Oppenheimer, las bombas atómicas y el inquietante final de la Segunda Guerra Mundial

La película de Christopher Nolan narra la historia del físico que desarrolló la bomba atómica pero hasta llegar a Hiroshima y Nagasaki, con la contienda casi terminada, hubieron de pasar unas cuantas cosas

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Escrita y dirigida por Christopher Nolan, Oppenheimer es un thriller épico filmado en IMAX que sumerge al público en la intensa paradoja del enigmático hombre que debe arriesgarse a destruir el mundo para salvarlo.

La biopic Oppenheimer, de Christopher Nolan, se centra en la vida del genial científico cuyos mayores (y trágicos) aportes transcurren en un periodo de convulsiones históricas, en un mundo ya convulsionado. La recreación de esos acontecimientos no solamente produce un gran impacto en el espectador por lo que se cuenta, sino por aquello que tan sólo se menciona y se deja entrever. Así sucede, por ejemplo, cuando se constata que la decisión de lanzar las bombas atómicas fue sostenida por el gobierno y por la dirección del Proyecto Manhattan, cuya principal cabeza era Oppenheimer, a pesar de que el suicidio de Hitler sacó a Alemania del escenario bélico (el gobierno del Reich duró ocho días más después de su muerte). Ante tal circunstancia, voces del campo científico se levantaron en contra de lanzar la bomba e incluso moldean un petitorio con ese fin, según se muestra en la película, pero la decisión de utilizar el armamento destructor había sido tomada. Alea jacta est.

Pero surge la pregunta: si es que la bomba de Hiroshima fue lanzada el 6 de agosto de 1945 y Hitler se suicidó el 30 de abril de ese año, con Mussolini ya derrotado y ajusticiado -los partisanos italianos lo habían apresado en su huida de la fascista República de Saló, junto a su amante y colaboradores, los fusilaron y luego exhibieron sus cuerpos- ¿Por qué la guerra se extendió tres meses, tiempo que reafirmó la decisión entre los dubitativos de tirar la bomba?

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El 30 de abril de 1945 ya no quedaban opciones para Hitler, resguardado en el búnker en la Cancillería berlinesa, mientras las tropas soviéticas asediaban a las últimas guarniciones del ejército alemán. La derrota del Reich de los Mil Años, como había planteado que duraría el Führer su nuevo imperio germano, no tenía vuelta atrás. El mediocre pintor austríaco que había comenzado en Munich el movimiento que provocó el genocidio de 6 millones de judíos, temía ser apresado por los rusos más que a nada. Entonces decidió que eso no iba a suceder. Lo comunicó a sus colaboradores íntimos, los que quedaban. Se casó legalmente con Eva Braun, su novia eterna, y se aseguró de que hubiera suficiente gasolina para incinerar los cuerpos. En su despacho del búnker, el pacto suicida se cumplió con sendos disparos en la cabeza. En medio del avance de las tropas soviéticas, algunos soldados alemanes se aseguraron de colocar los cadáveres de Hitler y Eva en una pira funeraria, y que ardieran.

Adolf Hitler se suicidó el 30 de abril de 1945 (Foto: Corbis vía Getty Images)
Adolf Hitler se suicidó el 30 de abril de 1945 (Foto: Corbis vía Getty Images)

El Führer había redactado una última voluntad mediante la que ajustaba cuentas con quienes consideraba traidores y los separaba de sus cargos en el gobierno. Designaba en ese testamento al almirante Karl Dönitz, un nazi fanático, al frente del Reich. Y reservaba un lugar de preponderancia a Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda que había acompañado su ascenso desde los comienzos. Pero éste, tenía planes diferentes. Junto a su esposa Marga habían decidido que asesinarían a sus seis hijos para luego suicidarse, ya que un mundo sin Reich no valía la pena ser vivido. Un médico del búnker inyectó dosis fulminantes de morfina a los niños. Luego los Goebbels tomaron pastillas de cianuro. Dönitz era el nuevo líder de un imperio derrotado y en retirada. La muerte del Führer se anunció por la radio.

