En su libro Calle de sentido único –que publicó en 1928 y dedicó a Asja Lacis, la actriz que conoció en Capri y en búsqueda de cuyo amor llegó a Moscú–, el ensayista alemán Walter Benjamin escribió: “Toda aversión es, en origen, aversión al contacto. Incluso cuando uno se sobrepone a este sentimiento solo es mediante gestos bruscos, desmesurados: el objeto de aversión es violentamente estrujado, devorado, mientras que la zona del más tenue contacto epidérmico resulta tabú. Sólo así cabe satisfacer la paradoja de la exigencia moral que requiere del hombre simultáneamente la superación y el más sutil cultivo del sentimiento de aversión. No puede negar su parentesco bestial con la criatura a cuyo reclamo responde su aversión: ha de dominarla”.
El lector sabrá disculpar que la imagen resuene al pensar en los dos tremendos acontecimientos de la más pura violencia, acontecidos en las últimas horas en Argentina. Con todas las diferencias entre una y otra, fueron muertes dolorosas y evitables -de ser diferentes las cosas en este pedazo de mundo olvidado de dios- esa aversión de la que habla Benjamin se me presentó semejante en los casos de Morena Domínguez, la niña de 11 años asesinada por unos delincuentes para robarle un celular; y de Facundo Molares, fallecido mientras unos policías presionaban su cuerpo y su cabeza contra el piso en una manifestación pacífica.
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En ambos casos, el profundo desprecio por el otro se hizo presente. En el asesinato de Morena, no contentos con atacar a una niña, los criminales la golpearon, provocando así su muerte. En el caso de Molares, una fotoperiodista filmaba la escena y mientras una compañera de Molares –en la misma posición, aprisionada por las rodillas policiales, su mejilla raspando las baldosas– gritaba: “¡No puedo respirar!”, la mujer que captaba las imágenes tuvo que advertir a los hombres armados del Estado: “¡Está morado! ¡Dalo vuelta ya!”. Segundos después, se escucha el lamento mientras filma: “Ay, se va a morir”.
La aversión por el otro. El desprecio por el dolor de los demás. En los dos casos. Ambos episodios de la vileza están unidos por el signo de la descomposición social que producen las actuales condiciones de existencia.
La pobreza no produce criminales por sí misma. Siempre hubo pobres pero nunca hubo estos grados de violencia delictiva. Es que no son las mismas condiciones que las de siempre. Lo dicen las cifras oficiales: en el segundo semestre del 2022, el 54,2% de los menores de 14 años se encontraban en situación de pobreza. En cifras, esto indica 5,9 millones de chicos y chicas. No, ser pobre no determina incurrir necesariamente en un destino de delito.
Pero un margen tan amplio de personas con las necesidades básicas insatisfechas permite que exista un porcentaje menor, concentrado, de chicos, luego adolescentes, que serán llevados hacia el crimen como forma de subsistencia. ¿Y cuál es el mayor impulsor del crimen organizado en el país? Las fuerzas policiales. Tal vez el lector recuerde el caso Luciano Arruga, de 16 años, cuyo cuerpo fue desaparecido en 2009 hasta ser encontrado en la morgue del cementerio de Chacarita, anotado como NN, pese a que era buscado por sus familiares, que acusaban a la policía por su desaparición. ¿Las causas? Había sido hostigado por los uniformados de Lomas del Mirador por negarse a robar para la comisaría.
Es una práctica frecuente. Como el cobro por parte de policías, de permisos para los negocios clandestinos del narcotráfico, la trata de personas, el juego, los desarmaderos de autos robados. Pueden consultar, si quieren, el clásico libro, vigente más que nunca, La bonaerense, de Carlos Dutil y Ricardo Ragendorfer. O puede preguntarse el lector cuántos comisarios rosarinos, o santafesinos en general, estuvieron involucrados, presos, condenados por asociarse al negocio de las drogas de la banda “Los Monos”, en la provincia de Santa Fe. En el juicio oral de 2017 a “Los Monos”, la mayoría de los acusados vestía uniforme. Un dato, nada más.
En este marco de descomposición auspiciado por el Estado, por partida doble (como causante de las políticas de pobreza y por la participación central de la policía en el delito) se desarrolla una violencia creciente, astronómica, que culmina con unos ladrones de celulares robándole a una niña, ¡una niña!, para golpearla luego, y dejarla morir.
¿Y el Obelisco? ¿Vieron el video entero de los últimos momentos de Facundo Molares en esta tierra? Detrás suyo, una mujer en el suelo, con varios policías sobre su cuerpo, su cabeza, con la mejilla contra la baldosa, alcanza a gritar: “¡No puedo respirar!”.
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Esas fueron las últimas palabras de George Floyd, asesinado por policías en mayo de 2020, en Minneapolis, Estados Unidos. Estaba en su auto luego de comprar cigarrillos en un kiosco. Lo denunciaron por haber pagado con dinero falso. La policía llegó. Tres patrulleros. Lo sacaron del auto con violencia. Lo tiraron contra el piso, las rodillas sobre su cuerpo, sobre su cuello. “No puedo respirar”, decía, “no puedo respirar”, repetía. Los policías seguían con esa posición de inmovilización llamada “llave durmiente”, que corta la circulación sanguínea hasta un desmayo si es que la persona detenida continúa con la resistencia. Es, según los manuales, cuando no está prohibida esa “llave”, una acción de última instancia contra un sujeto que podría ser peligroso contra terceros. “No puedo respirar”, dijo muchas veces Floyd. Lo dijo una compañera de Molares en la Plaza de la República. ¿Lo habrá dicho Molares antes de ponerse morado, como alertó la fotoperiodista que filmaba?
En 2021, el Oscar al Mejor Cortometraje fue ganado por Dos completos desconocidos, de Travon Free y Martin Desmond Roe. Dura 32 minutos y lo encuentran en Netflix. Veanlo, por favor. No sólo escenifica desde una ficción que repite una y otra vez, como una mise en abyme, el asesinato de Floyd; sino que es una denuncia de la policía y el racismo y de cómo no se trata de casos individuales, sino que pasan una y otra vez y otra vez más, hasta que veamos la solución. Dice el protagonista: “No puedo respirar” una y otra vez como un revival macabro y violento de Hechizo del tiempo o El día de la marmota (según corresponda por país de América latina), la genial película de Harold Ramis protagonizada por Bill Murray y Andie MacDowell.
Lo más revulsivo de todo es que el accionar policial que culminó con la muerte de Molares quizás se haya tratado de un intento de mostrar dureza, como demanda cierto sector del electorado. Porque eran treinta tipos manifestándose en la Plaza de la República y no molestaban a nadie. ¿Habrá habido un cálculo electoral en ese sentido?
Lo cierto son las muertes. (Sí, hay quienes señalan que Molares fue miembro de las FARC. También es cierto que no tenía ya ninguna causa con la justicia. Sería ilógico señalar esa circunstancia del mismo modo que decir que Patricia Bullrich fue montonera; Bernie Sanders, trotskista o mi mascota, un sencillo embrión antes de ser una tremebunda perra salchicha).
Lo cierto son las muertes y el dolor de los que quedan. Roland Barthes escribió, siempre escribía, cuando murió su madre. Diario de duelo (Siglo XXI) recopila esas tristes páginas. Dice en la entrada del 11 de noviembre de 1977: “Soledad = no tener a nadie en casa a quien poder decir: regreso a tal hora o a quién hablar por teléfono para poder decir: ya regresé”.
Tal vez comprender esta angustia de la muerte sea una de las formas para alejar el cinismo de la aversión hacia el otro. Esa forma de la violencia.
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