Hola, ahí.
Lo sé, lo sé, me repito. Y sé también que tal vez te canso con el tema, pero no puedo evitarlo: todo lo que tiene que ver con la memoria me captura; hay algo magnético, entre la melancolía por lo que fue y aquello que nos hizo ser quiénes somos, que me resulta endemoniadamente atractivo.
Memoria para pensar en mi pasado, en el pasado de todos, en el pasado de otros. Memoria que se conjuga con la memoria de los demás. Memoria para reconstruir mi vida y también las vidas de los otros. Los recuerdos traicionan los hechos y los acomodan a nuestro presente.
¿Acaso es posible reconstruir una vida?
Un Paraíso perdido ajeno
Soy lectora de Julian Barnes (Leicester, 1946) desde finales de los años 80, cuando comencé a leer a los grandes novelistas ingleses contemporáneos. En esa época me gustaban más las novelas de su entonces amigo Martin Amis (1949-2023) como Dinero o Campos de Londres, pero lo de Amis se fue diluyendo ―hablo de mi interés, sí, pero creo que también ocurrió con la calidad y la regularidad de su obra― y vino luego otra etapa en la que parecía que Ian McEwan (1948) iba a quedarse con la posta del gran narrador de su generación. Lo cierto es que hace ya muchos años que, para mi felicidad, Barnes y McEwan se disputan mi mesita de luz.
Julian Barnes debe ser uno de los autores sobre los que más escribí, no solo de los que más leí. Me interesan su modo de narrar, sus desafíos con el género novela y también los temas que trata y, de manera adictiva, el modo en que reflexiona sobre las diferentes formas que puede tener el amor y sobre el pasado. Y aunque leí muchas de sus novelas tempranas (Antes de conocernos, El loro de Flaubert, Hablando del asunto, El puercoespín), diría que es, más bien, en las de los últimos años en las que me encuentro más a gusto como lectora.
Hablo de libros como El sentido de un final, Niveles de vida, La única historia. Y la última traducida al español, Elizabeth Finch (Anagrama). Varias de ellas tratan sobre historias que se resignifican a partir de un dato o un conjunto de datos que llegan a los protagonistas mucho después de sucedidos los hechos.
Vuelvo atrás un momento.
En 1994 estuve a punto de entrevistar a Barnes en Londres. Habíamos acordado telefónicamente una cita ―también había arreglado para entrevistarlo a Amis― y tenía todo organizado para viajar, pero.
Pero.
A veces la gente no es tan generosa como aparenta ser. Mi jefe de entonces era pura sonrisa y buena onda hasta que dejó de serlo y me anunció que no iba a autorizar mi viaje, pese a que estuvo al tanto de todas mis gestiones desde el comienzo.
A veces la gente cree que es mucho más de lo que en realidad es y esa arrogancia no solo es negativa para uno mismo ―pocas cosas más horribles que darse de trompa contra la pared― sino que, además, puede dañar a otros. Entre las fórmulas que conozco para evitar ese desatino, hay dos que funcionan bien:
1) Controlar que la autoestima no se pase de la dosis recomendable.
2) Tener buenos amigos que te bajen del caballo cada vez que sea necesario.
(Trataré de evitar aquello que cuestiono y entonces te digo que, tal vez, estas recetas no sirvan siempre ni para todos. Pero lo que es seguro es que nada de aquello se evita cortándole las alas a la gente más joven de tu equipo).
Fue duro pero sobreviví. Semanas después, me di el gusto de entrevistar largo y profundo a Julian Barnes por teléfono, en compañía de Cristina Sardoy, una intérprete maravillosa con quien hicimos muchas notas por esos años. La charla tuvo lugar justo el día en el que le “cortaron” las piernas a Maradona en el Mundial del 94, en Estados Unidos, cuando la FIFA lo expulsó del torneo luego de dar positivo en el antidoping.
