yo los fui heredando sin tapas o pintarrajeados por mis dos hermanas mayores hasta que empecé a elegirlos en las librerías. Las historias de santos las traía a casa en préstamo de la pequeña biblioteca de mi colegio. Leía la sirenita de Andersen del mismo modo que la biografía de San Francisco de Asís —que hablaba con los lobos— y los actos de flagelación de los pastorcitos de Fátima no me parecían más terribles que la bruja que intentaba comerse a un niño o la joven a la que le cortaban los pies porque unos zapatos malditos la obligaban a bailar sin parar. En casa también había un diccionario Oriente muy bueno en el que mis hermanas y yo leímos fascinadas nuestras primeras versiones de los mitos griegos. Esas lecturas pronto se transformaron en juegos. Así fuimos por turno: dioses y diosas del Olimpo, huérfanos que escapaban de familiares malvados y creaban su propia y anárquica vida (este era el juego favorito), santas con altarcito privado en el jardín que prometían ser buenas y se clavaban cardos en las manos esperando que algún dios les hablara.

Si alguien está pensando que jugar a las princesas o las hadas es sumamente patriarcal, les digo que ser una de las tres jóvenes que se escapa de la torre en la que su padre la encerró para que no se casara —un relato de Washington Irving— fue para mí el más temprano ensayo de libertad y rebeldía, la prueba de que mi vida podía ser la que yo quisiera y no la que dictaba mi realidad de todos los días. Y si alguien piensa que jugar a ser santas martirizadas por su fe es el resultado de lecturas morbosas que no deberían estar en manos de las niñas, les digo estas palabras de Silvina Ocampo: “Los niños saben lo que la censura, a veces, no quiere saber, que la realidad de un libro es diferente de la realidad de la vida. No los escandaliza que las mujeres no tengan cara o tengan caras violetas o verdes, que el estómago de un perro sea un jardín. [Los lectores] somos semejantes a esos niños [pero] la moda y el tiempo ciegan el juicio de los hombres”. No voy a poder hablar hoy de esto —del tema de los libros prohibidos o censurados, un mal de época que debería preocuparnos más por todo lo que nos dicen de los gobiernos que los ejecutan y de los lectores que los demandan—. Por ahora hago mías estas palabras de Silvina.

George Steiner en el Festival Internacional del Libro en Edimburgo, Escocia (Foto: Colin McPherson/Corbis via Getty Images)
George Steiner en el Festival Internacional del Libro en Edimburgo, Escocia (Foto: Colin McPherson/Corbis via Getty Images)

Cuándo me preguntan qué es ser una lectora, pienso en esos juegos de mi infancia —juegos que surgieron de los libros— y afirmo que un lector es, antes que nada, alguien tan serio como un niño soñador. La frase es de Bachelard y no me canso de citarla. Uso sueño o soñador en un sentido muy profundo. Un sentido que no tiene nada que ver con la lectura como entretenimiento ni como evasión. Estoy hablando de otra cosa: de entregar tu corazón a un libro, de creer que hay otra realidad posible y ser capaz de completarla y hacerla tuya en tu imaginación, en tu juego de todos los días. Ser un lector es devolver el libro al mundo, hacerlo parte de tu realidad.

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Es por eso que George Steiner distingue al lector del crítico. De hecho, los considera como figuras opuestas. Mientras el crítico toma distancia de la obra, a la que evalúa como un objeto, la lectora está inmersa en ella. Su experiencia del texto es intransferible. La labor del crítico es evaluar —de forma arbitraria y provisoria, nunca objetivamente—y clasificar. El crítico produce discurso, un discurso parasitario de la obra, que depende de ella pero que en última instancia la traiciona. La crítica siempre tiene ambiciones de ser más importante que la obra que la generó, a la que a veces incluso termina despreciando.

El objetivo último de la crítica es desmenuzar y devorar la obra hasta hacerla desaparecer, dice Steiner, que escribió esto en 1984 y anunciaba ya esa automatización desorbitada de la crítica en nuestras academias, lugares en los que todos juzgan y clasifican, pero pocos leen.

