La Anthology of American Folk Music –Antología de la Música Folk Americana– debería ser de escucha obligatoria para cualquier aficionado o fan de géneros como el country, el blues, el rock and roll, los folclores y las músicas populares del mundo en general. No se trata de una compilación de la música folk americana en sí, sino, más bien, norteamericana, o estadounidense. Quien llevó adelante semejante tarea fue el músico, pintor, artista, bohemio, cineasta y musicólogo Harry Everett Smith, nacido en Oregon en 1923 y criado en el estado de Washington, en el seno de una típica familia estadounidense conservadora.
Smith se dedicó a muchas actividades a lo largo de su vida, incluyendo el interés por el misticismo, lo esotérico, y el ocultismo. Equipado con un grabador barato pero con una batería que podía durar varios días, Smith se lanzó en un viaje a finales de la década de los 30 por los Estados Unidos profundos con el objetivo de capturar los rituales de las tribus indígenas del Noroeste de la mejor manera posible, como estaba haciendo Alan Lomax –otra figura fundamental para la conservación del blues, el country y el folk estadounidense– en la Costa Este.
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En los meses siguientes a ese viaje iniciático, Smith quedó absolutamente cautivado por otras músicas menos santas cuando escuchó en 1940 un sencillo de 78 RPM de Tommy McClennan, bluesman de Mississippi. Pronto sucedería un hecho traumático en la historia de los Estados Unidos. En 1943, los japoneses bombardearon la bahía de Pearl Harbor y el presidente Franklin D. Roosevelt se vio obligado a participar de la Segunda Guerra Mundial. Paradójicamente, esto se convertiría, con el tiempo, en una oportunidad para Smith.
Resulta que, cuando los Estados Unidos se unieron al bando de los aliados en la contienda, los viejos discos de 78 RPM grabados durante las décadas 1920, 1930 y 1940 fueron desempolvados, algunos, para ser enviados a fábricas de fundición para fabricar armas, otros al frente de batalla para entretener a los soldados, pero otros eran vendidos por muy poco dinero en ferias de garaje o improvisadas tiendas de discos. Mucho antes de la globalización y la llegada de internet, los fanáticos de la música tenían que recorrer kilómetros y kilómetros para hacerse con discos raros, para descubrir gemas ocultas que, quizás, nunca habían visto la luz más allá de para un puñado de fanáticos.
Inmediatamente, Smith se lanzó a la compra de estos viejos discos, y, durante una década, se dedicó a acumular todo lo que llegaba a sus manos que sonara lo más cercano posible al folk, a su tan amada música Apalache, el jazz, o, la por entonces llamada “race music” –”música de raza”-, que solo sonaba en las radios afroamericanas en un contexto profundamente segregado, anterior aún a la irrupción del rock and roll y de Elvis Presley. La música estaba tan dividida por aquella época, al igual que el resto de la sociedad estadounidense, que es legendaria la frase de Sam Phillips, de Sun Records, sobre que si encontraba a un blanco que fuera capaz de cantar como un negro, ganaría un millón de dólares.
Finalmente lo hizo, gracias al mismo Elvis, pero eso es otra historia. Smith, para aquel entonces, frecuentaba el mundo del jazz y la poesía beat, y ya era amigo de los impulsores del bebop, gente como Charlie Parker o Dizzy Gillespie, a quien iba a ver actuar cada vez que podía en sus interminables improvisaciones. No había divisiones culturales para Smith, quien podía escuchar música clásica, jazz moderno para su época, música religiosa, blues rural, o grabaciones antiguas de granjeros perdidos del Medio Oeste estadounidense.
En 1952, finalmente, Smith compiló su antología en base a los miles de discos que había coleccionado hasta entonces. Decidió seleccionar 84 canciones grabadas entre los años 1926 y 1933. En ningún lugar de las notas internas podía encontrarse ningún dato respecto del color de piel de los músicos, algo inusual para una época donde, en la tierra de la libertad, blancos y negros no se mezclaban ni siquiera en las ondas radiales. De manera consciente –woke, dirían hoy algunos mal intencionados–, Smith excluyó de su compilación cualquier canción que incluyera todo tipo de epíteto o adjetivo remotamente racista, especialmente aquellas de folk blanco o sureño.
La compilación es eminentemente musical, claro, porque, por sobre todas las cosas, a Smith le interesaba la música, más allá de quien la escribiera o grabara, pero también era sumamente política. En 1952 ya hacía dos años que estaba en pleno vigor la llamada caza de brujas encabezada por el senador Joseph McCarthy, quien había denunciado una “conspiración comunista” en el mismo seno del Departamento de Estado. Intelectuales, políticos, actores, cineastas, guionistas, músicos, científicos, artistas y personajes públicos de diversa índole eran acusados de “comunistas” y apartados de la vida pública. Una verdadera “cancelación” décadas antes del advenimiento de las redes sociales. Estar a favor de los derechos civiles de un porcentaje importante de estadounidenses era motivo suficiente para ser tildado de comunista.
Como sucedería pocos años después con la llegada del rock and roll, quienes escuchaban la Antología, publicada por Folkways Records, creían que los blancos eran negros o viceversa. En su momento vendió muy pocas copias y obtuvo menciones en apenas algunas revistas especializadas, sin embargo, fue vital para lo que vendría después. Especialmente para el movimiento de revival folk de Greenwich Village a comienzos de los años 60, con gente como Peter Seeger, Dave Van Ronk, John Fahey, Joan Baez y Bob Dylan a la cabeza, que descubrieron maravillados las obras de músicos hasta entonces completamente desconocidos como Blind Lemon Jefferson, Mississippi John Hurt o Dick Justice.
Van Ronk diría para la reedición de 1997 que “sabíamos cada palabra de cada canción de allí, incluso de las que odiábamos”. En el 2003, la revista Rolling Stone puso a la Antología en el puesto número 276 de su ranking de los 500 discos más grandes de todos los tiempos, y, dos años después, en 2005, fue incluida en el Registro Nacional de Grabaciones de la Librería del Congreso estadounidense, debido a su valor histórico.
Pasaron más de setenta años pero aún hoy, escuchar estas grabaciones antiguas y sin remasterizar, como si todavía tuvieran el polvo sobre los surcos de los discos, es remontarse hacia otro tiempo muy diferente, a otro mundo y a otro país, ninguno de los cuales, para bien y para mal, existen ya. Sinceramente, no entiendo realmente por qué, pero hay algo en esta música, grabada por seres humanos con trasfondos muy distintos al de uno, de vidas sufridas e ignotas, que me emociona profundamente, y no hay curso de anticolonialismo o antiimperialismo que sea capaz de cambiar eso.
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