Cazar poemas ajenos, experimentar desde la emocionalidad y tener a la lectura como salvación

La escritora chilena cuenta en este texto cómo surgió “Poemas somos que otros escribieron” (libro que acaba de editar el sello argentino Concreto), donde experimenta con la escritura no-creativa

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Julieta Marchant (Santiago de Chile, 1985) es codirectora de los sellos Cuadro de Tiza Ediciones y Editorial Bisturí 10 y coordina talleres de poesía
Julieta Marchant (Santiago de Chile, 1985) es codirectora de los sellos Cuadro de Tiza Ediciones y Editorial Bisturí 10 y coordina talleres de poesía

Poemas somos que otros escribieron partió por accidente en una horita libre que me quedó antes de hacer taller. Era un taller online para personas que estaban empezando a aproximarse a la escritura. Para evitar caer estrepitosamente en los clichés o en la biografía directa, propuse que trabajáramos escritura no creativa. Les pasé la introducción del libro Escritura no-creativa de Kenneth Goldsmith y una antología que armamos en la editorial Bisturí 10, que se llama Amor, y que está compuesta por 50 poemas de amor elegidos por 50 escritores. La idea era que los asistentes al taller armaran un poema solo con palabras, versos o líneas de esa antología, sin agregar una letra, ni cambiar tiempos verbales ni género. Ya había enseñado antes esa escuela poética y muchas veces trabajé apropiación, pero nunca había escrito un poema exclusivamente con palabras de otros. Me empecé a sentir, en esa hora que me sobró entre preparar la sesión y comenzarla, una impostora. Les estaba encargando un ejercicio que yo nunca había hecho. ¿Podía siquiera hacerlo? Y si lo hiciera, ¿me resultaría interesante? No lo sabía, así que lo hice. En esa hora compuse dos poemas. Me sorprendió ver cosas que yo enseñaba intuitivamente y que de pronto veía en mi propio ejercicio: se ampliaba mi campo semántico (estaba escribiendo poemas con palabras que normalmente no uso, o bien empezaron a ingresar palabras que no había usado en poemas) y sentía un entusiasmo inaudito, el ejercicio activó un deseo que ese día no habría aparecido de otro modo.

Los días siguientes compuse una decena de poemas con otros libros, pero decidí que fueran solo con libros que yo hubiera editado o corregido; de lo contrario, la inmensidad de mi biblioteca no me iba a dejar avanzar. Tenía entonces un marco: componer poemas solo con palabras, versos o líneas de libros en los que hubiera oficiado como editora. Suelen preguntarme en entrevistas si mi trabajo como editora influye en lo que escribo, bueno, este ejercicio podría ser una respuesta. Como soy obsesiva, leo los manuscritos muchas veces, así que recordaba la mayoría de los textos y me orientaba de manera más o menos rápida. Después de ese primer entusiasmo, tenía que cumplir una fecha con una editorial para mi primer libro de ensayo, así que hice a un lado los poemas y me dediqué al ensayo. Ya entregado eso, revisé otro libro de poesía que empecé antes de la pandemia y me pareció horrible, así que lo boté. Quedé en cero. ¿Y ahora qué?

"Poemas somos que otros escribieron" (Concreto) de Julieta Marchant
"Poemas somos que otros escribieron" (Concreto) de Julieta Marchant

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Decidí juntar a un grupo de amigos y exalumnos en mi casa para mostrarnos nuestros textos y así empezó lo que llamamos «el cenáculo», un taller de pares, cada 15 días, en casa. Mostré lo que tenía de este posible libro de plagio y escritura no creativa que ya había titulado Poemas somos que otros escribieron, que es un verso que leí en Un origen donde podría sostenerse el curso de las aguas de Nadia Prado y que ella, a su vez, había tomado de Patricio Marchant, un filósofo chileno al que no he leído y que siempre me ha parecido una deuda en mi biblioteca. A mis compañeros de taller les pareció que ahí había un libro, cosa de la que yo no estaba segura, y eso me dio el segundo impulso: el diálogo necesario para mí, que soy muy poco autosuficiente como escritora y que necesito una conversación cariñosa y también una escucha severa para pensar. Hice una lista de los libros con los que quería trabajar, los aparté y los llevé a mi pieza y todos los días los releía marcando palabras o frases. Luego iba traspasando mis subrayados al computador, un archivo Word por libro, e intentaba montar. Me volví una cazadora-recolectora de palabras y una collagista.