La lectura, en el otro extremo, no produce ningún discurso, no necesita ser comentada, de hecho, no puede comunicarse: la lectura se hace. Y esto es así porque para el lector el libro no es nunca un objeto que está ahí afuera, no es una serie de datos a analizar —como sí lo es para el crítico—. Leemos como si estuviéramos frente a una presencia, una presencia real, tangible, llena de fuerza y vida, una otredad que nos atraviesa. Por eso la lectura es una experiencia y como tal es irreductible al análisis y al juicio. Para un lector, la obra siempre contiene un exceso de sentido, algo que no se puede poner en palabras. Miren de qué hermosa manera lo dice Steiner:

“El objeto de arte no es un objeto en ningún sentido normal porque proviene de un misterio penetrado por lo exterior y extraño, del daimon que se precipita en el vacío momentáneo de la razón y la identidad de lo humano. La poiesis, las invenciones del poeta, del cantor, son imperativos desde fuera. Los productos del arte verdadero contienen los vestigios de vida de la intrusión trascendente.”

El Foro Internacional del Libro y la Lectura se realiza en Resistencia, Chaco (Foto: prensa Fundación Mempo Giardinelli)
El Foro Internacional del Libro y la Lectura se realiza en Resistencia, Chaco (Foto: prensa Fundación Mempo Giardinelli)

Qué poco actual parece esta mirada, sin embargo. Hoy, que estamos abrumados por una cantidad enorme de libros que no producen esta experiencia, libros que en las mesas de novedades sepultan a la literatura, cualquier mirada como la de Steiner es tildada de anacrónica.

Bien, a mí me parece que toda escritora tiene el deber de ser anacrónica, de no escribir para el tiempo perecedero y vil de su propia época, de mirar con atención el pasado. Miren qué anacrónica seré yo que creo que la tarea de escribir tiene que ver con la ignorancia, con no saber y sin embargo insistir, con el acto de interpelar y ser interpelada.

Escribir se parece a estar a la intemperie, en la noche y golpear las puertas de un castillo cerrado esperando que de adentro surja una respuesta —aunque sea un rostro en la ventana— una respuesta que los autores tenemos la responsabilidad de compartir con quien lee porque solo así habrá de completarse, de ser una cosa viva. Podemos llamar belleza a esa respuesta, a ese rostro en la ventana. Lo bueno de la belleza, como bien dice Steiner, es que ni siquiera la crítica puede definirla de una vez y para siempre. Es tan elusiva, tan cambiante e inasible que cada generación de escritores verá un rostro diferente en la ventana de ese castillo, un rostro que terminará de delinearse gracias a los lectores.

Primeras definiciones, entonces: un lector no es un crítico, es alguien tan serio, tan abierto a la otredad y tan inteligente como un niño soñador. Igual que los niños, los verdaderos lectores sabemos muy bien cuándo nos están dando algo que no tiene valor, igual que los niños odiamos las moralejas y no nos dejamos engañar por las entronizaciones que producen el mercado, la moda y la agenda política; sabemos muy bien cuándo nos están estafando con un libro en el que no hay experiencia de interpelación, esos libros en los que falta el corazón porque quien lo ha escrito no se ha abierto a eso que no viene de su mente sino de un afuera brumoso, un afuera inteligible solo gracias a la interpelación poética.

Ser un lector hoy más que nunca es hacerse cargo del misterio, guardarlo, defenderlo y dejar que ilumine nuestro juego de todos los días. La responsabilidad del lector tiene que ver con un saber que no puede ser dicho y que, sin embargo o más bien, justamente por eso, nos da armas para la vida. Un lector, entonces, también es un guardián de ese castillo que la obra ha abierto a su mirada.

Leer es dejarse habitar por la extrañeza, por ese exceso de significado que planteaba Steiner, por la dificultad. Es de hecho abrazar y amar la dificultad porque no de otra cosa está hecha la vida. Leer es aceptar lo mucho o lo poco que esa obra que tengo entre manos ha logrado acercarse a las preguntas fundamentales de la existencia humana, cuánto pudo contar de esa maravilla que llamamos mundo y, además, con ese instrumento tan tosco, tan vapuleado que es la lengua que usamos todos los días y que, sin embargo, en esa obra en particular, alcanza destellos de significación imprevistos. Leer es lo contrario de explicar. Es dejarse atravesar, entregarse, como en un sueño, a una lógica que no pide ser traducida sino aceptada. Leer es entrar en el sueño de otro como quien entra en un lenguaje nuevo y, de repente, lo entiende. Entonces, un lector es un soñador de un sueño ajeno que, de repente, se descubre autor del mismo.

