En una recordada escena de El diablo viste a la moda, la estricta directora de una gran revista de modas, Miranda Priestly (Meryl Streep) reconviene a su nueva, atolondrada y cool secretaria Andy Sachs (Anne Hathaway) por reír debido a que las diseñadoras presentan dos colores de cinturón casi idénticos, pero que ellas encuentran terriblemente diferentes. Priestley comienza entonces una lección como si fuera una predicadora de la industria textil (que lo es, en la película).
Toma como ejemplo su suéter desgarbado que seguramente la secretaria tomó casualmente del ropero para vestir casual, sin darse cuenta de que viste un azul cerulean y que casualmente Oscar de la Renta en 2002 hizo un desfile en el que introdujo ese color en su colección. Color que luego Yves Saint Laurent usó en su colección de camperas y que entonces fue usado por ocho diseñadores más, que seguramente produjeron que su suéter cayera en una tienda de conveniencia.
La moraleja era que la secretaria no era consciente de cuántos trabajadores y millones de dólares había recorrido ese color para llegar a su ropero, y que ella piense que había evadido a la industria textil y de la moda, cuando en realidad eran ellos quienes lo habían elegido. Seguramente el lector tiene en un lugar de su memoria la famosa escena.
¿Qué tiene que ver con esta nota? Sin predicar, sino todo lo contrario, la obra El punto de costura de Cynthia Edul, que se presenta este fin de semana en Arthaus y más adelante en El galpón de Guevara, introduce al público en un viaje a través de tramas, tejidos, la industria textil y su comercio, a la vez que brinda un panorama de las segunda oleada inmigratoria en Argentina. Como la secretaria de Meryl Streep, el espectador aprenderá y se conmoverá.
Se trata de una travesía en donde la información, pero también la emoción, toman el escenario con una sencilla puesta: la propia Edul, acompañada al piano (y la producción de sonidos mediante la fricción de telas, música textil) por Guillermina Etkin, muestra lo que un mundo de hilados enseña, desde lo histórico a lo personal. La obra no es un “biodrama” (aunque refiera en ciertos tramos a la vida de la propia autora y protagonista) sino una experiencia teatral y performativa que bien vale su peso en telas preciosas como la seda.
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Infobae Cultura conversó con Cynthia Edul, además novelista y directora de la Maestría Gestión de la Cultura en la Universidad de San Andrés.
—Su obra conjuga muchas miradas sobre el objeto textil, ¿cómo definiría esa mixtura?
—Lo definiría como un hilado, como una trama. Parte de lo personal abriendo caminos hacia lo social y lo histórico. Desde la dramaturgia trata de ver ese entramado. Para seguir con la imagen, podría pensarse como una especie de trenza en la que cada uno de los hilos lleva un rasgo más de cada una de esas historias. Histórico también referido a lo arcaico, que remite al origen de la civilización a través de los textiles. Todo eso también me ligaba a lo personal. Si se quiere una definición formal, se podría decir que la obra se trata de una conferencia performática o de una ópera hablada. Hay música en la obra y la música compone todo el tiempo. Desde la historia de los textiles en mi familia empecé a ir hacia atrás, a cuando llegan mis abuelos a la Argentina.
—¿De dónde venían?
—Eran inmigrantes sirios. Ellos empiezan como vendedores ambulantes, eran muy jóvenes. Después empiezan en el primer negocio textil que abren en San Cristóbal y ese negocio va a ir creciendo y con el peronismo va a crecer mucho más. Es importante porque ahí nace un poco la industria liviana y la de textiles se consolida y después crece mucho, al punto de que Flandria, que es un pueblo industrial en la provincia de Buenos Aires, cerca de Luján, un pueblo construido para los obreros de esa fábrica, también forma parte de la obra. En mi caso, la empresa familiar también forma parte de esa idea de modelo social y la historia de mi familia está muy vinculada a la historia de esta empresa Flandria, que va a quebrar en la década de los noventa, y quiebra también nuestra empresa familiar. Fallece mi papá y los chicos nos tenemos que hacer cargo de mantener lo que queda de esa empresa y esa es un poco la trama de la historia personal que va a contar la dramaturgia.