La redacción estaba en ebullición y yo estaba fascinada con las cosas que me decía Mr. Barnes. Con gran sentido del humor y sin perder la elegancia, el escritor británico me ofreció esa tarde hacer un canje: los ingleses nos devolvían las Malvinas si a cambio les dábamos a Maradona. También recuerdo lo que me dijo cuando le hablé de la fascinación que muchos tenemos por la época de plenitud de nuestros padres, esa especie de Paraíso perdido ajeno.
Su razonamiento fue exquisito. Me dijo que a todos nos gusta pensar en esa época porque se trata del tiempo en el que nuestros padres “eran jóvenes, vigorosos y se amaban”.
Quién fue Elizabeth Finch
Estábamos en Elizabeth Finch y en cómo me gustan las novelas del Barnes de los últimos años, el escritor diestro y ya mayor que desafía los géneros, los procedimientos y las convenciones literarias y que también escribe sobre arte (Con los ojos bien abiertos). El intelectual que revuelve con admirable delicadeza el pasado de sus personajes, el suyo propio y también el de personalidades reales (El ruido del tiempo, su novela sobre el músico Shostakovich, es una de las mejores lecturas sobre el estalinismo que conozco).
Esta vez, nos encontramos con un narrador que se llama Neil, a quien sus hijos llaman “el rey de los proyectos inacabados”, que se propone contar quién fue Elizabeth Finch (EF), la influyente profesora de Cultura y Civilización que marcó su vida desde que la conoció en la escuela para adultos en la que cursaba, cuando él ya iba por su segundo divorcio y un par de frustraciones más. Una mujer solitaria que, al morir, le legó todos sus cuadernos y sus escritos para que hiciera “algo” con ellos.
Ligeramente basada en Anita Brookner, la novelista ganadora de un Booker Prize que fue gran amiga de Barnes, el personaje de la escritora y profesora Finch era el de una mujer altiva y cautivadora que hablaba sin papeles, no facilitaba ninguna tarea y abría las mentes de sus alumnos haciéndoles conocer la obra de filósofos como el estoico Epícteto (“Unas cosas dependen de nosotros y otras cosas no dependen de nosotros”) y escritores fundamentales como Goethe.
Fumadora perenne, “pesimista romántica” no se parecía a nadie y se distinguía entre todos por su particular estilo para dictar clase, por sus modales, su discurso y también sus clásicos abotinados marrones de cuero. “Se ganaba la atención con su calma y con su voz. Una voz clara, serena, enriquecida por décadas de tabaquismo. No era como esos profesores que solo conectan con sus alumnos cuando levantan la vista de los apuntes, porque, como he dicho, no daba lección siguiendo apuntes. Lo tenía todo en la cabeza, plenamente desarrollado, plenamente procesado. Eso también se ganaba nuestra atención, acortaba la distancia entre ella y nosotros”, cuenta Neil, escribe Barnes.
La novela se divide en tres partes, una primera en la que Neil vuelve al pasado para contar cómo era la inspiradora EF y cómo era el vínculo que la unía con sus discípulos, en especial con él; una segunda parte, en la que el “rey de los proyectos inacabados” se lanza a la tarea de agotar una extensa bibliografía para escribir una semblanza de Juliano, el Apóstata (Constantinopla, 331 - Mesopotamia, 363), último emperador romano pagano y una figura que despertaba gran interés en la profesora Finch.
Alrededor de este muchacho que ha sido interpretado y reinterpretado por grandes pensadores ―y a partir de los escritos de su vieja profesora―, Neil esboza una hipótesis sobre la preeminencia del cristianismo durante tantos siglos; y una tercera, que se ancla en el presente y en la que el narrador comienza a pensar en otro proyecto: una biografía de su maestra (y uno de sus grandes amores), para lo cual busca los testimonios del hermano de Finch y de viejos compañeros que cursaron con él, entre ellos, una mujer con la que además tuvo un romance.