Retrato original de Oscar Wilde, 1856-1900 (Foto: Napoleon Sarony/Bettmann/Getty Images)
Retrato original de Oscar Wilde, 1856-1900 (Foto: Napoleon Sarony/Bettmann/Getty Images)

La lectura es un acto íntimo y comprometido, una experiencia casi del orden de lo sobrenatural. Por algo Pessoa decía que leer es lo más parecido a una sesión espiritista: nos comunicamos con los muertos, sí, pero también con algo más, que trasciende las ideas y los sentimientos de ese ser material que fue la autora del libro que tenemos en las manos. Ese “algo más” estaba ya en nosotros, solo que no lo sabíamos: ese libro en particular lo ha despertado a nuestra consciencia. También en este sentido la lectura se parece a un sueño o a un trance compartido.

Oscar Wilde lo dice de forma muy sencilla: un libro nos inicia en emociones que no son nuestras pero que a la vez estaban ya en nosotros, un libro nos inicia “en emociones que hubiéramos podido ignorar por siempre”. Nótese que Wilde habla de emoción y no información. La información circula hoy por muchos canales. El tipo de emoción, el tipo de encuentro que produce la lectura, no.

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Wilde no está hablando de aprender cosas de los libros, algo que por supuesto, también puede ocurrir. Habla de otra cosa. Si yo tuviera que explicar la emoción que se abrió paso en mí cuando leí “El cumpleaños de la infanta” seguramente fracasaría. Es incomunicable. Sé que en el instante en el que el enano se ve al espejo y descubre su “fealdad” me fue dado experimentar, a los once años y, mucho antes de que la vida me lo mostrara en experiencias propias, lo que es la piedad, la compasión y la bronca ante la injusticia del mundo que hemos creado los humanos. Y todavía siento que estas palabras no logran dar cuenta de mi experiencia de lectura, de ese confuso movimiento del corazón que me ocurrió al leer ese relato hace cuarenta años —ese cuento de Wilde hoy seguramente sería cancelable porque trae una princesa y un enano, pero a no preocuparse que Hollywood ya nos está preparando una Blancanieves sin enanitos, reemplazados por siete personas de todos los tamaños y colores para que los Nibelungos del Rin y otras criaturas fantásticas no se sientan discriminados.

Leer es poner el corazón. Claro que no todos los libros se merecen esa entrega. Hay libros que ni siquiera nos la piden. Son la mayor parte de lo que se publica hoy. Cuando en 2006 gané un premio con mi primera novela me sorprendió que algunos periodistas me felicitaran en las entrevistas por haber escrito “una novela literaria”. Para mí eso era una tautología. Ignoraba que hubiera novelas que no fueran literarias, es decir, yo las habría llamado simplemente malas novelas. Pero esa etiqueta no vende libros, claro. Luego me di cuenta de que la categoría “novela comercial” era un recurso como cualquier otro para tratar de organizar el exceso de publicaciones que viene marcando al siglo XXI. Todavía nos faltaría una etiqueta más que distinga a esos libros que no son ni comerciales ni literarios, que se camuflan de “literarios” pero tampoco lo son. Claro que siempre existieron —basta leer a Wilde o el Borges de Bioy para ver que ya otros se sintieron abrumados por esa inflación de publicación. Por eso al mirar épocas pasadas aprendemos a ser pacientes. También a ser prudentes, sobre todo cuando escuchamos a quienes anuncian el fin del libro, y la llegada de los libros escritos por inteligencias artificiales. Quienes creen que los escritores de literatura serán reemplazados por chat GPT son los mismos que creen que escribir se limita a poseer cierta destreza, a un cierto manejo de las estructuras de la narración (eso, es decir, el manejo mínimo de la lengua, que es el punto de partida para una escritora, para muchos es solo el punto de llegada).

Son los mismos que creen que escribir es algo que atañe solo al yo, que escribir es “expresarse”.

