No sé ustedes, pero yo ya no sé qué ponerme, qué sacarme, en qué mes vivo, dónde voy, dónde estoy, quién soy yo, qué hora es, dónde estaré. Culpo de mi desorientación al Servicio Meteorológico Nacional, dependiente de la Fuerza Aérea Argentina.
A mediados del siglo pasado, cuando yo era un niño, las cosas eran como tenían que ser. Si uno quería comer carne no sentía culpa por la vaca; la hora de la leche era con chocolatada de leche de ídem (nadie sentía culpa por ordeñarla y a nadie se le ocurría ordeñar una almendra); el azúcar era blanca y el mascabo ni la menor idea; los árbitros usaban total black para que su afano pasara más desapercibido. Y, sobre todo, en el invierno hacía frío, en el verano, calor, y la primavera y el otoño eran agradables, alegres, melancólicos. En ese mundo organizado, en el que de vez en cuando alguna potencia amenazaba a otra con un misilazo en pleno centro y después se iban a jugar a la guerra a los barrios de la periferia, reinaba la cosa sana, con dibujitos a la vuelta del colegio, dos horas de plaza si la tarea estaba hecha y gritos de “cortá que sale una fortuna y no somos hijos de Anchorena” si se te ocurría hablar más de tres minutos por teléfono con la chica que te gustaba.
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Escribo esto en un bar en el que, cuando abren la puerta, entra un frío bárbaro. Estamos a fines de julio, el de los memes (ah, cuando yo era chico, Julio era un señor que giraba en el Winco, enloquecía a mamá, era odiado por papá y estaba a no muchos años de tener de coristas a las Trillizas de Oro, en una de las maniobras de marketing erótico-morboso más maravillosa que se pueda recordar). Volviendo, si se abre la puerta y entra frío, pues qué bien, ¿no? Porque estamos en invierno, señores, por lo tanto, yo espero, más bien anhelo, que la anciana y sabia “Madame previsibilidad” haga lo suyo. Si al plátano añoso de la esquina se le cayeron las hojas, si amanece a las siete largas, si las calles están repletas de infantes de vacaciones y padres sin vida, entonces, el café tiene que humear, de mi boca debe salir vapor, y la farmacia tiene que poner en las góndolas de adelante pastillas para el dolor de garganta, los mocos y la fiebre.
Pero claro, a esta altura conviene decir que este frío que siento hoy es una rareza, porque el mundo, nuestro viejo y organizado mundo, se ha vuelto loco. Si yo fuera mejor persona de la que soy, en este instante debería salir a advertirle a la chica que acaba de pasar por la ventana acomodándose la bufanda que no se gaste, que al mediodía va a tener que metérsela en algún lado, porque el Servicio Meteorológico Nacional (que de lógico no tiene nada) indica que harán veintiocho grados. Julio vino con sofocos, la imagen del meme se las dejo a ustedes. Yo me pregunto, entonces, cómo pensamos seguir viviendo, qué hacen los árboles con su fotosíntesis, los animales con su hibernación, los océanos con sus mareas, Independiente con su promedio.
Veo un paseador de perros, lleva no menos de treinta canes, todos con cara de confundidos. Un caniche quiere parar a hacer pis en el baño, una golden le huele la entrepierna a una silla, hay galgos gordos, mestizos con pedigree, alguno que se autopercibe gato. Obvio, si todos salieron de sus casas en el invierno de Buenos Aires y en un rato, sin que medie ninguna fantasía cortazariana, estarán en pleno verano europeo. ¿Cómo le podemos pedir coherencia a los perros si no la tiene la naturaleza?
Hace unos segundos abrió la puerta una joven, vestida de ropa de gimnasio. Me preparé para el golpe de aire, pero no sentí frío, tampoco calor. No sentí nada, digamos. Entonces supongo que es hora de dejar que las nuevas generaciones se hagan cargo de este planeta, de este siglo veintiuno cambalache, problemático y febril. Nosotros, gerontes nacidos en una Tierra que ya no existe, a nuestras cuevas, a tratar de templar el espíritu, a rogar por un empate que nos saque, al menos por una fecha, de la zona de descenso.
Los dejo porque en un rato van a llover meteoritos y salí sin sombrilla.
Les quiero mucho.
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