—¿Relaciona su obra con el biodrama o la “literatura del yo”?
—A mí me gusta mucho una frase de Marcel Proust que dice: “En la cima de lo particular habita el universal”. Entonces digo: ¿cómo llegar a la cima desde lo particular o la cima de los propios para que aparezca ese universal? Para mí, que aparezca la experiencia propia en un trabajo es para poder abrir ese lugar y en todo caso lo que me interesaba era el tiempo social, en el tiempo personal. La historia personal es la condición de posibilidad para llamar a esa otra historia y hacerla hablar. Un autor central en mi formación intelectual es Didier Eribon y en particular ese libro llamado Regreso a Reims y esta idea de que no hay psiquis individual si no hay psiquis social. Es un poco un mecanismo en el que lo social modeló mi propia trama. Y lo social en todos los sentidos. También lo social familiar, como en mi caso una familia patriarcal, con un padre empresario, pero que armó una empresa como modelo social también.
Porque si Flandria seguía un modelo socialcristiano, capitalista cristiano, la empresa de mi padre también tenía esa impronta. Por eso no estoy muy de acuerdo con la definición de “literatura del yo”. Para mí la literatura está en el hiato entre la experiencia y el lenguaje, en esa separación está la literatura. Por usar la primera persona llamarla “literatura del yo” es aplanar procesos mucho más complejos. A mí sí me interesan mucho las relaciones entre literatura y experiencia y creo que hay un montón de libros que se enmarcan en la “literatura del yo” que no exploran la relación entre literatura y experiencia. Por el anecdotario, por lo superficial, por la forma en la que piensan el “yo” cuando el punto es como habitas eso, qué preguntas se hace ese “yo”. La pregunta de “qué trae la experiencia”.
—Su obra también es didáctica cuando cuenta cómo los nudos en los hilados incaicos tenían usos semánticos. ¿Llegó a indagar sobre esa cuestión histórica debido a su crianza en un ambiente textil o fue posterior?
—Vengo trabajando hace mucho con el tema. Un primer relato tenía que ver con mi relación con el regreso a los oficios familiares cuando me tuve que hacer cargo de la empresa textil en la pandemia. Luego hice una performance en Brasil y me di cuenta de que debía tirar del hilo, justamente, de lo textil hasta llegar a los orígenes arcaicos de lenguaje, a los textiles como modos de resistencia, a las escenas artísticas textiles y ahí se me abrió un mundo y no paré. Tuve que apartar mucha cantidad de material que hay y es muy interesante porque podría ser algo que dure 15 horas, si quisiera seguir desplegando los saberes que trae el textil. Tuve que tomar decisiones en términos prácticos, adentrarme en el libro de la historia propia y empecé a organizar un saber que yo tenía de una manera doméstica y llevarlo a un saber más universal. Esa relación digamos entre el saber propio de las cosas que yo conocía por mi familia, porque viví rodeada de telas toda la vida, porque el tema en mi casa era la tela con sus procesos y sobre todo también los procesos económicos. Eso me llegó a la industria textil como modelo para mirar un poco la historia económica de la Argentina.
Me gusta mucho un artista paraguayo que se llama Feliciano Centurión que desmontó la pintura, no hay el caballete y lleva el soporte de la pintura al bordado, acompañado por frases que son muy trascendentes y hace del textil un espacio de afecto y de emotividad porque nos lleva a los sentidos más primarios de lo doméstico.
También me detengo en el trabajo con las arpilleras chilenas, que es un grupo de mujeres que bordaba durante la dictadura militar de Pinochet y hacían arpilleras que contaban sus propias historias, sus hijos, sus hermanos, sus maridos que habían desaparecido y también bordaban como una forma de auto sustentarse económicamente, a la vez que denunciaban los crímenes de Pinochet.