Imagen del panel de inauguración del 28° Foro Internacional del Libro y la Lectura, en Resistencia, Chaco (Foto: prensa Mempo Giardinelli)
Imagen del panel de inauguración del 28° Foro Internacional del Libro y la Lectura, en Resistencia, Chaco (Foto: prensa Mempo Giardinelli)

Como vimos recién, escribir atañe a un afuera, un afuera que la máquina nunca podría interpelar, no sabría siquiera cómo. Para un software no existe ese afuera, no en el sentido en que existe para una escritora, no en el sentido de accidente, de imprevisto, de contingencia y de hallazgo. El afuera de la escritora está compuesto por muchas cosas: la frase que acabás de oír en la calle, lo que leíste hace quince años y afloró mágicamente gracias a una metáfora que usaste, las voces en tu interior que no son tuyas, los sueños lúcidos en los que te comunicás con lo que te excede o no sabías que vivía en tu interior, la experiencia siempre nueva de la emoción —porque nunca es el mismo amor, la misma felicidad, la misma ansiedad lo que sentimos—.

En este sentido, la máquina es puro adentro: solo puede imitar aquello con lo que se la ha alimentado, su afuera somos nosotros mismos, lo que ya hemos hecho, los textos ya escritos regurgitados al infinito, en todo caso, su afuera se limita a un prompt o una serie de inputs que actúan de divergencia pero que no se parecen en nada al accidente, al asalto y al desmoronamiento último de todas certezas que le ocurren a alguien que escribe abierta al lenguaje. Porque se escribe en estado de aventura, de interpelación permanente. Y así también se lee.

Me siento un poco tonta explicando estas cosas pero vivimos en una época que requiere volver a explicar lo obvio. Empiezo enunciando una sospecha: quienes anuncian el fin de los libros en manos de la inteligencia artificiales no son lectores —al menos no de literatura—, no han sido atravesados jamás por esa experiencia incomunicable. Si leen, seguramente leen otra cosa: esas “novelas comerciales” con fórmulas que se repiten una y otra vez, esos libros que en inglés se llaman all plot y que no producen el tipo de experiencia incomunicable que sí produce la literatura. Esos libros —que muy fácilmente se transforman en guiones para Netflix— quizás sean reemplazados o trabajados junto a Chat GPT, al igual que los de divulgación. Por supuesto estas tecnologías plantean otra cuestiones, como el manejo de la información, las fuentes y los derechos de propiedad; son problemas que exceden esta charla, pero ¿no es notable que los primeros en anunciar este apocalipsis sean los guionistas de Hollywood, que, de todos modos, en general ya estaban produciendo historias enlatadas para esa gran industria pasteurizada por lo políticamente correcto, esqueletos de historias que ya eran muy parecidos a los que puede producir Chat GPT?.

Por lo pronto, no pienso que la literatura esté amenazada por esa tecnología. Entonces, una tercera definición: un lector es alguien que no se conforma con la imitación de un estilo o de una fórmula. Un lector es alguien que demanda exceso de significado, no mero entretenimiento.

Este es un punto complejo porque nos lleva a otro de los equívocos de quienes anuncian el fin de la literatura a manos de la IA: creer que la lectura compite con “otros consumos” u “otras formas de entretenimiento”.

Alejandra Pizarnik, 1936-1972 (Foto: gentileza Flia D'Amico Digisi. Cedida por editorial Huso/EFE)
Alejandra Pizarnik, 1936-1972 (Foto: gentileza Flia D'Amico Digisi. Cedida por editorial Huso/EFE)

Si les preguntamos a los de este bando, el de los apocalípticos, qué es un lector, seguramente contestarán: una especie en extinción. Por todas partes, escucho estos lugares comunes: que ya nadie lee, sobre todo que los jóvenes no leen, que todo el mundo quiere escribir pero que nadie se molesta en leer lo que otros han escrito o que se lee “en diagonal” para quedar bien en las redes o en alguna comida con amigos, que asistimos a la decadencia de ese acto íntimo y comprometido que es entregar nuestro corazón a un libro.

Como siempre pasa con lo trillado, es probable que todas estas quejas —que a veces vienen de escritores muy conocidos y muy leídos— contengan algo de verdad, es decir que describan una situación real, un mal de época. Seguramente hoy se lee menos que en épocas pasadas pero eso no quiere decir que la lectura desapareció o esté en vías de extinción. Es demasiado fácil quejarse, acordar con esas afirmaciones apocalípticas, entristecerse y pensar que estamos ante el fin de la lectura. Yo quisiera argumentar lo contrario. Creo que hay razones para la esperanza.