Según señala Volker Ullrich en Ocho días de mayo (Taurus), un magnífico libro que recorre esos ocho días de un modo trepidante y basa su relato en fuentes documentales de la época y en diarios de distintos protagonistas, la noticia de la muerte de Hitler no produjo mayores conmociones. El espíritu de la derrota había ganado las conciencias germanas. La gente abandonó rápidamente el saludo de “Heil Hitler” por el cordial “buenas tardes”. Sin embargo, la vuelta a la normalidad no iba a ser tan abrupta.

El avance soviético estuvo signado por una gran violencia contra los nazis, responsables de millones de muertes en el continente y en particular en el territorio soviético. La “campaña hacia el este” mediante la que Hitler planificaba conquistar Moscú había sido salvaje, inhumana: la mayor cantidad de las víctimas del genocidio fueron aniquiladas en esa ofensiva. Los soldados avanzaban también con espíritu de venganza. Las crónicas de violaciones masivas y pillaje son la constatación de los hechos. Por caso, la foto de la producida imagen de la instalación de la bandera roja sobre el Reichstag, símbolo por siempre de la derrota del fascismo, fue retocada, ya que uno de los soldados que portaba la bandera tenía dos relojes en su muñeca. El robo era también la norma de esa victoria de carácter histórico.

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El miedo cundía entre los alemanes. Si Hitler temía más que nada ser aprisionado por los soviéticos, muchos de los hombres y mujeres de su Reich pensaban lo mismo. Hubo una ola de suicidios. En la ciudad de Demmin, de 15.000 habitantes (región de Pomerania Anterior), el ruido del avance de los tanques rusos avivó una ola de pánico que derivó en suicidios masivos. El mismo 30 de abril del suicidio de Hitler, lo mismo hicieron entre 700 y mil personas en esa población. Aún queda, como describe el libro de Ullrich, una lápida en la entrada del cementerio de la localidad: “Suicidas, perdido el sentido de la vida”.

Lo que quedaba del régimen nazi buscaba una salida que dividiera el frente aliado: ofrecía la rendición en el oeste europeo; pero no así en el este, es decir, frente al ejército soviético. Apostando a una acción unificada de los occidentales contra el “bolchevismo”, podrían extender, de una forma u otra, el gobierno del Reich. Esa posibilidad se desvaneció muy pronto. Si bien los restos de gobierno a manos de Dönitz se instalaron en Flensburgo a la vez que los soviéticos consolidaban su poder en Berlín: un grupo férreamente estalinista de exiliados del PC alemán llegó para liderar su reorganización y establecer el control político -aunque se designaran gobiernos “burgueses” en los distintos distritos berlineses-.

Los demás flancos bélicos eran ocupados por los ejércitos británico y estadounidense. El avance imparable de los aliados, sumado a la falta de resistencia de la población civil, determinaron que Dönitz autorizara al coronel general Alfred Jodl a firmar la rendición incondicional en Reims, Francia. Stalin no reconoció esa rendición y exigió que se repitiera con la presencia primordial de generales del ejército soviético en Berlín. Así se realizó. Finalmente la rendición se hizo efectiva el 8 de mayo de 1945. Ocho días después del suicidio de Hitler.

Con una media Italia liberada por las guerrillas partisanas, el ingreso de las tropas estadounidenses y la caída de la artificial República Fascista de Saló y la rendición de Alemania, se podría pensar que se había terminado la guerra. Pero no. Japón resistió más de tres meses. Eso dio lugar a la aceleración de la construcción de la bomba atómica en la ciudad científica secreta de Los Álamos, como se muestra en Oppenheimer, al mismo tiempo qué voces de distintos ámbitos, incluso el científico, reclamaban que no fuera usado el poder atómico, ya que de una manera u otra habría de lograrse la rendición del emperador Hirohito, de Japón. La extensión de la guerra favoreció a los sectores gubernamentales estadounidenses que estaban empecinados en probar la bomba. Tanto como Oppenheimer.

