“La carrera del libertino”, un hito en la carrera de Stravinsky

Una mirada a la obra clásica del compositor ruso, que hoy se presenta en el Teatro Colón, y su relación con Alejo Carpentier y las pinturas de William Hogarth

“La carrera del libertino”, un hito en la carrera de Stravinsky

Irónico, imaginativo y siempre desbordantemente barroco, tal vez uno de los más profundos conocedores de la obra del compositor ruso Igor Stravinsky (1882-1971) fue el escritor cubano Alejo Carpentier (1904-1980). Para certificar aquel conocimiento, además de la icónica novela que lleva el mismo título de la también icónica composición del ruso –La consagración de la primavera-, no puede pasar desapercibida una de las escenas protagonizadas por cuatro de los personajes centrales de su brevísima novela Concierto barroco (1974).

Mientras llevan adelante una comilona frente a la tumba misma de Stravinsky en el cementerio veneciano de San Michele, los músicos Antonio Vivaldi, italiano, y Georg-Friedrich Haendel, alemán al servicio de Inglaterra; el monarca azteca Moctezuma (a quien el músico italiano dedicó una ópera por mucho tiempo desconocida) y su criado Filomeno, sostienen el siguiente diálogo: “…el veneciano, remascando una tajada de morro de jabalí escabechado en vinagre, orégano y pimentón, dio algunos pasos, deteniéndose, de pronto, ante una tumba cercana que desde hacía rato miraba porque, en ella, se ostentaba un nombre de sonoridad inusitada en estas tierras. — “IGOR STRAVINSKY” —dijo, deletreando.—”Es cierto —dijo el sajón, deletreando a su vez—: Quiso descansar en este cementerio.” —”Buen músico —dijo Antonio—, pero muy anticuado, a veces, en sus propósitos. Se inspiraba en los temas de siempre: Apolo, Orfeo, Perséfona —¿hasta cuándo?“—”Conozco su “Oedipus Rex” —dijo el sajón—: Algunos opinan que en el final de su primer acto — “¡Gloria, gloria, gloria, Oedipus uxor!” suena a música mía.“—”Pero... ¿cómo pudo tener la rara idea de escribir una cantata profana sobre un texto en latín?” —dijo Antonio. —”También tocaron su “Canticum Sacrum” en San Marcos —dijo Jorge Federico—: Ahí se oyen melismas de un estilo medieval que hemos dejado atrás hace muchísimo tiempo.“—”Es que esos maestros que llaman avanzados se preocupan tremendamente por saber lo que hicieron los músicos del pasado —y hasta tratan, a veces, de remozar sus estilos. En eso, nosotros somos más modernos. A mí se me importa un carajo saber cómo eran las óperas, los conciertos, de hace cien años. Yo hago lo mío, según mi real saber y entender, y basta.” — “Yo pienso como tú —dijo el sajón...aunque tampoco habría que olvidar que...”—”No hablen más mierdas” —dijo Filomeno, dando una primera empinada a la nueva botella de vino que acababa de descorchar…” (Concierto barroco, capítulo VI).

La ópera llegó a las 5 funciones en el Teatro Colón

Volver a los clásicos como modernidad

Todos los analistas de la obra de Stravinsky coinciden en identificar la existencia de un período de la obra del compositor con el calificativo de “neo-clasicista”. Un estilo que sin dudas marcó un fuerte contraste con la primera etapa, todavía influida por su origen ruso aunque impregnada por el vanguardismo de los Ballets rusos de Diaghilev, a cuyos pedidos respondió con algunas de sus primeras obras.

Incluso, algunos de esos estrenos –como el de la propia Consagración de la Primavera en 1913- dividió aguas entre el público de entonces por su impronta fuertemente innovadora, dando lugar a resonados escándalos. La etapa neo-clásica, por el contrario, pertenece a un tiempo en el que Stravinsky –primero residente en París y algo más tarde en el Hollywood estadounidense- dejaba atrás la nostalgia por su tierra abandonada luego de la Revolución. Aquella impronta resulta más que evidente en las obras aludidas por Carpentier y también en la que de modo más firme logró ingresar al repertorio operístico del siglo XX: La carrera del libertino (The Rake’s Progress), en escena hasta hace pocos días en el Teatro Colón.

"La carrera del libertino", de William Hogarth

Escrita ya en su estancia americana y estrenada en 1951 en el Teatro La Fenice de Venecia –tienen razón los personajes de Carpentier: el músico ruso amó la ciudad de la laguna y deseó morir allí-, Stravinsky tuvo como fuente de inspiración los cuadros del pintor inglés William Hogarth (1697-1764), del mismo título. Se trata de una serie –este concepto resultaría clave en el entusiasmo del compositor para encarar su ópera- de ocho cuadros que relatan el deterioro moral y mental de Tom Rackewell, producto de su vida libertina, quien en la última escena de la secuencia muere, demente y desquiciado, en un hospicio. Es decir, se trata como en toda la obra del inglés, de un verdadero manifiesto crítico y condenatorio de la pérdida de valores que evidenciaba en su época.