A quienes dicen que los jóvenes no leen, los invito a visitar mis clases en las tres universidades públicas en las que enseño: mis estudiantes leen, claro que de otra forma y en otros soportes, con otro tipo de atención que la tuvo mi generación, pero no paro de encontrar testimonios de cómo algunos libros los salvaron de la soledad, de la incomprensión, del impulso de muerte. Guardo textos conmovedores que estas chicas y chicos han escrito sobre lo que les ocurrió al leer a Sylvia Plath, a Alejandra Pizarnik, a Alice Munro, a César Vallejo, a Salinger y a muchos otros. Pero sé que estoy en un lugar de privilegio, como me dijo una colega pesimista, “vos tenés a los que llegaron a la universidad”. A quienes apoyan este pesimismo, los invito a revisar la última encuesta de consumos culturales que llevó a cabo el gobierno nacional — publicada en mayo de 2023—. Según esta encuesta, el 51% de la población leyó al menos un libro al año. Confieso que cuando vi ese número me deprimí. Parece poco. Pero en realidad esta encuesta aún no se procesó en su totalidad, así que tenemos resultados muy generales, en los que solo figuran los de esa pregunta en las que se les preguntó a los encuestados si al menos leían un libro al año. Pero incluso con estos resultados parciales podemos decir algunas cosas.

Por ejemplo: que hace cinco años, en 2017, el porcentaje era menor: solo 44% de la población había leído al menos 1 libro (atención a este número y lo que nos dice de las políticas públicas de promoción de la lectura y cómo cambian con los gobiernos). Si entramos a ver los resultados por edades, vemos que los porcentajes mayores de lectores están entre los jóvenes: 77% de los jóvenes de entre 13 y 17 años, y el 58% de los que tienen entre 18 y 29 años leyeron un libro al año. El porcentaje baja a medida que sube la edad. Como se ve: los jóvenes leen más que sus mayores. Esto sin duda refleja la acción de la escuela y la universidad. Ese es un lugar en el hay que seguir trabajando. Si se lee solo poco, si se lee “al menos un libro al año”, trabajar para que ese libro sea de verdad un libro capaz de acercar a los jóvenes al misterio y no un libro que los repela o sea textos edulcorados para satisfacer la demanda autocomplaciente de corrección política.

Betina Gonzalez (Foto: Alejandra Lopez)
Betina Gonzalez (Foto: Alejandra Lopez)

Otro argumento de quienes anuncian el fin de la lectura es que hay demasiados “consumos culturales” que compiten con el libro. Error. La literatura no compite con el entretenimiento, por más que los libros nos ayuden a “pasar el tiempo” a “entretenernos”. La literatura no es solo el arte de contar historias. Se cuentan historias en muchos formatos y las disfrutamos en todos. La literatura puede entretener, pero el punto en cuestión es que un buen libro hace mucho más que eso. Y esa es la razón por la que la lectura es sí o sí una experiencia de goce diferente a un “consumo”. ¿Qué es lo que produce placer en la lectura? La dificultad de entregarse al misterio, a lo que no se sabe del todo y reverberará para siempre en nuestras cabezas, como un eco. A lo que ya dije sobre esto y sobre la emoción, hay que sumar estos argumentos que Ursula Le Guin escribió en 1998 y que muestran bien que leer un libro y ver una serie o una película son actos que no compiten entre sí:

Leer es un acto de lo más misterioso, no ha sido ni será reemplazado por ningún “mirar”. Mirar es una empresa muy diferente a leer, con recompensas distintas. Un lector es un compositor del libro, lo vuelve significante al llevarse esos signos arbitrarios que son las palabras a su mundo interior. Leer es un acto creativo. Mirar es un acto bastante pasivo. Un espectador que ve un film no lo compone. Mirar una película es dejarse absorber por ella. Los lectores devoran libros, los espectadores son devorados por las películas.

O sea, como lectores, estamos en control de la experiencia, como espectadores, no.

