Transformar la envidia en cuidados, según la filósofa Elena Pulcini

Diferentes corrientes del pensamiento analizaron los orígenes de este sentimiento tan profundo capaz de destruir cualquier relación. Privilegiar las pasiones empáticas puede ser una respuesta positiva

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Pieter Brueghel el viejo, Envidia (1558), Metropolitan Museum of Art, Nueva York (MET Museum/Wikimedia Commons)
Pieter Brueghel el viejo, Envidia (1558), Metropolitan Museum of Art, Nueva York (MET Museum/Wikimedia Commons)

Digamos que, hoy en día, proliferan las emociones que destruyen los vínculos afectivos. Una de esas emociones es la envidia. La filósofa italiana Elena Pulcini pensaba que es un obstáculo para la felicidad, una traición a lo que en realidad somos.

¿Por qué surge y qué consecuencias desencadena la envidia? ¿De qué manera podemos combatirla?

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La mirada aviesa

Quien es presa de la envidia parece preguntar a cada instante: ¿por qué esa persona sí y no yo? Decía el filósofo francés La Rochefoucauld que esta es una pasión inconfesable. Nadie admitirá ser presa de la envidia. Cuando sentimos su mordisco, nos devora la rabia y germina en nosotros el deseo del mal ajeno.

Envidia proviene del latín in-videre: mirar hacia alguien con hostilidad. ¿Qué trasluce la mirada envidiosa? Para Pulcini, la envidia se origina en “el vértigo de la carencia”. La frustración prende la llama iracunda de la mirada aviesa. La envidia es una pasión colérica. Es la semilla del rencor y el resentimiento que hace florecer el odio en nuestro interior.

Théodore Géricault, La monomaníaca de la envidia(1822), Musée des Beaux Arts, Lyon (MBA Lyon/Wikimedia Commons)
Théodore Géricault, La monomaníaca de la envidia(1822), Musée des Beaux Arts, Lyon (MBA Lyon/Wikimedia Commons)

La pasión triste

Tras la envidia se esconde la impotencia de un deseo incumplido. Refleja el amargor insoportable de saber que alguien lo ha hecho realidad. Quien envidia, aclaraba Pulcini, irá “en contra de sus propios intereses con tal de que otro tenga daño”. Por eso es una pasión triste, porque no beneficia a nadie.

Es la irritante tristeza de sentirse inferior en una interminable comparación con los demás. Y paradójicamente, la envidia se propaga más entre iguales.

Decía el escritor Miguel de Unamuno en su novela Abel Sánchez que “no se envidia al de otras tierras ni al de otros tiempos. No se envidia al forastero, sino los del mismo pueblo entre sí; no al de más edad, al de otra generación, sino al contemporáneo, al camarada”.

La herida narcisista

La envidia prolifera en una época de individualismo narcisista como la nuestra. El aislamiento emocional deja paso al egoísmo, a que las relaciones sociales sean una cuestión de utilidad: ¿para qué me sirve esta u otra persona? Y la calidez de las relaciones humanas se disuelve para llenar nuestras vidas de apatía, indiferencia y desamparo.

La herida narcisista surge de la fragilidad de una identidad vacía que necesita a cada instante compararse, exhibirse y recibir admiración. El ansia de poseer, ya sea riqueza, poder o prestigio, exacerba la vanidad y expande el deseo de prevalecer. Y esta inquietud nos impide deleitarnos con lo que ya tenemos.

En un mundo gobernado por la hipocresía de ambiciones enmascaradas, en el que nadie confía en nadie, los intentos por maquillar la envidia resultan en vano. Las miradas aviesas la delatan. ¿Nos hemos acostumbrado a vivir en un clima de desconfianza recíproca?

Advertía Pulcini que “el egoísmo se disfraza de verdad, la amistad oculta la búsqueda de lo útil, la generosidad esconde el interés y las lisonjas que tributamos a los demás, apenas si son una refinada manera para conseguir, al tiempo, que se nos aprecie”.

La envidia (1306), Giotto di Bondone, Capella degli Scrovegni, Padua (Web Gallery of Art/Wikimedia Commons)
La envidia (1306), Giotto di Bondone, Capella degli Scrovegni, Padua (Web Gallery of Art/Wikimedia Commons)

La trampa del éxito

Para Pulcini, el éxito responde en buena medida al deseo de provocar “en la mirada del otro ese chisporroteo de envidiosa admiración”.

La vida así no sería más que una carrera por el primer puesto: una historia de triunfo o derrota. ¿Nos extraña que se considere a los demás meros obstáculos a descartar? Para que unos pocos alcancen el éxito, otros muchos han de fracasar.

El éxito instaura la lógica antisocial de envidiar o ser envidiado. ¿Y si lo que se envidia, además, fuese la mezquindad? Así lo expresaba nuestra autora: “Se tiende a premiar a quienes sobrepasan los límites, a admirar el ansia infinita de éxito y a legitimar l’escalation competitiva y sin escrúpulos que invade ya a todos los sectores sociales”.

Pasiones empáticas

Si bien la envidia ha existido siempre, el individualismo regido por pasiones egoístas la convierte en una destructiva rutina. Es tiempo, como diría la filósofa Martha Nussbaum, de “cultivar la humanidad”, precisamente porque la inhumanidad se extiende sin freno.

Para compensar la envidia, es posible admirar las virtudes de otra persona en lugar de destruirlas, hacer de la compasión y la indignación frente a las injusticias una forma corriente de ser. Podríamos reafirmar la generosidad y el amor, dejar de medirnos entre nosotros a cada instante y tratar de ponernos en la piel de los demás.

Estas son las que, con refinada maestría, Pulcini llamaba pasiones empáticas. Aquellas que no conducen a una relación hostil hacia los demás. Emociones que levantan puentes de comprensión entre las almas, en especial hacia las más vulnerables, y nos llevan a actuar de manera ética.

Aprender a cuidar

En lugar de odio y crueldad, urge movilizar pasiones que nos guíen en el cuidado de los demás y fortalezcan los maltrechos vínculos sociales.

En su último libro, Elena Pulcini postulaba la educación de las emociones para generar un futuro alternativo. Se trata de contraponer a pasiones negativas, como la envidia, las pasiones empáticas necesarias para forjar un mundo mejor: “Las pasiones forman el cemento emotivo que no se debe menospreciar si queremos producir una metamorfosis que sea capaz de estimular y alimentar nuestra demanda de justicia y nuestra capacidad de cuidar”.

Este artículo se publicó en The Conversation

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