Tenía la sensación, luego de lo último que había publicado en poesía, de que «mi voz» se estaba agotando. Eso fue el 2020 y era mi sexta publicación. Pensaba que ese libro (En el lugar de la mano el ímpetu de un río) cerraba algo, que ya no podía seguir escribiendo igual porque empezaba a acercarme a una fórmula de mí misma. Todo lo que escribía «sonaba a mí» y no sabía cómo salir de esa voz que, en un punto, me parecía una cárcel. Con estos ejercicios se estaba abriendo un campo semántico y también una voz, incluso un tema, que empecé a vislumbrar en el camino: la relación imposible con la alteridad, el otro como un abismo que deseamos y que nos abruma a la vez, la violencia incluso de estar cara a cara con el otro. Lentamente todos los poemas que compuse se fueron para allá, en un punto se volvieron muy transparentes respecto de ese asunto y, cuando sentía que estaba controlando el texto temáticamente, intentaba dar un giro: poner una palabra o un verso que no tenía nada que ver, ir incrustando cosas que ni yo misma entendía, evitar el control y no dejar de jugar. Le temía mucho a mi propia razón o incluso a una especie de bondad que a ratos siento en mis textos, así que me sumergí en el pantano de la oscuridad: en el odio, la frustración, la impotencia en el vínculo con el otro —en mi caso, una alteridad masculina—, la destrucción y también la profunda incomprensión.

Julieta Marchant es licenciada y magíster en Literatura y estudiante del Doctorado en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte en la Universidad de Chile
Julieta Marchant es licenciada y magíster en Literatura y estudiante del Doctorado en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte en la Universidad de Chile

Ya medio cerrando el conjunto y después de haber fracasado con varios libros que seleccioné y con los que simplemente no logré componer nada (lo más difícil era hacer poemas con libros de ensayo, donde a veces no hay «yo» o que tienden a un lenguaje más prosaico), mis compañeros estimaron que los poemas eran demasiado «perfectos», que había que trizar algo del libro. Yo llevaba meses armando poemas con Los materiales de George Oppen, de quien soy una total devota, y todos salían mal. Decidimos, entonces, dejar varias versiones de esos poemas a lo largo del libro, para ir mostrando los intentos imperfectos, los errores, la negociación y una cierta noción de proceso. El resto fue buscar un orden final, ir viendo cuál poema iba primero y así.

He leído muchos libros que trabajan plagio y escritura no creativa. Mi problema con varios de ellos es el nivel de desafección, me suenan robóticos o me generan la impresión de que el yo no está arriesgando nada, ¿para qué escribir poesía sin ponernos en riesgo? Puedo valorar el procedimiento, pero difícilmente me conmueven. Como me he considerado siempre una poeta lírica, para mí la conmoción es central. No solo conmover a quien lee, sino sentirme conmovida en el proceso. Me parece que no dejé de tener eso a la vista: quería jugar, ser irresponsable con mis fuentes y también con mi propia voz y con mi «yo», pero desde el deseo y el entusiasmo; ser experimental experimentando desde la emocionalidad. Y también quería agradecer, así que puse una bibliografía atrás con todas mis fuentes, en el orden de aparición de los poemas. Los escritores a quienes he editado, sabiéndolo o no, me han formado en esta década en que he oficiado de editora y no hay nada que ame más que seguir leyéndolos. Para mí, esto significó la confirmación material de que sin leer no habría podido seguir escribiendo.

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