—Usted es segunda generación de argentinos en la línea migratoria, ¿cómo llevaba esa condición cuando era chica?
—Mis padres nacieron acá, mis abuelos vinieron de Siria. Yo lo recontra notaba. Siempre lo llevé con mucho pesar, en el sentido de que es una inmigración muy marginal, no está en el relato del crisol de razas de la inmigración a la Argentina y eso siempre te pone en un lugar complicado porque la gran narrativa de la inmigración argentina no la incluye. Mis abuelos eran en algún momento vendedores ambulantes y eran discriminados, muy discriminados. Eso trabajo en la obra, la inmigración y el racismo. Los árabes no se llevaron una parte fácil en esta historia. Sin embargo, crearon un sentimiento de pertenencia muy fuerte con la Argentina, se nacionalizaron. Pero entiendo esa sensación de desarraigo porque las capas de desprecio social generan cierta cohesión y arraigo a las propias raíces.
—¿Su familia es musulmana?
—Sí, son musulmanes. Yo para mi novela La tierra empezaba a arder volví mucho al mundo árabe, estudié mucho el mundo árabe, volví al pueblo de mis abuelos y la filmación que está en la obra es de ese momento, es un video de las montañas del Calamún que visitamos con mi madre, un pueblo que después iba a ser destruido durante la guerra en Siria. Tengo una relación muy directa, fuerte y me hago mucho cargo de esa herencia frente a una sociabilidad en la que acá esas inmigraciones están mucho más invisibilizadas y yo soy árabe. Tengo cara de árabe (ríe).
—¿Cómo fue el estudio de esa burguesía textil naciente en la Argentina?
—Flandria era una burguesía nacional con un modelo de empresa de origen religioso, que eso es lo que más me interesa a mí. Allí se expresaban los valores de la utopía socialcristiana, que surge con la encíclica de León XIII Rerum Novarum, que explica cierto devenir del siglo XIX al siglo XX para oponerse el socialismo bajo una forma de utopía socialcristiana. Pero que, claro, no toca en ningún momento la propiedad privada. Estaba en disputa con el socialismo. Esa ideología proponía un tipo de compensación de justicia social sin meterse con la propiedad privada. Entonces ese modelo estaba tan consumado en Flandria que traté de introducirlo en la puesta.
—Luego cuenta su propia historia del regreso a la empresa familiar.
—Sí. Mi hermano enfermó un poquito antes de la pandemia, en octubre del 2019, un cáncer vinculado a lo que serían las contaminaciones. Y estaba con todos los tratamientos, quimioterapia, etcétera. Cuando viene la pandemia era un paciente, no de riesgo, de ultra riesgo y lo teníamos en una cajita de cristal. El rubro de la empresa que había fundado mi papá, pero que había fundido en los noventa, lo continuó mi hermano mediante su propio desarrollo, muy vinculado a los insumos hospitalarios. Pero nadie podía abrir el local porque mi hermano estaba con su tratamiento, entonces, lo cuento en la obra, mi hermana, que es médica intensivista, me llama y me dice que yo debía hacerme cargo de la tienda. No lo dude, obviamente. Lo naturalicé como una convivencia de mundos, abría todos los días un local en San Cristóbal, despachaba cosas al interior del país, sábanas para acá, ambos para allá y viví administrando eso. De telas no sabía mucho, ahora sí, por supuesto, pero yo siempre escuchaba de oído y entonces me puse a hacer toda la parte administrativa y manejé el local hasta que mi hermano empeoró.
—Su obra está dedicada a él, ¿no?
—Claro. Está dedicada a mi hermano, que falleció.
* El punto de costura se presenta este viernes 19 y sábado 20 en Arthaus. Próximas funciones del 21 y 29 de octubre y fechas posteriores en El galpón de Guevara.
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