Fiel a su estilo, Julian Barnes utiliza conceptos a los que vuelve una y otra vez. En esta novela, uno de ellos se origina en una frase de Ernest Renan, el filósofo e historiador francés, que dice que “Interpretar mal la propia historia forma parte de ser una nación”, y Barnes reproduce ese sintagma cuando habla de religión y también de lo que es revisar la propia historia, algo que necesariamente siempre es mal interpretado o interpretado de manera difusa, ya que “el recuerdo es, al fin y al cabo, un acto de la imaginación”, como escribirá en algún momento. Porque, finalmente, la novela, que es una novela de amor, es también una reflexión sobre la escritura biográfica y la maravillosa imposibilidad de reconstruir una vida por escrito.
Prévert en el aula
Il a mis le café
Dans la tasse
Il a mis le lait
Dans la tasse de café
Il a mis le sucre
Dans le café au lait
Avec le petite cuillere
Il a tourné
Il a bu le café au lait
Et il a reposé la tasse
Sans me parler
Il a allumé
Une cigarette
Il a fait des ronds
Avec la fumée
Il a mis les cendres
Dans le cendrier
Sans me parler
Sans me regarder
Il s’est levé
Il a mis
Son chapeau sur sa tête
Il a mis
Son manteau de pluie
Parce qu’il pleuvait
Et il est parti
Sous la pluie
Sans une parole
Sans me regarder
Et moi, j’ai pris
Ma tête dans ma main
Et j’ai pleuré.
(“Déjeuner du matin”, de Jacques Prévert)
El profesor Sendin, Ruben Sendin, dictaba Francés y Literatura en la escuela evangélica a la que mis padres nos llevaron a mi hermana y a mí en agosto de 1977, cuando el rector de la escuela pública a la que asistíamos los convocó para advertirles que o me retiraban de la institución, o me iban a expulsar lo antes que pudieran.
El rector, un militar retirado que se hizo cargo de la escuela después del golpe, era un tipo desagradable. Su autoritarismo no era una sorpresa pero tengo la sensación de que a los 16 años yo no era ninguna amenaza para el orden y, mucho menos, una influencia política decisiva para nadie. Por entonces la frase de que “las comunistas llevan la política al colegio” era algo común en el antisemitismo local.
Lo cierto es que abandonamos el Liceo de señoritas de la calle Carabobo y anclamos en ECEA, de Irigoyen y Tinogasta, donde dictaban clase Rodolfo y Magda Marchesotti, vecinos adorables que nos ayudaron a conseguir las vacantes.
Las chicas judías expulsadas del Egipto Flores terminaron asiladas en la Escuela Cristiana Evangélica de Villa Real.
Semicalvo y de anteojos grandes y oscuros, siempre con libros y carpetas bajo el brazo y una lapicera a mano, alérgico de todas las maneras posibles, Sendin no se parecía a ninguno de los demás profesores de la escuela. Lejos del arquetipo del varón de la época, él era ostensiblemente delicado en sus modales, en su forma de vestir y también en sus expresiones (usaba mucho la palabra “atroz”), de modo que habilitaba todas las formas del prejuicio horripilante contra los homosexuales, algo tan usual y tan aceptado entonces. Nunca supimos si era gay, lo dimos por hecho.
”Oigo hablar y no debo”.
Recitaba poemas y romances, nos hablaba de literatura clásica y literatura contemporánea y era transgresor en el aula: hasta nos daba bibliografía desaconsejada por el index censor de los militares. Nos hablaba de lo que hoy llamamos rock pero entonces llamábamos música progresiva y también de teatro. Sendin era actor, además, y alguna vez fuimos al teatro a verlo. Todo esto en plena dictadura.
Un sueño soñaba anoche,
soñito del alma mía,
soñaba con mis amores,
que en mis brazos los tenía.
Vi entrar señora tan blanca,
muy más que la nieve fría.
—¿Por dónde has entrado, amor?
¿Cómo has entrado, mi vida?
Las puertas están cerradas,
ventanas y celosías.