Otro “hecho” que se cita para demostrar la extinción de los lectores es que ya no nos aburrimos porque vivimos en una oferta permanente de entretenimientos, entonces estamos todo el tiempo conectados y no solos, en silencio, como requiere la lectura. Hay algo de verdad en esto: cada vez cuesta más estar solos, resistirnos a la obligación de conexión. Pero, por otra parte, esa hiperconexión está trayendo nuevas formas de leer, no ya en soledad, que se parecen un poco a la lectura en voz alta que dominó otros siglos, la lectura grupal. Me refiero a los clubes de lectura y a la cantidad enorme de booktubers, ticktockers y bookgramers que hoy cumplen una función de mediación que antes estaba en manos de unos pocos medios masivos y de unos pocos periodistas culturales. A mí me parece que hay cosas buenas en este cambio, pues es una mediación capaz de contagiar el amor por la lectura a grandes grupos, de llegar a públicos que no tienen acceso a otros medios de información sobre el mundo del libro. Potenciales lectores que no conocen esos lugares eruditos en donde dos o tres esnobs celebran obras escritas solo para ellos y se burlan de estas influencers que, en general son mujeres muy jóvenes. Yo las admiro y estoy orgullosa de que algunas de ellas hayan elegido mis libros y, a veces, mis clases. Son verdaderas agitadoras de la lectura, como bien las nombró este año la FED.

Por último, otro punto que le gusta repetir al bando apocalíptico es que hay demasiada gente escribiendo y poca leyendo. A lo que ya mostró la encuesta nacional que acabo de citar, voy a agregar una sospecha personal: esta queja suena a pasillos de Facultad de Letras, a la ciudad de Buenos Aires, a cierta clase social. Me hace pensar en el narcisismo de algunos escritores, que quizás se imaginaron masivos pero no lo fueron, que quizás creyeron que el éxito se traduce en encabezar listas de best-sellers o en que te hagan notas o entrevistas.

Ursula K. Le Guin posa en su casa de Portland, Oregon, en julio de 2001 (Foto: Beth Gwinn/Getty Images)
Ursula K. Le Guin posa en su casa de Portland, Oregon, en julio de 2001 (Foto: Beth Gwinn/Getty Images)

¿Cuál es el problema de que haya mucha gente escribiendo? El deseo de escribir, de contar la propia historia a mí me parece muy legítimo, es inherente al ser humano y no creo que nadie tenga autoridad para silenciar el testimonio de otro. El problema no es el deseo de escritura. Hoy se escribe en muchos lugares y plataformas. Esa hiperconexión que puede ser tóxica también nos abrió las puertas a la democratización de la palabra.

El problema no es que mucha gente escriba sino que haya editores irresponsables. En un país en crisis, en el que tenemos un problema gravísimo con el precio del papel, se publican libros que luego se destruyen, o se publican libros en los que nadie ha puesto el corazón, libros que son meros ejercicios de vanidad: falsa literatura. Hay una cadena de responsabilidades que se ha desvirtuado. Primero, la responsabilidad de los autores, de la que ya hablé y que resumo como ese interpelar con autenticidad el misterio, segundo la responsabilidad de los lectores, de exigir no más pasteurización, no más papilla de lectura veloz, sino libros que sean verdaderas experiencias. En el medio de esas dos responsabilidades está la del editor. Se habla poco de esto. “Desarrollar material escrito que se ajuste a las estrategias de venta y maximice las ganancias de una corporación no es lo mismo que dedicarse a la edición responsable de libros o a la escritura”, dijo Ursula Le Guin hacia el final de su vida, anticipando la dificultad de esta época donde autores y lectores a veces nos sentimos perdidos en un mar de publicaciones intrascendentes.

En ese mismo discurso, esta gran escritora, agregó: “Vivimos en el capitalismo, su poder parece invencible —pero también lo parecía el derecho divino de los reyes—. Todo poder humano puede ser resistido y puede ser cambiado por los humanos. Y eI cambio y la resistencia empezaron, en muchas oportunidades, en el arte”.

En tiempos tan difíciles en los que parece que las lógicas mercantiles y la tecnología fueran a devorarnos, el acto íntimo, inútil y amoroso de leer un libro me parece una forma de resistencia. También lo es el acto de la escritura, cuando es auténtico en su interrogación.

En cuanto al éxito, esa pregunta que tanto aqueja a algunos autores y a muchos editores y periodistas, me gustaría despedirme, otra vez, con palabras de Silvina Ocampo:

¿Qué es el éxito?— se preguntó Silvina alguna vez en una carta. Y en seguida respondió: “Saber que se ha conmovido a alguien”.

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