A lo largo de la charla, Fernando Noy recurre al verbo “vibrar” una y otra vez: “Aquella época vibraba de tal forma…”, “Vibré mucho con tal persona…”. Para este artista renacentista (poeta, performer, escritor, letrista de rock, dramaturgo, bailarín de escola de samba, activista trans, actor y agitador cultural, entre otras cosas), la vida se entiende a través de las emociones, de las vibraciones que emanamos y la capacidad de sintonizarlas con las de los otros.
Figura esencial de la contracultura porteña en los años pesados y felices de la recuperación democrática, “La Noy” llega a la segunda década del siglo XXI ungido como una santa patrona de la poesía argentina, faro referencial de buena parte de una nueva generación. Este viernes, a partir de las 23, en el encantador Café Berlín (Av. San Martín 6656, Villa Devoto), Noy convoca a Vértigo sagrado, uno de sus míticos rituales poéticos, en el que conjurará a varias de sus más queridas musas: Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, Amelia Biagioni, Marosa di Giorgio y Adelia Prado.
Una excusa tan buena como cualquier otra para conversar con este ser anfibio y luminoso, dueño de mil vidas: ángel de la guarda de los pioneros del rock argentino, del Tropicalismo brasileño de los años ´70, de la revolución estética de Cemento y el Parakultural y del hedonismo queer de los ‘90.
— ¿Qué es lo que va a ocurrir en Café Berlín?
— Vértigo sagrado es lo que yo siento cuando escribo, pero más aún cuando leo a ciertas y ciertos poetas. En este caso, se trata del vértigo que me producen autoras que yo pude conocer íntimamente, como Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, Amelia Biagioni, Marosa di Giorgio y Adelia Prado. Tuve la fortuna de poder escucharlas a ellas recitar sus poemas –muchas veces inéditos- por lo que conozco bien el tono en el que vibraban. Cada una tiene un color, un tono particular, una música, que de alguna manera quiero transmitir. Vértigo sagrado es, entonces una velada con cinco grandes voces de la poesía latinoamericana contemporánea, con las que traté personalmente, fui amigo y curtí muchos momentos.
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— Son poetisas canónicas, casi legendarias, ¿cómo fue conocerlas?
— De alguna forma este ritual del próximo viernes refleja un devenir cronológico de mi relación con ellas. A la primera que conocí fue a Alejandra, quién me presentó a Olga Orozco, la gran Olga… Con Alejandra tuve una relación muy profunda pero corta, en cambio con Olga fueron más de tres décadas de amistad. A su vez, Olguita me presentó en una comida a la gran poeta Amelia Biagioni, favorita de Borges. Y casi en la misma época, tuve que viajar Uruguay a llevar unas revisas literarias y allí conocí a Marosa di Giorgio, que era una performer increíble, una de las personas que más fuerte expresaron lo que se puede hacer desde un escenario simplemente con la palabra, con el poema.
Finalmente, cuando me fui a Brasil puede compensar la ausencia del exilio con alguien que descubrí llamado Adelia Prado, a quien pude traducir al español y publicarla acá en Argentina. Este quinteto configura un interesante mapa de la poesía contemporánea, muy cercano a mí pero, también, cercano a la gente, que opera además como un rescate de poetas como Amelia Biagioni, que aún hoy siguen siendo muy desconocidas, mientras que Alejandra Pizarnik, Olga Orozco y Marosa son como los Rolling Stones.
— ¿Cómo era tu relación con Pizarnik?
— Era realmente impresionante estar con Alejandra, sentirla vibrar, y estoy eternamente agradecido de haber podido curtir la amistad profunda que tuvimos. Nos frecuentamos mucho cuando yo andaba por mis 19 años y ella ya atravesaba sus últimos tiempos, a comienzos de la década de ´70. Comienzo Vértigo sagrado con poemas de ella no solamente porque fue la primera que conocí, sino porque te coloca en una dimensión que va creciendo y creciendo hasta que estamos en éxtasis, en plena posesión de lo que la poesía engendra.
— Este año se cumplen cuatro décadas de la recuperación democrática. Vos jugaste un rol muy activo en la escena under que floreció durante la llamada “primavera alfonsinista”. ¿Qué recuerdos te llegan de aquellos tiempos?
— A mí me gusta hablar más de “cultura no convencional”, lo de “under” siempre me sonó un poco a “engrudo”. Fue como todo un magma que se expandió a partir del regreso de la democracia, con hitos como la inauguración de Cemento, donde leía mis propios poemas, junto con Omar Chabán, Batato y Urdapilleta. Recuerdo ahora que Batato tenía un abordaje bastante delirante y distinto, en cambio lo mío era como un concepto más devocional: yo no muevo una palabra del poema original, solo busco sentirlo y transmitirlo.
— ¿Cómo ves el estado de la poesía argentina?