—No soy el amor, amante:
la Muerte que Dios te envía.
—¡Ay, Muerte tan rigurosa,
déjame vivir un día!
—Un día no puede ser,
una hora tienes de vida.
(“Romance del enamorado y la muerte”)
Isabel Liñan es una de mis mejores amigas, nos conocimos en ECEA y desde entonces andamos juntas por la vida. Le escribí por Whatsapp para preguntarle cómo definiría a Sendin:
”Como un apasionado que lograba transmitir la pasión y el interés a los alumnos”, me respondió.
Licenciada en Pedagogía, Adriana Murriello es la directora del prestigioso Colegio Ward y recientemente fue elegida Presidenta de la Asociación Internacional de Escuelas, Colegios y Universidades de la Iglesia Metodista (IAMSCU, por su sigla en inglés). Aunque no fuimos a la misma división, cursamos en la misma época. Le pregunté por Sendin y esto me escribió:
”Inolvidable su polera verde oscuro, de medio cuello... Sus bufandas y sus gorras. Yo lo quise muchísimo y me sentía querida y valorada por él. Para mí fue un excelente docente, apasionado no solo de la literatura, sino de la cultura en general. Sendin era además muy abierto también para aceptar la creatividad de los estudiantes y su apertura sumaba mucho en el contexto de un colegio que era un tanto prejuicioso en otras cosas. Lo recuerdo hablándonos de Pink Floyd, por ejemplo. Con los años, he valorado también que esa experiencia se diera en plena dictadura.
Más allá de las bromas de algunos, todos lo queríamos mucho. Recuerdo que en el último año, al final de la cursada, le regalamos una novela de Corín Tellado. Lo importante era el título, que si bien era parte del chiste del regalo, siempre me quedó por lo simbólico: ‘Contigo aprendí’”.
Por mi parte, lo recuerdo mirando con desdén cualquier señal de vulgaridad y prestando atención con genuino interés a todo aquel que se interesara por sus enseñanzas, independientemente de su capacidad. Buscaba infundir respeto y admiración (amaba encandilar al otro), pero me quedo con lo del respeto: rechazaba hasta con ira cualquier forma de la burla o de la humillación.
No recuerdo de la escuela secundaria prácticamente a ningún profesor ni profesora. Sí recuerdo a la de Actividades prácticas que se puso a llorar ese 1 de julio de 1974 cuando alguien del Centro de Estudiantes entró para avisar que se había muerto Perón y también a Madame Dragun, mi primera profesora de Francés, que era mi profesora y también vecina de mi bobe Juana, en la calle Pasteur. Pero de Sendin me acuerdo siempre. De cómo nos abrió la cabeza cuando todo estaba oscuro afuera, me acuerdo siempre.
No volví a verlo; supe que tenía un programa de radio semanal sobre temas culturales. Supe que sufría una enfermedad renal por la que hizo diálisis mucho tiempo, mientras esperaba un trasplante que no sé si llegó. Murió en 2015, según veo. Tenía una cuenta en Facebook en la que reposteaba cosas de Visconti, de Juan Gelman, de Pugliese, de Alfredo Alcón. También reposteó un artículo de Umberto Eco que se llamaba “De qué sirve un profesor”.
En esa cuenta no figura como Ruben Sendin sino como Marcel Ruben Sendin. Tal vez ese era su verdadero nombre, aunque me gusta pensar que fue una elección en homenaje a Proust.
Fugaz y efímero
¿Cómo recuperar los recuerdos perdidos? Estoy hace horas tratando de volver al aula en donde escuchábamos a Sendin recitando a Prévert. Ver un par de fotos de esa época, fotos que le sacó de asalto alguno de mis compañeros, me hizo creer por un momento que, si me concentraba lo suficiente, podía recuperar un tono, una frase, una sensación. Pero no. Todo lo que queda es lo que acabo de escribir.