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Sin embargo Stravinsky –junto con los poetas W.H. Auden y Chester Kallman a los que convocó para la confección del libreto-, llevaron adelante una operación adaptativa que fue crucial para que la obra alcanzara los objetivos creativos del músico en esta su etapa neo-clásica. Por el lado del texto, resultó decisivo en el fortalecimiento del hilo dramático de los momentos que eligieron de la historia original, la recreación en clave moderna del mito de Fausto mediante la introducción del mefistofélico personaje de Nick Shadow. Al igual que la figura del diablo de Goethe, Shadow emerge como el instigador, en clave moderna, de la sucesión de “desórdenes” morales en los que va ingresando el protagonista. En ese sentido, la denuncia moral de Hogarth de la sociedad inglesa de comienzos del siglo XVIII –la de la consolidación del capitalismo- puede leerse -actualizada aquí- como sátira de una sociedad que emergiendo de la dramática posguerra, comenzaba a convertir el consumo en el eje vertebrador de la vida social. A su vez, esta restauración/recreación del clásico mito fáustico viene acompañado de un conjunto de decisiones en el plano musical.

Igor Stravinsky

Tal como lo venía haciendo Stravinsky en sus obras previas, lo hace aquí mediante una reposición del formato operístico del Mozart italiano de los textos de Lorenzo da Ponte (moraleja final incluida), desbordantes de ironía y crítica social. Incluye así, arias cerradas a la manera convencional; recitativos a cargo del clave, y recurre a una orquesta reducida. Aunque reservándose para volverlas inocultables a lo largo de las casi dos horas y media de duración, las particularidades que habían convertido desde muy joven al músico en un creador fuertemente innovador: el original tratamiento orquestal mediante una creativa explotación de los recursos tímbricos de los instrumentos y, desde luego, las disonancias que tanto le agradaban.

Desde lo escénico, la idea de “serie” o “secuencia” resulta clave tanto en la obra de Hogarth, como en la de Stravisnky y también en esta versión. Se ha llegado a afirmar que hay en las imágenes y en otros conjuntos creados por el pintor inglés, un preanuncio del género de la historieta o cómic, es decir, de una historia narrada a través de las imágenes. En su acertado análisis de la obra de Hogarth afirma Rogelio López Cuenca: “El cómic, ya sabemos, consiste en una sucesión de imágenes; a la hora de captar la temporalidad en pintura, el artista no colocó en primer plano la escena principal y al fondo las anteriores, en el sentido clásico, sino que las hizo contiguas y las presentó imagen tras imagen. Se estaba fraguando, en el siglo XVIII, la civilización de la imagen y Hogarth fue uno de los primeros en darse cuenta de que era imprescindible introducir en la pintura una nueva forma de narrar”.

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Algo de esto quedó evidenciado en la puesta de Alfredo Arias y en la escenografía de Julia Fred, el vestuario de Julio Suárez y la iluminación de Matías Sendón concebidos para la reposición del Teatro Colón. La sensación de estatismo que algunas escenas, adquiere otra dimensión si se las piensa –al igual que los cuadros de los cómics- desde el dinamismo de la secuencia vista como un todo. Así, la decisión de que los decorados recreen los teatros anatómicos -junto con un guiño visual también él a lo clásico-, podría ser leída como la intención de que el público focalice su atención en un punto excluyente de la trama, tal como lo hacía el de las gradas de los teatros anatómicos sobre lo que ocurría en la mesa de disección, también esta última de protagonismo insoslayable en esta puesta.

La obra tuvo una puesta de Alfredo Arias y en la escenografía de Julia Fred, el vestuario de Julio Suárez y la iluminación de Matías Sendón

Desde siempre, la crítica ha sido controversial en relación con Stravinsky y, en particular, con respecto a su período neo-clásico, en el que se ha llegado a ver hasta una crisis de originalidad luego de las explosiones innovadoras y vanguardistas de sus comienzos. Pero también, en las muchas veces homologación de su trayectoria creativa con la de Pablo Picasso, en quien también la crítica detectó etapas con mayores o menores niveles de originalidad o de lecturas más o menos apegadas al pasado. Al igual que el pintor, se ha visto en Stravinsky un referente representativo del modo en que los grandes creadores del siglo XX pulsaron por romper o recrear las estructuras y los lenguajes que los anclaban al pasado y, en ese esfuerzo, no dejaron de evidenciar bajo múltiples maneras, el inevitable sentido de pertenencia a sólidas tradiciones.

¿No fue acaso lo que de alguna manera se le jugó a Alejo Carpentier –casi co-etáneo de Stravinsky y Picasso- y quien encontró en el sincretismo de su “real-maravilloso” una respuesta posible no solo a la supervivencia del pasado en el presente sino incluso a la coexistencia inevitable de lo europeo con lo americano?

Que la tumba elegida por Vivaldi, Haendel, Moctezuma y su criado para la comilona haya sido la del compositor de La carrera del libertino, dice mucho acerca de aquel “real-maravilloso” de Carpentier. Y también mucho sobre Stravinsky.

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