— La gente, en este instante, está muy ávida de poesía. Más que nunca. Es como si el manjar poético se hubiera vuelto imprescindible, como si la gente estuviera necesitando de ese exorcismo. El poema y todo lo relacionado con la poesía es pura salvación, tanto para quien lee como para quién escribe. También es muy sorprendente la proliferación de poetas, aunque haya mucho de lo que yo llamo “poesía transgénica”. Hoy existe un enorme enjambre creativo de gente que está buscando respuestas a través de la palabra. Y eso pasa por que la poesía nos da respuestas a preguntas que ni nosotros sabíamos que teníamos que hacernos. Un verso, otro verso y otro verso: es como que te van blindando un poco, para para que el corazón no explote de una vez. La avidez que hay por la poesía, tiene que ver con cierto signo de estos tiempos revueltos, con este estado de confusión. En este momento, los poetas y la poesía son la tabla en un naufragio que cada vez es más fuerte.
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— Siendo poeta y narrador, siempre estuviste rodeado de músicos. ¿Qué sensibilidad encontraste ahí?
— Mirá, precisamente “Vértigo sagrado” comienza con una parte de una canción que escribió mi amado amigo León Gieco, que se llama “El Orgullo”, en la que dice “Yo, que nací Fernando Noy/ una abuela que era la que me entendía/ de ese amor que siempre estuvo arriba/ crecí buena gente y escritor”. También hay alguna canción de Fabi Cantilo, otra gran amiga. Siempre pensé que estuve como predestinado al privilegio de encontrar figuras y personajes increíbles en mi vida. Hace mucho tiempo, una cabalista me definió como número 8 -que en la cábala es el mago- y me dijo que el mago tiene como misión guardar y difundir los libros sagrados. Y yo pienso que un artista es un libro humano y sagrado a la vez, y por eso los guardo y los difundo.
Nunca sentí que esto fuera algo que yo manejara, sino que fue simplemente pasando. Crecí en un pueblito perdido de la Patagonia y cuando vine a Buenos Aires, en la secundaria caí en una división en la que estaba Carlitos García Moreno, que luego sería Charly, los dos de la misma edad y los dos escorpianos. A finales de la década de 1960, tenía un amigo que se llamaba José, otro que se llamaba Miguel y otro Alejandro, que eran Tanguito, Miguel Abuelo y Alejandro Medina, tipos que tocaron a muchísima gente con su música. Éramos todos “vagabundos del Dharma”, como decía Kerouac, deambulábamos por avenida Corrientes –de Callao al Obelisco, ida y vuelta-, que era nuestra catedral profana, y en donde yo curtía mucho la onda amor y paz, impregnada también por la cosa más loca del Instituto Di Tella.
Y, cuando me tuve que ir a Brasil, imaginate que la primera persona que conozco es a Glauber Rocha (N. de la R: director brasileño, principal exponente del llamado “cinema novo”). ¡Otra vez el destino! Es como un privilegio que me tocó y que nunca me pude explicar. Y así fue como en Brasil, donde no conocía a nadie al llegar, de pronto entraron en mi vida personas como Milton Nascimento, Ellis Regina, Caetano, Rita Lee…
— Por momentos, parece como si tu vida fuera cien vidas al mismo tiempo, ¿sentís nostalgia de los viejos tiempos, de los amigos que no están? ¿O sos más del “mañana es mejor” que decía Spinetta?
— A veces, en los sueños o en algún recuerdo, me quedo un poco colgado, pero tengo indiscutiblemente más nostalgia del futuro, de lo que vendrá. Siempre estoy acechando el mañana, expectante a lo que puede ocurrirnos, en busca de nuevos creadores y poetas para dejarme fascinar. Yo vibro mucho con el hecho creativo y con quienes lo producen. Luis Alberto fue un queridísimo amigo y lo extraño, así como me vienen a la mente amigas como Gal Costa y Rita Lee… diosas y dioses humanos entre los que he tenido la suerte de transcurrir.
— ¿Cómo te pegó la muerte de Rita Lee, hace unos pocos meses?
— Rita nos fue enseñando que la muerte no es un final, sino una pausa aparente de este lado de la existencia. Inspirada por el candomblé –la religión afrobrasileña que curtí durante los 12 años que viví en Bahía-, ella solía decir que la muerte era como un encantamiento en otra dimensión diferente a ésta. Para el candomblé no existe la muerte, es solamente un pase, una transición. Pero hay otra la muerte -la cotidiana, la que transcurre día a día-, donde los poetas, los músicos y las artistas como Rita ayudan a sobrellevarlo todo, a no caer, a volar sin moverte de la silla. Perdoná que me emocione, pero soy un escorpio apasionado, y al recordar semejante magma de figuras, no puedo creer que hayan sido parte de mi transcurrir.
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