A propósito de esta ausencia de memorias, en una nota reciente a Joyce Carol Oates publicada en The New York Times, le preguntaron lo siguiente y lo respondió así:
—En su libro Del boxeo hay una línea sobre cómo, para los boxeadores, la vida se trata de la pelea y el resto es solo esperar. ¿Se siente así con la escritura?
—Buena pregunta. Apunta a una cuestión filosófica de lo que es esencial en nuestras vidas y lo que es existencial o incidental. Pensando en mis primeros años de casada, mi primer esposo era profesor, y hablábamos de libros todo el tiempo. Aunque hablamos y hablamos durante años, realmente no recuerdo ese diálogo. No recuerdo a los alumnos a los que les daba clase y a quienes realmente amaba. Estamos en 2023 y tengo que admitir que no recuerdo a esos estudiantes. Todo lo que me queda de aquella felicidad es mi escritura de esa época. Un libro o dos, algunas historias. Creo que es un hecho profundo, devastador. Todo lo que creés que es sólido es en realidad fugaz y efímero. Lo único que es casi permanente podría ser un libro, una obra de arte, fotografías o algo así. Todo lo que creás y que trasciende el tiempo es, de alguna manera, más real que la realidad de tu vida. Si prendés fuego a tu mano ahora mismo, es efímero. Dolería, pero Platón diría que no es tan real como algo que trasciende el tiempo. Soy una persona que estuvo casada, y estuvo muy felizmente casada. Sin embargo, todo eso se ha ido ahora. ¿Dónde está?
Los ojos nuevos de una abuela
Alguien que buscó reconstruir una memoria y logró un libro breve y hermoso en su luminosidad es Martín Felipe Castagnet.
Unos ojos recién inaugurados (Vinilo) es un homenaje a Elsa, su abuela, con quien Martín habló en los últimos 15 años todos los días por teléfono. Elsa murió, sí, pero antes fue una abuela vital que durante años lo llevó al Colón, le abrió la puerta al mundo de los libros y fueron al cine a ver todo lo que hay que ver: Almodóvar, Clint Eastwood, Woody Allen, Herzog y Wenders. Y tradujo. Tradujo hasta que la enfermedad se lo permitió. La traducción, ese traslado de mundos, es también algo que Elsa le heredó a su nieto.
Castagnet no describe una tragedia sino que reconstruye la declinación y muerte de una mujer grande, independiente y amada por su familia y, a la vez, el esplendor de la relación de una abuela con su nieto.”Hoy, por primera vez desde que mi abuela murió, me animo a ponerme los auriculares. Tenía miedo de que su voz no se escuchara lo suficiente, pero está ahí, tan nítida como hace medio año, como si todavía siguiera viva. Son conversaciones que grabé de manera clandestina, mientras me mostraba sus tesoros en el último mes de vida. Ella me hablaba recostada en la cama, a oscuras, con la persiana cerrada para atenuar el calor; yo apoyé el celular sobre su mesa de luz y lo dejé encendido todo lo que pude. ‘Martincito’, me dice en la grabación con un hilo de voz, como si ahora la tuviera enfrente”.
El título de este libro proviene de una frase de Hebe Uhart que se lee en su libro Animales, publicado por Adriana Hidalgo. No creo que pueda haber nada más fabuloso que vivir con ojos siempre nuevos.
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Y ya me despido, aunque esta vez pasarán más días que lo habitual hasta que vuelva a escribirte: me tomo unas breves vacaciones en familia.
Este envío estuvo ilustrado con las imágenes de los libros mencionados, con fotos de mi querido profesor Sendin que fueron tomadas de una cuenta de Facebook en la que durante un tiempo nos comunicamos los exalumnos de la escuela y con fotos de Julian Barnes y Martín Felipe Castagnet con su amada abuela Elsa.
Te recuerdo mi correo, es hpomeraniec@infobae.com. Aunque a veces me demoro, siempre me pongo al día con las respuestas.
Nos reencontramos el jueves 10 de agosto: hasta entonces.
No me extrañes. O sí.
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