Del 16 al 23 de agosto, en Buenos Aires transcurrirá Desmadres, festival de literatura latinoamericana, con más de cien participantes y quince sedes confirmadas. El evento reúne a escritores, poetas, editores, traductores, periodistas, dramaturgos, investigadores, artistas, gestores culturales y lectores, de América Latina y otras partes del mundo. Entre los invitados confirmados a participar de forma presencial, están María Fernanda Ampuero (Ecuador), Ariana Harwicz (Argentina), Andrea Jeftanovic (Chile), Mauricio Kartun (Argentina), Amara Moira (Brasil) y Joca Reiners Terron (Brasil).
Nicolás Hochman, director del festival, es de esas personas que siempre tienen algo entre manos. Escritor, editor, productor cultural; fundó el Congreso Gombrowicz; produjo audiocuento.com.ar, el City Tour Literario y premios literarios como los de Itaú, OEI y La Bestia Equilátera junto a Una Brecha. Y, por si fuera poco, este año, a la par del festival, publicó una novela.
En la vida de Hochman, la paternidad se entrecruza con el insomnio y un deseo galopante de producir y organizar. Sobre el festival y su relación con la literatura, cuenta: “En general, los lectores tenemos una idea más bien cerrada de lo que es la literatura. Partimos de una experiencia chiquita, individual, y me parece que lo estimulante es ver qué pasa cuando te metés en un desmadre, donde no sabés quién es quién, hay gente de todos los países que no leíste nunca, pero que están ahí. Me interesa ver cómo eso juega, y si produce un efecto”.
Infobae Cultura dialogó con Hochman sobre la gestión del tiempo, su nueva novela, el festival, y las dificultades y ventajas de producir en tiempos de crisis.
—Sos padre. Sos tallerista. Doctor en Ciencias Sociales. Acabás de sacar una novela. Dirigís un festival, antes dos congresos. ¿Cómo hacés?, ¿De dónde sacás el tiempo?
—El tiempo es eso. Dormí mal siempre, desde pibe. Cuando no tengo insomnio, tengo pesadillas; cuando no tengo pesadillas, estoy sonámbulo. Lo padezco desde siempre, y en algún momento descubrí que si no podía dormir, más que intentar seguir durmiendo, mejor me levantaba y me ponía a hacer algo. Me saca malestar, por un lado, y por otro me permite hacer las cosas que no podría hacer con las horas del día. Nunca me alcanza el día. Creo que las parasomnias son causa y consecuencia de todo esto.
Lo que ayuda y no ayuda es que si yo tengo periodos de semanas o meses de dormir cuatro horas, no me repercute en mi estado de ánimo, en mi humor, en mi producción. Duermo poco, no me gusta dormir, y me gusta mucho organizar y organizarme. Mi día es básicamente un esquema en el que me propongo un orden del día, y hago listas de pendientes que cambia todos los días, en una pizarra de marcador, un Word y en una libreta. Las esquematizo por proyecto y por prioridades.
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—¿Escribís lo mismo en los tres formatos?
—No. Es un lugar en donde me permito ser inconstante. Me gustaría que esté todo concentrado en un lugar, y la pizarra es lo más sencillo a simple vista, pero a veces no estoy en casa, y me llevo la compu o la libreta o ambas, entonces anoto ahí, vuelvo a casa, y anoto en la pizarra. En etapas de mucha producción, terminan siendo tres lugares de anotación distintos que deberían ser el mismo. Me viene bien, porque cada vez que resuelvo algo lo borro o lo tacho, y después resulta que no estaba tan resuelto, entonces tengo que volver a ponerlo. Son las lógicas de la producción: algo que parecía resuelto, resulta que no lo estaba.
—Un Ctrl+Z en la vida real.