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En realidad era cierto que la resistencia japonesa era salvaje y fanatizada. El libro Japan 1941: countdown to infamy, de Eri Hotta, publicado en 2013, recoge testimonios de diarios de ciudadanos japoneses, partes oficiales del ejército y documentos que dan cuenta del clima que se vivía en el Palacio Imperial. El emperador Hirohito, considerado un dios, se conjugaba con el clima de guerra mundial para considerar al imperio como un terreno en expansión (los japoneses llegaron a controlar casi toda Asia y ocuparon el territorio de la China) y al conflicto bélico como indetenible. Sin embargo, para 1945 las derrotas a manos de los Estados Unidos habían hecho retroceder a Japón de las estratégicas islas Marianas y de Filipinas. Aun así, y a pesar del fracaso de sus aliados en el Eje, Italia y Alemania, la rendición no era considerada una opción. Había una variación que señalaba que podrían retroceder, con la figura imperial intacta, pero conservando el dominio sobre una parte importante de la geografía asiática. La posibilidad de una derrota era impensable para los líderes japoneses que eran guiados por una realidad histórica: en 2000 años Japón no había perdido jamás una guerra. 1945 marcaría una inflexión.

Las reuniones de gabinete, a las que asistía el Emperador, sostenían la resistencia bélica a pesar de que sus flotas eran destruidas por el ataque estadounidense. La táctica de autoinmolación a la que recurrían tanto por aire y por mar, mediante aviones y lanchas, cuyos tripulantes eran voluntarios a morir estrellando sus naves contra navíos estadounidenses, continuaba sostenida. Los últimos días de la contienda estaban listos para ser usados 3000 aviones kamikazes. “Kamikaze” significaba “viento divino” y se prometía a los suicidas que serían bendecidos por los dioses y que sus acciones llevarían a la victoria.

Matt Damon como el general Leslie Groves, izquierda, y Cillian Murphy como J. Robert Oppenheimer en una escena de "Oppenheimer"(Foto: Universal Pictures vía AP)
Matt Damon como el general Leslie Groves, izquierda, y Cillian Murphy como J. Robert Oppenheimer en una escena de "Oppenheimer"(Foto: Universal Pictures vía AP)

El 6 de agosto se lanzó la bomba atómica por parte de la fuerza aérea de los Estados Unidos y por orden directa del presidente Eisenhower sobre Hiroshima. Setenta mil personas murieron al instante. Cincuenta mil más lo harían en las horas siguientes por efectos de la radiación. Sobrevivientes de la explosión atómica cuentan su experiencia en el documental Luz blanca lluvia negra, que se puede ver en HBO Max. Las pieles se derretían y los ojos se salían de las cuencas, colgando en las mejillas de hombres y mujeres que deambulaban sin sentido antes de morir. El dibujante Keiji Nakazawa sobrevivió al ataque siendo un niño y en la película manga Hadashi No Gen (Gen, el descalzo) muestra las imágenes del horror vistas a través de la animación. Un sobreviviente cuenta cómo una persona desesperada por el calor le pidió un poco de agua. Se la dio. La persona cayó fulminada al instante. El agua fría en la radiación reciente había sido fatal.

Tres días después se lanzó la bomba sobre Nagasaki. Aun así, el gobierno japonés se negaba a la rendición. Intentaban llegar a un acuerdo con la Unión Soviética que los preservara sin tener que aceptar la derrota. La URSS tenía un pacto de no agresión con Japón: frente al ataque de los alemanes no podría haber sostenido la guerra en el frente occidental y oriental al mismo tiempo. Luego del encuentro aliado de Postdam, la Unión Soviética lanzó un ataque masivo sobre la Manchuria. Ante la posibilidad de aceptar la rendición, el 12 de agosto un grupo de generales japoneses intentó realizar un golpe de Estado para continuar la guerra. Finalmente, el 15 de agosto los japoneses firmaron la rendición incondicional y el ejército estadounidense al mando del general Douglas MacArthur tomó el control del Estado.

Habían tenido que estallar las bombas atómicas que desarrollara Oppenheimer en Nuevo México, Estados Unidos. Un avance trágico de la ciencia. En las islas selváticas japonesas, patrullas solitarias siguieron combatiendo la Segunda Guerra Mundial. Se encontraron varios de estos resistentes aún en la década del setenta del siglo pasado.

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