—Re. Creo que tiene que ver con que me gusta y me da mucha tranquilidad organizarme. Con ser padre es lo mismo: me gusta organizar lo que está desorganizado. Cuando ya está ordenado, no lo puedo ordenar, y me aburro. No hay nada más desorganizado que tener hijos, es algo que no se va a organizar nunca: es el ABC del deseo, uno es deseante de lo que no tiene, no de lo que ya está.
—Tu última novela, Toda la felicidad de la que somos capaces, es sobre un padre que le escribe a un hijo. ¿Cómo fue para vos escribir eso, siendo padre?
—Llevo un diario hace muchos años, siempre fui de escribir mucho. Cuando nació Fabio, mi primer hijo, me hice la pregunta si alguna vez leía algo de todo eso, y se encontraba con un padre tan distinto al que él conocía. El solo hecho de pensar que mi hijo recién nacido pudiera llegar a leer en algún momento hipotético de la vida algo de lo que yo había escrito, me inhibió de manera inmediata, y estuve años sin poder a escribir ficción, ni diario. Los casquivanos salió después de que Fabio naciera, pero la había escrito antes, y mi tesis doctoral la terminé en los tres meses antes de que él naciera, y la entregué años después. Implicó mucho trabajo en análisis entender que era muy probable que Fabio no leyera nada de lo que escribiera yo, y que si lo leía, iba a ser un problema para que él hable con su analista futuro. Tenía que salir de esa inhibición, porque escribir es algo que me hace bien.
Una vez estábamos de viaje, Fabio y yo solos, en un parque enorme en Bologna. Él tenía cinco años, y jugaba con piedritas en el piso. Se me vino una imagen muy kitsch, muy neurótica, que me aterró profundamente. Pensé: “Amo a este pibe, ¿qué pasaría si no pudiera estar más con él?”. Decidí hacer algo con eso, que fue empezar a escribir. Es un padre que le escribe un diario en segunda persona, como si fueran cartas, a un hijo que no puede ver.
—La posibilidad de que el hijo encuentre el diario es una posibilidad de un reencuentro, también.
—Es que el tipo escribe el cuaderno con la fantasía de dárselo a su hijo en algún momento y decirle: “Viste que estuve, que me fui pero seguí estando ahí”. El problema es que, a medida que pasa el tiempo, el diario se le desvirtúa. Se le desdibuja el hijo, el objetivo del diario. El diario se convierte en un salvavidas, y al tipo le pasan cosas que las termina volcando ahí. El hijo deja de ser un elemento inhibidor. Cuando el tipo escribe ciertas cosas, después vuelve sobre eso, y vuelve la pregunta de qué pasaría si el hijo leyera algo sobre eso. Le está contando cosas que no se le cuentan a un hijo en la aparente normalidad.
—De alguna forma el diario le permite correrse de la idea del padre ausente, porque los padres ausentes, válgase la redundancia, no están en ningún lado.
—Pero el hijo no lo sabe. De algún modo, lo que el padre espera es que, sabiendo que el hijo no sabe dónde está o qué hizo, que el diario le llegue y esa presencia sea retroactiva. Es algo imposible, porque nunca la presencia es retroactiva. Hay algo ahí de querer subsanar.
—En paralelo, entonces, a ser padre, tener listas y escribir, estás dirigiendo un festival de literatura latinoamericana con más de cien participantes y casi quince sedes. ¿Cuál identificás como el mayor desafío de hacer algo tan grande?
—Creo que el desafío es que salga bien. La cantidad de cosas que pueden fallar son muchísimas. Que todo eso que empezó siendo una idea, y que se fue constituyendo acabe por ocurrir. Que la gente que viene, o que participe desde afuera lo haga con alegría, que la pasen bien haciéndolo, que el contenido esté bueno y que para las personas que consuman el festival sea una experiencia diferente a otras. Que encuentren algo que no encuentran en otra parte. Sobre todo, estimular que eso se reproduzca: que se lea más, que se escriba más. Con el Congreso nos pasó, de manera muy inesperada. Se terminó editando la obra casi de forma completa en español, que no se conseguía en ningún lado, y se conformó una red de gombrowiczólogos, se empezaron a hacer un montón de cosas.
—Al principio mencionaste al deseo, y una de las cosas que lo caracteriza es que siempre queda algo afuera, no es posible abarcarlo todo. ¿Qué queda afuera de Desmadres?
—Hay dos cosas muy contundentes. La primera es que en Desmadres nadie cobra. Ni yo, ni el equipo, ni los participantes. El financiamiento lo usamos enteramente para producir. ¿Qué queda afuera? Cobrar por tanto trabajo, en un momento donde eso está muy disputado por sectores con total legitimidad. Es una política que tenemos, tratar de hacer aunque no haya plata para hacer, y usar la plata para que el festival crezca. Estamos pagando para trabajar, es una forma de subvertir el capitalismo. (Risas). Por otro lado, está la fantasía de que el festival se vuelva un evento bienal e itinerante, haciendo el evento cada dos años en un país distinto.
—Bueno, en este mismo sentido, algo que se repite en todos los proyectos que hacés es el acceso libre y gratuito a la cultura, que en un país como el nuestro, en donde la economía tiembla cada día, parecería impensable.
—Es que la cultura es una posibilidad. Es correrse del mandato, de lo establecido, es tener un espacio en donde uno pueda encontrar aire fresco. Y lo que más me interesa de eso es que cuando entra aire, hay riesgo. Te podés encontrar con lo inesperado, que te corra de un lugar que ya sabés qué es. Es lo que más me interesa de la literatura, también.
—En un clima político con tanta inestabilidad, se escribe y se publica mucho.
—Es que no hay contradicción ahí. Es precisamente porque hay tanta inestabilidad que emergen ideas, palabras, movimientos. Hay una búsqueda de hacer algo con todo eso. Es, también, lo que permite que no explote todo. Argentina, como muchos de los países de la región, es una olla a presión. Que haya un agujerito para que algo de eso escape, se salga del borde, permite que el sistema de algún modo siga funcionando. Los que hacemos esta cosa a veces terminamos siendo funcionales a una lógica capitalista, porque permitimos que se sostengan. Estoy muy lejos del idealismo, igual. Uno hace lo que puede con eso. En Argentina hay mucha creatividad, y a su vez una tradición súper interesante de correrse de cierta moral y lugares comunes. Hay un permiso más establecido para ser frontal. Es bueno y es malo, porque la viveza criolla de llevarse puesto todo tiene muchísimas consecuencias negativas, pero también permite que haya una efervescencia cultural y artística que no es común.
—En esta línea de correrse de lugares comunes, Desmadres plantea formatos que no son los típicos asociados a la literatura: una sala de escape, una muestra de arte, un podcast, un juego de mesa.
—La literatura no es lo mismo que un libro. Es algo mucho más amplio, más inasible. Podés poner literatura en un juego, una sala de escape, un city tour, porque hay algo donde la palabra que interviene. Y no una palabra cualquiera, sino una palabra pensada desde lo literario. El concepto de contaminación me gusta mucho, porque todos estos espacios son nuestros arietes para llegar a ese público que no está habituado a los consumos culturales de este tipo. Es muy probable que el adolescente que va a esa sala de escape no esté familiarizado con la literatura latinoamericana del siglo XXI. Y, sin embargo, cuando vaya, va a estar presente eso. Lo que nos interesa no es que se convierta en un especialista, sino que algo de todo eso, quede. Una frase, una sensación, una experiencia. La pregunta es cómo hacer para ir trayendo a toda esa gente a este universo que para nosotros es maravilloso. Queremos contaminar el deseo que tenemos por todo esto.
*Desmadres, festival de literatura latinoamericana se realiza del miércoles 16 al miércoles 23 de agosto en la Ciudad de Buenos Aires.
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